Esto es para Jamie
Todas las mañanas, salvo los domingos, la señorita Julie llevaba a Teddy a jugar al parque. A Teddy le encantaban esas salidas diarias. Se llevaba la bicicleta o algún juguete y se divertía mientras la señorita Julie, contenta de quitárselo de encima, chismorreaba con las otras niñeras y coqueteaba con los militares. A Teddy le gustaba más el parque por la mañana, cuando el sol caldeaba el día y el agua saltaba de las fuentes en chorros cristalinos.
–Parece oro, ¿verdad, señorita Julie? –le decía a la niñera vestida de blanco y maquillada con esmero.
–¡Ya me gustaría que lo fuera! –rezongaba la niñera.
La noche anterior al día en que Teddy conoció a la madre de Jamie había llovido, y a la mañana el parque estaba verde y fresco. Aunque eran casi finales de septiembre, parecía una mañana de primavera. Teddy corría por los senderos pavimentados del parque con una fogosidad desatada. Era un indio, un detective, un potentado sin escrúpulos, un príncipe de cuento de hadas; era un ángel, era alguien que escapaba de unos asaltantes a través de la maleza... Pero, antes que nada, era feliz y tenía dos horas enteras para sí mismo.
Estaba jugando con el lazo de cowboy cuando la vio. La mujer se acercó por el sendero y se sentó en uno de los bancos vacíos. Fue el perro que llevaba lo que primero le llamó la atención. Teddy adoraba a los perros. Estaba loco por tener uno, pero papá había dicho que no, porque no quería tener que robar un cachorro, y porque si te hacías con uno ya crecido no iba a ser lo mismo. El perro de la mujer era justo lo que siempre había querido. Era un terrier de pelo duro, apenas mayor que un cachorrillo.
Se acercó despacio, un poco cohibido, y le dio unas palmaditas en la cabeza.
–Buen chico... Sí, señor...
Era lo que decían en las películas y en las historias de aventuras que le leía la señorita Julie.
La mujer levantó la vista. Teddy calculó que sería más o menos de la edad de su madre, pero su madre no tenía el pelo tan bonito. Era como oro, suave y ondulado.
–Es un perro precioso. Me gustaría tener uno igual.
La mujer sonrió, y fue entonces cuando pensó que era muy guapa.
–No es mío –dijo la mujer–. Es de mi hijo pequeño.
También su voz era bonita.
Al oírla a Teddy se le encendieron los ojos.
–¿Tiene un hijo como yo?
–Bueno, es un poco mayor que tú. Tiene nueve años.
Teddy exclamó con entusiasmo:
–Yo tengo ocho. Casi.
Parecía más pequeño. Era bajo para su edad, y de tez muy oscura. No era un chico guapo, pero tenía una cara amistosa y unos modales encantadores.
–¿Cómo se llama su hijo?
–Jamie... Jamie.
Parecía que decirlo la hacía feliz.
Teddy se sentó en el banco al lado de la mujer. El cachorro seguía juguetón, y no paraba de brincarle encima y de arañarle las piernas.
–Siéntate, Frisky –le ordenó la mujer.
–¿Se llama así? –le preguntó Teddy–. Es un nombre genial. Y el perrito es tan bonito. Me gustaría tener un perro; podría traerlo al parque todos los días, y podríamos jugar, y a la noche se sentaría en mi cuarto y podría hablarle a él en lugar de a la señorita Julie. Porque a Frisky no le importaría de qué le hablara, ¿verdad, Frisky?
La mujer lanzó una sonora –y en cierto modo triste– carcajada.
–A lo mejor es por eso por lo que a Jamie le gusta tanto Frisky.
Teddy le hizo mimos al cachorro pegado a su pierna.
–¿Jamie corre con él en el parque, y juega a indios y cosas?
La mujer dejó de sonreír. Desvió la mirada y miró hacia el estanque. Durante un momento, Teddy pensó que estaba furiosa con él.
–No –respondió–. No, no corre con Frisky. Sólo juega con él en el suelo. No puede salir. Por eso saco a Frisky de paseo. Jamie nunca ha estado en el parque... Está enfermo.
–Oh, no lo sabía. –Teddy se sonrojó. De pronto vio que la señorita Julie venía por el sendero, y supo que se enfadaría si lo veía hablando con una desconocida.
–Espero volver a verla –dijo–. Dígale «hola» a Jamie de mi parte. Tengo que irme, pero puede que vuelva a verla mañana si viene al parque, ¿no?
La mujer sonrió. Teddy volvió a pensar en lo guapa y simpática que era. Corrió por el sendero hacia la señorita Julie, que estaba echando migas de pan a las palomas. Miró hacia atrás y gritó:
–¡Adiós, Frisky!
El pelo ondulado de la mujer brilló al sol.
II
Aquella noche volvió a pensar en la mujer y en su hijo Jamie. Si no podía salir era que estaba muy enfermo. Y, mientras estaba en la cama, veía a Frisky una y otra vez. Esperaba que la mujer volviera al parque al día siguiente.
La señorita Julie lo despertó por la mañana con una sacudida y una áspera orden:
–¡Levántate, holgazán! Levántate de esa cama ahora mismo o no irás al parque.
Teddy saltó al instante de la cama y corrió hasta la ventana. Era un día frío y claro, con el olor fresco de la mañana temprana. ¡Hoy se estaría fantástico en el parque!
–¡Yupi, yupi...! –gritó, y se metió corriendo en el cuarto de baño.
–¡Pero qué se supone que le ha entrado ahora a este niño...! –dijo la señorita Julie, presa del desconcierto, siguiendo con la mirada al desbocado Teddy.
Cuando llegaron al parque, Teddy se zafó de la señorita Julie cuando ésta se puso a charlar con otras dos niñeras. Los largos y sinuosos senderos del parque estaban casi desiertos. Se sentía completamente libre y solo. Se internó en la maleza y salió casi en la orilla del estanque, y allí, a cierta distancia, vio a la mujer y al perro.
La mujer levantó la mirada cuando el cachorro se puso a ladrarle a Teddy.
–Hola, Teddy –le saludó afectuosamente la mujer.
A Teddy le gustó que se acordara de él. ¡Qué amable era!
–Hola, hola, Frisky...
Se sentó en el banco, y el perro le saltó encima. Le lamió las manos y le hundió el morro en las costillas.
–Huy –gritó Teddy–. Qué cosquillas.
–Llevo esperándote casi diez minutos –dijo la mujer.
–¿Esperándome? –dijo él, sorprendido y loco de alegría.
–Sí –dijo ella, riendo–. Tengo que volver a casa con Jamie antes de que se acabe el día.
–Sí –dijo Teddy muy deprisa y lleno de contento–. Sí, eso, claro. Apuesto a que Jamie echa de menos a Frisky cuando está aquí en el parque. Si fuera mío, yo nunca dejaría que se me perdiera de vista.
–Pero Jamie no es tan afortunado como tú –dijo la mujer–. No puede correr ni jugar.
Teddy acarició a Frisky, y éste le apretó el hocico frío contra la mejilla caliente. Teddy había oído que, si tenían el morro frío, los perros estaban bien.
–¿Qué es lo que tiene Jamie?
–Oh –respondió ella vagamente–. Una especie de tos; una tos mala.
–Entonces no puede estar tan malo –dijo Teddy, sensatamente–. Yo tengo tos muchas veces, y nunca me he quedado en la cama más de dos o tres días.
La mujer sonrió débilmente. Siguieron sentados en silencio. Teddy acariciaba al cachorro en el regazo, y se moría de ganas de saltar del banco y ponerse a correr con él por la pradera verde, en la que había un cartel que rezaba: PROHIBIDO PISAR EL CÉSPED.
Al poco la mujer se levantó, recogió la correa y se la guardó en la mano.
–Tengo que irme –dijo.
–¿Se va, en serio?
–Me temo que sí. Le he prometido a Jamie que volvería enseguida. Sólo he bajado al quiosco a comprarle unos tebeos. ¡Llamará a la policía si no me doy prisa!
–Oh –dijo Teddy, obsequioso–. Tengo montones de tebeos en casa. Le traeré a Jamie unos cuantos mañana.
–Estupendo –dijo la mujer–. Se lo diré. Le encantan los tebeos.
Echó a andar y se alejó por el sendero.
–Nos vemos aquí mañana; traeré los tebeos –le gritó–. ¡Traeré un montón!
–De acuerdo –le gritó ella, a su vez–. Mañana.
Y mientras la veía desaparecer, Teddy pensó en lo maravilloso que debía de ser tener una madre como ella y un perro como Frisky. Oh, Jamie es un chico con mucha suerte, pensó. Y entonces oyó la voz cortante de la señorita Julie:
–¡Teddy...! ¡Eh..., eh...! Ven aquí ahora mismo. La señorita Julie te ha estado buscando por todas partes. Eres un chico malo y la señorita Julie está muy enfadada contigo.
Teddy se dio la vuelta riendo, corrió hacia ella y, de súbito, mientras corría todo lo rápido que podía, se sintió como un árbol joven ladeado por el viento.
Aquella noche, cuando terminó de cenar y de bañarse, se puso a la tarea de reunir sus tebeos. Los tenía todos en completo desorden dentro del armario, en la caja de cedro y en la estantería. Con excepción de los tebeos de tapas multicolores, su estantería era todo un modelo de literatura solemne: El libro del conocimiento para niños, Jardín de versos para niños, Libros que todo niño debería leer...
Se las arregló para reunir treinta números bastante decentes antes de que su madre y su padre subieran a darle el beso de buenas noches. Su madre llevaba un largo traje de noche floreado, y flores y perfume en el pelo. Adoraba el aroma de las gardenias, de su punzante dulzor. Su padre llevaba esmoquin y sombrero de copa.
–¿Qué vas a hacer con esos tebeos? –le preguntó s...