Panorama de narrativas
eBook - ePub

Panorama de narrativas

  1. 792 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Charlie Croker es dueño de un negocio inmobiliario, ha cumplido los sesenta y tiene una segunda esposa de sólo veintiocho años. Pero la vida de este triunfador se empieza a resquebrajar cuando descubre que no puede devolver el cuantioso crédito que pidió al banco para expandir su imperio de ladrillo. Croker inicia un descenso a los infiernos en el que se cruzará con un joven idealista que soporta con estoicismo los embates de la vida y un abogado negro que ha ascendido socialmente. Tom Wolfe escruta en esta novela las grietas de una de las grandes urbes del Sur: Atlanta. Y lo que emerge es un aquelarre de conflictos raciales, corrupción de los poderes político y eco- nómico, ostentación y sexo...

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Panorama de narrativas de Tom Wolfe, Juan Gabriel López Guix, Juan Gabriel López Guix en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2014
ISBN
9788433934826
Categoría
Literatura

1. MECA DE CHOCOLATE

Durante un rato el tráfico del Freaknic fue avanzando palmo a palmo por Piedmont... palmo a palmo por Piedmont... palmo a palmo por Piedmont... palmo a palmo llegó a la calle 10... y luego subió palmo a palmo la colina situada más allá de la calle 10... subió palmo a palmo hasta la calle 15... y allí se detuvo completa, total e irremediablemente, empantanado, como en una trampa viscosa, en ambos sentidos, hacia el norte y hacia el sur, yendo y viniendo, en los cuatro carriles. Se acabó. Nadie se movía en la avenida Piedmont; a ningún sitio, en ninguno de los sentidos; no a partir de ahí; no a partir de entonces. De pronto, como pilotos saliendo de aviones de combate, empezaron a surgir jóvenes negros de ambos sexos en la penumbra de un anochecer de sábado en Atlanta. Surgían de descapotables, coches trucados, Jeeps, Explorers, de furgonetas y pequeños cupés deportivos baratos y de aspecto destartalado, rancheras, autocaravanas, tres puertas, Nissans Maxima, Hondas Accord, BMW e incluso sedanes estadounidenses corrientes.
Roger Blanco al Cuadrado –y en ese momento ese viejo mote suyo, Roger Blanco al Cuadrado, que lo acompañaba desde la época de Morehouse, apareció, sin ser invitado, en su conciencia–, Roger Blanco al Cuadrado miró a través del limpiaparabrisas de su Lexus, atónito. De la ventanilla del pasajero de un Chevrolet Camaro rojo chillón situado justo delante de él, en el carril de la izquierda, salió la pernera de unos pantalones vaqueros muy desteñidos. Una muchacha. Supo que era una muchacha por el piececito de color caramelo que asomaba de los vaqueros calzado sólo con una sencilla sandalia. A continuación, mucho más deprisa de lo que se tardaría en explicarlo, salió por la ventanilla la cadera, el pequeño culo, el vientre descubierto, el top de tubo, los anchos hombros, el largo y ondulado cabello negro con un soberbio brillo caoba. ¡Jóvenes! Ni siquiera se había molestado en abrir la puerta. Había salido del Camaro como una saltadora de altura deslizándose por encima del listón en una competición de atletismo.
En cuanto los dos pies tocaron la calzada de la avenida Piedmont, empezó a bailar, separando los codos del cuerpo y sacudiéndolos, meneando esas encantadoras caderitas, esos pechos en su top de tubo, esos hombros, esa magnífica melena.
¡SACA EL BUTI! ¡SACA EL BUTI!
Un rap salía retumbando del Camaro a un volumen tan increíble que Roger Blanco al Cuadrado oía cada una de sus vulgares entonaciones incluso con las ventanas del Lexus subidas.
¿CÓMO VOY A DARLE AMOR,
SI SE TIRA A LOS HERMANOS?
... cantaba, salmodiaba, recitaba o como hubiera que llamar a lo que hacía esa voz gutural de un cantante de rap llamado Doctor Jodiendo Doc Doc, si es que no era completamente absurdo llamarlo cantante.
¡SACA EL BUTI! ¡SACA EL BUTI!
... cantaba el coro, que parecía un grupo de maníacos sexuales adictos al crack. Hacía falta ser alguien como Roger Blanco al Cuadrado para pensar que unos maníacos sexuales adictos al crack eran capaces de juntarse y llegar al grado de cooperación necesario para cantar un estribillo, aunque identificó correctamente al Doctor Jodiendo Doc Doc, quien era tan popular que incluso un abogado de cuarenta y dos años como él no lograba expulsarlo del todo de su vida consciente. Sus gustos iban de Mahler a Stravinski, y en Morehouse se habría especializado de buen grado en historia de la música, de no ser porque la historia de la música no se consideraba una especialidad lo bastante importante para un universitario negro que quería entrar en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgia. Todo eso, comprimido en un milisegundo, recorrió también su mente en ese momento.
La muchacha contoneaba las caderas formando un arco exagerado cada vez que los maníacos llegaban al BU de BUTI. Era una preciosidad. Llevaba los vaqueros tan caídos y el top acababa tan arriba que Roger podía ver una buena porción de su preciosa carne color caramelo claro puntuada por un ombligo que parecía un ojito impaciente. La piel era tan clara como la suya, y reconoció el tipo de la chica en el acto. A pesar de las ropas a la moda, se trataba de una sangre azul. Tenía escrito por todo el cuerpo «princesa negra». Sus padres eran sin duda la clásica pareja de profesionales negros de los noventa, de Charlotte, Raleigh, Washington o Baltimore. Bastaba con mirar las pulseras de oro de las muñecas; seguro que habían costado cientos de dólares. Bastaba con mirar las suaves ondulaciones de su melena informal, un corte conocido como Boute-en-Train; que quería decir «el alma de la fiesta», en francés, toma ya; costaba una fortuna; su mujer se había hecho lo mismo en el pelo. Aquella monadita que movía el buti seguramente iba a Howard o quizá a Chapel Hill o a la Universidad de Virginia; pertenecía a la fraternidad Theta Psi. Ah, aquellos jóvenes negros acudían a Atlanta por millares cada mes de abril, durante las vacaciones de primavera, procedentes de las universidades de la zona para celebrar el Freaknic, y ahí estaban en la avenida Piedmont, en el corazón del tercio norte de Atlanta, el tercio blanco, inundando las calles, los parques, los bulevares, invadiendo el centro y la parte media de la ciudad, los paseos comerciales de Buckhead, paralizando el tráfico, incluso en las autopistas 75 y 85, aullando a la luna, que se vuelve chocolate durante el Freaknic, espantando a la Atlanta blanca, forzándolos a encerrarse muertos de miedo en sus casas, donde permanecían encogidos durante tres días, emborrachándolos de futuro. Para esos universitarios negros que sacudían el cuerpo delante del Lexus, eso no era nada diferente de lo que llevaban años haciendo los universitarios blancos en Fort Lauderdale, Daytona, Cancún o dondequiera que fueran en ese momento, salvo que a aquellos chicos y aquellas chicas que estaban ahí delante no les interesaba ninguna playa... Venían a las... calles de Atlanta. Atlanta era su ciudad, el Faro Negro, como la había llamado el alcalde, un setenta por ciento de negros. El alcalde era negro –en realidad, Roger y el alcalde, Wesley Dobbs Jordan, habían sido hermanos de fraternidad (Omega Zeta Zeta) en Morehouse– y doce de los diecinueve concejales eran negros, el jefe de la policía era negro, el jefe de bomberos era negro y casi todos los funcionarios eran negros, el Poder era negro, y la Atlanta blanca gritaba a voz en cuello por culpa del «Freaknik», con k en vez de c, como lo llamaban los periódicos blancos, ignorantes de que Freaknic no era una variación de la palabra (blanca) beatnik, sino de la palabra (neutra) picnic. Gritaban que aquellos juerguistas del Freaknik negro eran maleducados, escandalosos, alborotadores e insolentes, que se emborrachaban como cubas, ensuciaban las calles y orinaban en los jardines de las casas (de los blancos), paralizaban las calles y los centros comerciales y costaban a los comerciantes (blancos) millones de dólares, e incluso que metían tanto ruido que perturbaban los frágiles hábitos de apareamiento de los rinocerontes del jardín zoológico del parque Grant. ¡Los hábitos de apareamiento de los rinocerontes!
Dicho de otro modo, aquellos chicos y chicas negros tenían la audacia de hacer exactamente lo que hacían todos los años los chicos y chicas blancos durante sus vacaciones de primavera. Sí, señor, y la Atlanta blanca gritaba cuanto se le ocurría, excepto, claro está, lo que realmente pensaba, que era: «¡Están en todos lados, están en nuestra parte de la ciudad, hacen lo que les da la real gana... y no podemos pararlos!»
Del otro lado del Camaro apareció el conductor, un chico grande y de aspecto patoso. Un Eclipse de cola chata casi le tocaba el parachoques trasero. Colocó una mano sobre el reborde aerodinámico del maletero del Camaro y –¡jóvenes!– saltó entre los dos coches y aterrizó justo delante de la muchacha. Y en cuanto sus pies tocaron la calzada de la avenida Piedmont se puso a bailar.
¡SACA EL BUTI! ¡SACA EL BUTI!
Era un individuo alto, un poco más oscuro que ella, pero no demasiado. Pasaba lo que en el Faro Negro llamaban la «prueba del cartucho», lo cual significaba que, si uno tenía una piel que no fuese más oscura que los cartuchos marrones de las tiendas de comestibles, cumplía los requisitos para formar parte de la alta sociedad negra y los «debutantes» negros. Llevaba una gorra de béisbol, al revés. Un aro de oro, como de pirata. Una camiseta anaranjada tan grande que las mangas cortas le llegaban hasta los codos y la abertura del cuello dejaba ver la clavícula; los faldones le llegaban más abajo de las caderas, de modo que apenas se veían los holgados shorts vaqueros, cuya entrepierna quedaba a la altura de las rodillas. Calzaba unas enormes zapatillas deportivas negras de las llamadas Frankenstein, con unos adornos como lenguas de goma blanca que ascendían por los lados desde la suela. Barriobajero; ése era el aspecto. Un chico del gueto; pero Roger Blanco al Cuadrado, que llevaba un traje a rayas de estambre gris, una camisa a rayas blancas y azules con un rígido cuello blanco de ballena y una corbata azul marino de seda, no se creía aquella andrajosa indumentaria de gueto: el muchacho era grande, pero estaba bien alimentado y parecía feliz. No tenía los músculos poderosos, los tendones como correas y la mirada recelosa del chico del gueto; en cambio, tenía un Chevrolet Camaro que debía de haberle costado a su padre cerca de veinte mil dólares. No, seguramente era el hijo de alguien que había heredado de su padre la compañía de seguros o el banco negro más antiguo de Memphis, Birmingham, Richmond o –Roger Blanco al Cuadrado miró la matrícula: Kentucky–, de acuerdo, de Louisville. Nuestro cachorro de presidente de la compañía de Louisville, estudiante universitario todavía, ha acudido a Atlanta para pasar los tres días del Freaknic, armar jarana y sentirse como un honrado y auténtico hermano de sangre.
Roger Blanco al Cuadrado miró hacia adelante, hacia la izquierda y hacia atrás, y en todos los sitios a los que dirigió la mirada vio jóvenes negros felices y alegres como aquella pareja sobre la calzada de la avenida Piedmont bailando entre coches, gritándose los unos a los otros, lanzándose latas de cerveza que rebotaban ¡ping! ¡ping! ¡ping! en el suelo, meneando sus jóvenes butis, justo en la entrada del enclave blanco, Ansley Park, y aullando a aquella luna de chocolate. El mismo aire del sábado por la noche en Atlanta estaba impregnado del hechizo lleno de hip hop de la música rap que retumbaba en un millar de radiocasetes...
¡SACA EL BUTI!
... y entonces miró el reloj. ¡Oh, mierda! Eran las siete y cinco, y tenía que estar en una dirección de Habersham Road en Buckhead, una calle que no conocía, a las siete y media. Había salido con mucha antelación porque sabía que era el Freaknic y el tráfico sería un caos, pero en ese momento estaba atrapado en medio de una improvisada fiesta callejera en la avenida Piedmont. Los nervios se apoderaron de él. Era incapaz de decírselo a nadie, ni siquiera a su esposa, pero no soportaba la idea de llegar tarde a una cita; en especial, cuando se trataba de una cita con blancos importantes. Y aquélla era con el entrenador del equipo de fútbol del Tec de Georgia, Buck McNutter, una celebridad en Atlanta, un hombre a quien ni siquiera conocía y que lo había citado un sábado por la tarde, con toda urgencia, reacio incluso a hablar del tema por teléfono. No podía llegar tarde a una cita con un hombre así. ¡No podía! Quizá fuera cobardía por su parte, pero él era así. Una vez, representando a la MoTech Corporation en las negociaciones del estadio de los Pitones de Atlanta, se encontró en una sala de reuniones del Peachtree Center con un montón de abogados y ejecutivos blancos, y todos tuvieron que esperar a Russell Tubbs, a quien conocía muy bien porque también él era negro y abogado. Russ representaba a la ciudad. Uno de aquellos grandes ejecutivos blancos fofos y rubicundos, un auténtico cracker, un auténtico rústico del Sur, se puso a hablar con otro casi tan grande, rubicundo y con los ojos tan rasgados como él; ambos le daban la espalda. No sabían que estaba ahí. Uno de ellos dijo:
–¿Cuándo diablos piensa llegar ese Tubbs?
Y el otro, haciendo una imitación al estilo cracker del acento de un negro, respondió:
–Pues ahora mismo no le puedo dar la respuesta precisa a eso. El señor Tubbs funciona con la HGC.
La Hora de la Gente de Color. El propio Roger Blanco al Cuadrado había repetido aquel viejo y trillado chiste con otros hermanos, pero al oírlo en boca de aquel atocinado fascista blanco le entraron ganas de estrangularlo allí mismo. Sin embargo, no lo estranguló, no... en vez de eso se tragó su indignación... enterita... y se juró a sí mismo que nunca –¡nunca!– llegaría tarde a una cita, sobre todo a una cita con un blanco importante. Y así había sido desde entonces, desde aquel día hasta ese momento... en que se encontraba atrapado en la tarde de un sábado de Freaknic en medio de una fiesta callejera que podía prolongarse eternamente.
Desesperado, Roger Blanco al Cuadrado buscó una salida: la acera. Estaba en el carril de la derecha, el situado junto al bordillo; quizá pudiera subirse a él, avanzar por la acera hasta la calle 10 y salir de algún modo por ahí. Al otro lado de la acera había un muro de contención que, coronado por una cerca con toscos pilares de piedra, ascendía la colina de la avenida Piedmont. Era como un acantilado, contenía una porción de terreno elevado que surgía entre la avenida y el parque Piedmont, que se extendía más allá. Justo por encima del muro era posible ver una estructura baja que desde aquel ángulo parecía el hotel de un complejo turístico en la montañosa zona occidental de Carolina del Norte. Había una terraza y, sobre ésta, un grupo de blancos vestidos de etiqueta. Observaban a los juerguistas del Freaknic.
¡SACA EL BUTI! ¡SACA EL BUTI!
Desde su posición veía las blancas caras de los hombres y los hombros de sus esmóquines. Veía las blancas caras de las mujeres y, en muchos casos, los blancos hombros descubiertos y los canesús de sus vestidos. No sonreían. No estaban contentos. ¡Bango! ¡El Club de Conductores de Piedmont! Eso era aquel edificio por otra parte anodino: ¡el Club de Conductores de Piedmont! ¡En ese momento lo reconoció! El Club de Conductores era el mismísimo sanctasantórum, el mismísimo baluarte del establishment blanco de Atlanta. Se imaginó la escena en el acto. Seguro que aquellos petimetres blancos tenían organizada desde hacía siglos una gran fiesta para la noche de aquel sábado, sin soñar siquiera que coincidiría con el Freaknic. Y en ese instante se había hecho realidad la peor de las pesadillas blancas. Estaban aislados en medio de ella. ¡El Freaknic negr...

Índice

  1. PORTADA
  2. NOTA DEL TRADUCTOR
  3. PRÓLOGO: CAPTÁN CHARLIE
  4. 1. MECA DE CHOCOLATE
  5. 2. LAS ALFORJAS
  6. 3. TERMTINA
  7. 4. HERMANASTROS BEIGES
  8. 5. LA CÁMARA FRIGORÍFICA SUICIDA
  9. 6. EN LA GUARIDA DE LA LUJURIA
  10. 7. HOLA, AHÍ FUERA, 7-ELEVENLANDIA
  11. 8. LA CONFIGURACIÓN DEL TERRENO
  12. 9. LA MUJER SUPERFLUA
  13. 10. EL PERRO ROJO
  14. 11. ¡ESTO... NO ES JUSTO!
  15. 12. LA CUADRA DE REMONTA
  16. 13. EL SECUESTRO
  17. 14. LA BROMA CÓSMICA DE DIOS
  18. 15. LA NEVERA DE GOMA
  19. 16. TE ESTOY ATRÁS
  20. 17. EPICTETO VISITA EL CHABOLO
  21. 18. EL FENÓMENO «¡AJÁ!»
  22. 19. LA PRUEBA
  23. 20. EL EJÉRCITO DE MAI
  24. 21. EL BUCKHEAD DE VERDAD
  25. 22. CHAMBOYA
  26. 23. EL NEGOCIO
  27. 24. LOS HÉROES DEL ESTADIO
  28. 25. DARWELL SCRUGGS, ESTRELLA INVITADA
  29. 26. MANITAS
  30. 27. LA PANTALLA
  31. 28. LA CHISPA DE ZEUS
  32. 29. EPICTETO EN BUCKHEAD
  33. 30. EL TORO Y EL LEÓN
  34. 31. ROGER BLACK
  35. 32. EL DIRECTOR
  36. EPÍLOGO: UN HOMBRE DE MUNDO
  37. CRÉDITOS