Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

  1. 400 páginas
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Es el año 1997, en Inglaterra -los últimos tiempos del gobierno conservador de John Major y los primeros de internet-, y Honor Tait, una famosa periodista que fuera descrita en sus días de gloria y glamour como «alto cociente intelectual con escote bajo», testigo y cronista de acontecimientos históricos (entrevistó a Franco antes del Alzamiento y fue la única periodista presente en la apertura de las puertas de Buchenwald por los aliados), prepara la escena para recibir a una colega mucho más joven que viene a entrevistarla para la revista dominical The Monitor.

Honor, que tiene setenta y nueve años y sigue tan lúcida y feroz como siempre, quita cuadros, esconde fotografías y objetos, hace desaparecer todo aquello que pueda dar pistas sobre su larga y agitada vida pública y privada. Porque, entre otras muchas cosas, se dice de ella que fue la amiga-amante de Jean Cocteau en París, que se casó demasiadas veces, y que iba a las fiestas de Hollywood, cuando Hollywood era una fiesta, con Frank Sinatra o Elizabeth Taylor. Pero HonorTait sólo piensa hablar de su trabajo y de sus libros. No quiere caer en la misma trampa que su amigo Updike, «que fue pillado en calzoncillos».

La entrevistadora es Tamara Sim, veintisiete años, trabajadora free lance en la revista del corazón The Monitor, una hija del proletariado que no ha pisado la universidad pero compensa su ignorancia con ambición e ingenio, alimentados por una cierta desesperación. Necesita ganar más dinero, demostrar que puede ascender del periodismo de vísceras al más refinado de revista dominical, y está dispuesta a todo.

Y sobre los encuentros, desencuentros y malentendidos de estas dos mujeres de diferentes generaciones, clase social y educación, con una ética profesional y una visión del mundo también muy diferentes, se despliega esta espléndida «novela de periodistas», que va de la sátira a la intriga policiaca, de la comicidad a la desolación, y en la que el lector descubrirá que ni Honor es tan olímpica ni Tamara tan rastrera.

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Información

Año
2012
ISBN
9788433933980

1

Londres, 17 de enero de 1997
Tenía dos horas para esconder los secretos de su vida. Cualquier indicio de vanidad, estupidez o algo peor debía ser eliminado. El desorden de la casa no era un problema; la asistenta había puesto remedio a eso por la mañana. Y aunque Honor Tait fuera un poco descuidada por naturaleza, jamás había sido una coleccionista, ni de personas ni de cosas. Los divorcios, la pérdida de un ser querido, un incendio, un carácter nada sentimental y el ritual de viajar con regularidad se habían encargado de que, para una mujer de su edad, los restos del naufragio fueran mínimos. Siempre había viajado muy ligera. En el amor, como en la vida, sólo llevaba equipaje de mano. Así que ¿qué quedaba en su piso de Londres? ¿Qué trasto inútil, qué superviviente accidental del aventar del tiempo podría traicionarla?
Casi sin aliento y presa de un pánico que no era normal en ella, miró a uno y otro lado de la habitación, a los muebles, cuadros y estantes de libros. Casi todo era de Tad, por supuesto. Había sido su apartamento de soltero antes de convertirse en el pied-à-terre del matrimonio. Ahora era su celda de viuda. Él se había ocupado de la casa, en cierto modo. Había comprado cuadros, enmarcado fotografías, elegido cortinas, se había encaprichado de las figuritas de Staffordshire y de la porcelana de Sèvres, había encontrado un singular deleite en la pareja de sucios sillones de orejas que había descubierto en un anticuario de Edimburgo, y se había pasado horas en silencio –como un monje medieval ante sus manuscritos– estudiando con el mayor detenimiento voluminosos muestrarios de telas. Incluso en el mejor momento de su matrimonio, los dos habían considerado Glenbuidhe, más de mil kilómetros al norte, con sus rejuvenecedoras incomodidades, el hogar de ella y Maida Vale1 el de él. Honor, que apenas se había interesado por la decoración del piso, tampoco sintió el deseo de desmantelarlo –de cambiar el escenario, como habría dicho él– cuando Tad murió. Ahora le pedirían cuentas por el afán coleccionista y el gusto dudoso de su difunto marido.
Objetos tan familiares que Honor ni los veía, libros y cuadros acumulados al azar, regalos superfluos y baratijas, impedimenta sentimental, cuidadosamente desempolvados y ordenados por la señora de la limpieza, podrían resultar muy reveladores. Ya se había dicho y escrito demasiado sobre Honor; se habían levantado rumores, informaciones falsas, insinuaciones y tergiversaciones, que sucesivos inquisidores habían perfeccionado y convertido en verdades lapidarias.
Todavía estaba dolida por el artículo de Vogue que Bobby le había convencido que aceptara. Había pasado más de un año, pero aún se ponía furiosa, y se sentía humillada por sus estupideces (¡y aquella fotografía!) cada vez que veía un número de la revista; invariablemente, en estos tiempos, en alguna consulta médica. Insultar, mostrar condescendencia y escribir tantos errores en un texto de trescientas palabras constituían todo un logro. La habían entrevistado en la radio, en Woman’s Hour (tanto alboroto por un espacio de ocho minutos) y con Melvyn en Start the Week, donde Honor había intentado que se la oyera entre un siniestro científico, un clérigo que parecía convencido de seguir en el púlpito, y un novelista con teorías muy excéntricas sobre la protección de los animales.
Más recientemente, había estado en el South Bank Show. (Melvyn de nuevo. ¿Acaso no quedaban más presentadores serios?) Le habían asegurado que el programa se centraría sólo en su trabajo –Honor había dejado claro que no hablaría de su vida personal–, y ella había creído estúpidamente que celebraría «su lugar, como escritora, en el corazón de la historia del siglo XX». Pero ¿en qué había quedado aquello? En un cadáver viejo y marchito hablando en la penumbra de sucesos mundiales que ya no significaban nada para nadie; una temblorosa señorita Havisham recordando una boda que jamás se celebró.1
Habían salpicado la entrevista de imágenes de archivo –en Escocia, París, España, Alemania y Los Ángeles–, con una procesión de artistas, poetas, políticos y mandamases de Hollywood, y, uno tras otro, tres maridos: una síntesis paródica de su vida en seis minutos de parpadeante película. Esforzándose por cumplir su promesa, los responsables del programa se habían abstenido de mencionar familia, maridos o amantes, pero el implacable desfile de imágenes había sido menos discreto.
Los documentalistas habían sacado a la luz una fotografía de Maxime, agitando una boquilla en el aire como la batuta de un director de orquesta, eclipsado por su propia sombra, tan extravagante como Noël Coward, aunque sin su ingenio ni su cordialidad, ni por supuesto su testosterona. Sandor Varga aparecía dos veces: elegante y saturnino, como novio de Honor, en Basilea; y, diez años después, entrado en carnes y dándose aires en Mónaco, en compañía de la mujerzuela menuda y ordinaria por la que la había dejado. Curiosamente, el documental prestaba menos atención a Tad, su tercero y último marido, que a la sobrevalorada actriz Elizabeth Taylor –la voz en off incluía una torpe alusión a la «realeza de Hollywood»–, con la que Honor y Tad se habían fotografiado en una gala de la industria del cine. La obra de Tad estaba representada por dos secuencias de sus películas que resultaban un caramelo envenenado; fuera de contexto, el humor parecía incluso más pueril y forzado, y las veladas referencias sexuales sugerían más represión que liberación. Lo había sentido mucho por él, a salvo de todo aquello en el cementerio de St. Marylebone.
Para mostrar el respeto que inspiraba su carrera profesional aparecían unas imágenes de guerra: trepidantes fotografías en los frentes de Madrid, Polonia, Normandía, Buchenwald, Berlín e Incheon. Unas figuras borrosas atravesaban fugaces la kasba de Argel en la década de 1950 –más material almacenado–, y había una imagen de lo más sensiblera de ella acunando a un bebé asustado en un orfanato de Weimar a finales de la década de 1960.
Los estudiantes húngaros se abalanzaban sobre los tanques soviéticos en 1956 y trece años después (tres segundos en el tiempo absurdamente comprimido de la pantalla) sus compañeros checos los imitaban, mientras que, cruzando dos fronteras, los hijos privilegiados –sobre todo varones– de la burguesía, futuros abogados, académicos, políticos y expertos, jugaban a la revolución en París, dando patadas a los escaparates y lanzando ladrillos y bombas incendiarias contra los proletarios gendarmes.
Una fotografía de Honor, sucia y despeinada, en una trinchera coreana en la década de 1950, recordaba menos a una corresponsal de guerra en acción que a una debutante sorprendida con su mascarilla de belleza. La mayoría de las imágenes, sin embargo, mostraban a una joven deslumbrante y arreglada, con una lustrosa melena cayéndole artísticamente sobre los hombros y una sonrisa de diosa del Olimpo, que parecía desafiar a cualquiera a que no la encontrara hermosa, ni la deseara, ni admirase su inteligencia, ni envidiara su éxito. La yuxtaposición de aquella diosa luminiscente y danzarina con la rígida jubilada de la entrevista filmada conformaba una vanitas exquisitamente cruel: una Ozymandias1 de la edad moderna. Mirad mi obra, poderosos, y desesperad. Los amantes y amigos resucitados por un instante en la pantalla quizá fueran ya fantasmas, barro en descomposición bajo la tierra, o cenizas lanzadas al aire mucho tiempo atrás, pero el espectro más siniestro de todos era Honor Tait, la superviviente, condenada a contemplar, horrorizada, su propia y lenta decrepitud.
La fama se había convertido en algo humillante. Le asombraba que tanta gente pareciera no tener nada mejor que hacer que sentarse boquiabierta ante los programas culturales de televisión que se emitían por las noches. En todas partes la habían reconocido: taxistas, maîtres de restaurantes, tenderos, desconocidos en la inauguración de alguna exposición, transeúntes por la calle. Un obrero con un chaleco naranja, mientras empujaba unos andamios cerca del consultorio de su médico en Wimpole Street, le había dado un golpecito con el casco diciendo: «¡No deje de emborronar cuartillas!»
Luego estaba T. P. Kettering, el profesor universitario que le había bailado el agua ofreciéndose como su «biógrafo oficial» y que, al verse rechazado, había intentado convertirse en su chivato extraoficial. Su libro, publicado por una oscura universidad con un título ridículamente presuntuoso: Veni Vidi: Honor Tait, testigo de la historia, era un pobre collage de recortes de prensa, neutralizado por los abogados y herido de muerte por la orden tácita de Honor de que todo aquel que deseara conservar alguna relación con ella se mantuviera al margen del futuro libro y de su autor. Martha Gellhorn, para disgusto de Honor, había dicho a Kettering unas palabras educadas y falsamente respetuosas. El libro no había tenido una buena crítica. («Hay una biografía apasionante que escribir sobre la extraordinaria Honor Tait, pero este volumen es demasiado insustancial para cumplir ese papel», escribió Bobby en el Telegraph.) Gracias a Dios, el libro había caído en el olvido, al igual que el propio Kettering. La alegría de Honor al enterarse de que, por culpa de su alcoholismo, se había visto rebajado a escribir la autobiografía de un futbolista había rayado en la indecencia.
No podía, sin embargo, quitar su nombre de los índices de las biografías de otras personas, o de los recortes de prensa que habían servido de fuente de información a Kettering. Tampoco podía sacar su trabajo de los archivos. Eran hasta tal punto del dominio público... A aquellas alturas, necesitaba conservar los pocos retazos de dignidad y privacidad que le quedaban.
Tenía que mirar a uno y otro lado de su apartamento como si fuera una extraña, una extraña con mala intención: una periodista. Precisamente para ella no debería ser difícil. Pero estaba vieja y desentrenada: llevaba ocho años sin publicar ningún reportaje original, y el último que había escrito, sobre la grave situación de los refugiados vietnamitas en Hong Kong, lo había rechazado el New Statesman hacía seis meses, con una carta increíblemente servil. El «nuevo periodismo», del que ella había sido un ejemplo en otro tiempo, se había visto sustituido por unas formas aún más novedosas, cuyos principios rectores la llenaban de desconcierto. Como la nouvelle vague del cine francés, o las faldas amplias con cintura de avispa del nuevo look de Dior, el estilo bien definido de nuevo periodismo de Honor Tait –políticamente informado, verazmente imparcial– resultaba tan anticuado como un antimacasar en nuestra irónica edad contemporánea. Sólo los maliciosos, los fanáticos de la nostalgia aficionados a la moda retro y a la estética de la baquelita, apreciaban en cierto modo su forma de enfocar las cosas.
Se quedó en el centro de la habitación: una anciana frágil e inquieta, con el pelo despeinado y una bata raída de seda y cachemira. Recientemente, había empezado a tener un tic esporádico, cierto temblor de la cabeza que parecía acentuarse cuando estaba nerviosa, como ahora, y que transmitía una aprobación entusiasta siempre que ocurría lo contrario. Agarró con la mano izquierda el respaldo de uno de los preciados sillones de orejas de Tad y, recobrando el equilibrio, se volvió lentamente, entrecerrando sus llorosos ojos azules, e intentó mirar el cuarto como si lo viera por primera vez, para leerlo como si escudriñara de manera ilícita el diario íntimo de otra persona.
Empezó por las paredes: cuadros y fotografías. ¿Cuánto tiempo llevaba sin mirarlos realmente? Esa acuarela de olas color verdín y montañas cubiertas de barro. ¿Antrim? ¿El oeste de Escocia? En cualquier caso, no el lago Buidhe. Era demasiado salvaje y abierto para esa cañada tan protegida. Otra de las compras impulsivas de Tad; impecablemente antibiográfica y escandalosamente inútil. A la joven entrevistadora de Honor no le sería fácil sacar conclusiones desdeñosas de aquella vulgar marina, a menos que fuera una entendida en arte, lo cual, dado el nivel de la mayoría de los periodistas actuales, por no decir de la mayoría de los jóvenes, era muy poco probable. Para el traficante de estereotipos precipitados el cuadro podría reflejar cierto gusto por la pintura convencional de un aficionado o la melancolía celta. Una interpretación errónea por completo, pero inocua.
El aparentemente sencillo grabado al aguatinta de Tristán e Isolda podía ser más problemático. Tad se había dado cuenta de eso. Primero había tenido ganas de destruir el dibujo, romperlo en dos con sus manazas, o al meno...

Índice

  1. Portada
  2. ¡La exclusiva!
  3. Agradecimientos
  4. Créditos
  5. Notas