XV
A quien gire a la izquierda lo que le chocará es el silencio y el vacío de ese tramo de la calle de Cambacérès. Ni un automóvil. Pasé delante de un hotel y me deslumbró la vista una araña cuyos cristales relucían en el pasillo de entrada. Hacía sol.
El 10 bis es un edificio estrecho de cuatro pisos. Unas ventanas altas en el primero. Hay un guardia de plantón en la acera de enfrente.
Una de las hojas de la puerta del edificio estaba abierta y el automático de la escalera encendido. Un portal largo con paredes grises. Al fondo, una puerta con cristalitos cuadrados que me cuesta abrir por el blunt.1 Unas escaleras sin alfombrar llevan a los pisos.
Me detuve ante la puerta del primero. Había tomado la decisión de preguntar a los inquilinos de cada piso si en algún momento habían tenido el teléfono ANJou 15-28 y notaba un nudo en la garganta porque me daba cuenta de que era una gestión muy rara. En la puerta, una placa de cobre, en la que leí: H É L È N E P I L G R A M .
Un timbre de sonido flojo y tan gastado que sólo se oía a intervalos. Lo apreté con el índice todo el rato que pude. La puerta se abrió a medias. El rostro de una mujer de pelo gris ceniza y corto apareció en la rendija.
–Señora... Ando buscando una información...
Me miraba fijamente con ojos muy claros. No era posible ponerle edad. ¿Treinta años? ¿Cincuenta?
–¿Tenía usted antes un número de teléfono que era ANJou 15-28?
Frunció el ceño.
–Sí. ¿Por qué?
Abrió la puerta. Llevaba una bata masculina de seda negra.
–¿Por qué me pregunta eso?
–Porque... yo he vivido aquí.
Había salido al descansillo y me examinaba con insistencia. Abrió mucho los ojos.
–Pero... ¿no es usted... el señor... McEvoy?
–Sí –dije al buen tuntún.
–Entre.
Parecía realmente conmovida. Estábamos ambos, uno frente a otro, en medio de un recibidor con la tarima muy estropeada. Habían sustituido algunas tablas por trozos de linóleo.
–No ha cambiado usted gran cosa –me dijo, sonriéndome.
–Usted tampoco.
–¿Aún me recuerda?
–La recuerdo muy bien –le dije.
–Qué detalle...
Demoraba en mí una mirada suave.
–Venga...
Me precedió hasta una habitación muy alta de techo y muy espaciosa cuyas ventanas eran esas en que me había fijado desde la calle. Cubría a trechos la tarima, tan estropeada como la del vestíbulo, una alfombra de lana blanca. El sol de otoño que entraba por las ventanas alumbraba la habitación con una claridad ambarina.
–Siéntese...
Me indicó un banco largo, cubierto de almohadones de terciopelo, que estaba pegado a la pared. Se sentó a mi izquierda.
–Qué curioso resulta esto de volver a verlo de forma... tan brusca.
–Pasaba por el barrio –dije.
Me parecía más joven que cuando se asomó a la rendija de la puerta. Ni la mínima arruga en la comisura de los labios, ni alrededor de los ojos ni en la frente y aquel rostro liso contrastaba con el pelo blanco.
–Me da la impresión de que ha cambiado de color de pelo –me aventuré a decir.
–Claro que no..., se me puso el pelo blanco a los veinticinco años... Preferí dejarlo de su color...
Aparte del banco de terciopelo, no había muchos muebles. Una mesa rectangular pegada a la pared de enfrente. Un maniquí viejo entre las dos ventanas, cuyo torso cubría una tela sucia de color beige y cuya presencia insólita traía a la mente un taller de costura. Por lo demás, me llamó la atención, en una esquina de la habitación, una máquina de coser colocada encima de una mesa.
–¿Reconoce el piso? –me preguntó–. Ya ve..., hay cosas que he conservado...
Hizo con el brazo un ademán hacia el maniquí de modista.
–Todo esto lo dejó Denise...
¿Denise?
–No hay grandes cambios, desde luego... –dije.
–¿Y Denise? –me preguntó con tono impaciente–. ¿Qué ha sido de ella?
–Pues hace mucho que no la veo –dije.
–Ah...
Puso cara de decepción y asintió con la cabeza como si se diera cuenta de que no había que volver a mencionar a aquella «Denise». Por discreción.
–En realidad –dije–, ¿hacía mucho que conocía a Denise?
–Sí... La conocí por Léon...
–¿Léon?
–Léon Van Allen.
–Claro, claro –contesté, impresionado por el tono que había puesto, casi de reproche, cuando aquel nombre, «Léon», no me trajo a la mente en el acto al tal «Léon Van Allen».
–¿Y qué es de Léon Van Allen? –pregunté.
–Ah, pues... hace dos o tres años que no sé nada de él... Se fue a la Guayana holandesa, a Paramaribo... Abrió allí un centro de danza.
–¿De danza?
–Sí, antes de trabajar en la costura, Léon había sido bailarín... ¿No lo sabía?
–Sí, sí. Se me había olvidado.
Se echó hacia atrás para apoyar la espalda en la pared y volvió a atarse el cinturón de la bata.
–¿Y de usted qué ha sido?
–Ah..., pues yo..., nada de particular.
–¿Ya no trabaja en la legación de la República Dominicana?
–No.
–¿Se acuerda de cuando me propuso hacerme un pasaporte dominicano...? Decía usted que en la vida había que tomar precauciones y tener siempre varios pasaportes...
Aquel recuerdo la divertía. Soltó una risa breve.
–¿Cuándo supo por última vez de Denise? –le pregunté.
–Se fue usted con ella a Megève y Denise me mandó una notita desde allí. Y, luego, nada más.
Me clavaba una mirada interrogativa, pero lo más seguro era que no se atreviera a preguntarme directamente. ¿Quién era aquella Denise? ¿Había tenido un papel importante en mi vida?
–Figúrese –le dije– que hay momentos en que me da la impresión de que estoy completamente entre niebla... Tengo fallos de memoria... Temporadas de aplanamiento... Así que... al pasar por esta calle... me permití... subir... para intentar recuperar el... el...
Busqué en vano la palabra exacta, pero no tenía importancia alguna, porque ella me sonreía y esa sonrisa indicaba que mi proceder no le extrañaba.
–¿Para recuperar los buenos tiempos, quiere decir?
–Sí. Eso es. Los buenos tiempos...
Cogió una caja dorada de una mesita baja que estaba en uno de los extremos del sofá y la abrió. Estaba llena de cigarrillos.
–No, gracias –le dije.
–¿Ya no fuma? Son cigarrillos ingleses. Me acuerdo de que fumaba cigarrillos ingleses. Cada vez que venía aquí con Denise me traía una bolsa llena de cajetillas de cigarrillos ingleses...
–Anda, pues es verdad...
–Podía conseguir todas las que quisiera en la legación dominicana...
Alargué la mano hacia la caja dorada y cogí un cigarrillo con el pulgar y el índice. Me lo puse en la boca con aprensión. Ella me tendió el mechero tras haber encendido su propio cigarrillo. Tuve que hacer varios intentos hasta conseguir una llama. Aspiré. En el acto un picor muy doloroso me hizo toser.
–He perdido ya la costumbre –le dije.
No sabía cómo librarme de aquel cigarrillo y seguía sujetándolo entre el pulgar y el índice mientras se consumía.
–¿Así que ahora vive en este piso? –le dije.
–Sí. Cuando no volví a tener noticias de Denise me instalé aquí otra vez... Por lo demás, me había dicho antes de irse que podía volver a ocupar el piso...
–¿Antes de irse?
–Sí, claro... Antes de que se fuera con usted a Megève...
Se encogía de hombros como si aquello hubiera debido resultarme evidente.
–Tengo la impresión de que viví muy poco tiempo en este piso...
–Vivió en él unos cuantos meses con Denise...
–¿Y usted vivía aquí antes que nosotros?
Me miró, estupefacta.
–Por supuesto... Era mi piso... Se lo presté a Denise porque tenía que irme de París...
–Disculpe... Estaba distraído.
–Esta casa le resultaba práctica a Denise... Tenía sitio para instalar un taller de costura...
¿Una modista?
–Me pregunto...