Otra vuelta de tuerca
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Otra vuelta de tuerca

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Otra vuelta de tuerca

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Situada en la posguerra española, ésta es la historia de Kus-Kús, un niño de la alta burguesía del norte, una especie de gnomo que se inserta peligrosamente en el mundo de los adultos; de su extravagante tía Eugenia; de Julián, un criado con «pasado» y un glamour equívoco; de Miss Adelaida Hart, admirable institutriz inglesa; de la abuela Mercedes y de su acompañante y amiga María del Carmen Villacantero; de Manolo, el mozo de la tienda de ultramarinos La Cubana, acreditado semental y asiduo visitante de la tía Eugenia. Una magnífica e insólita novela, escrita con un personalísimo manejo de la ironía y el humor, y una combinación de lenguaje culto y cotidiano que situó a Álvaro Pombo?un francotirador, un outsider, una voz propia? en primera línea de la narrativa española contemporánea después de ganar el I Premio Herralde de Novela.

Situada en la posguerra española, ésta es la historia de Kus-Kús, un niño de la alta burguesía del norte, una especie de gnomo que se inserta peligrosamente en el mundo de los adultos; de su extravagante tía Eugenia; de Julián, un criado con «pasado» y un glamour equívoco; de Miss Adelaida Hart, admirable institutriz inglesa; de la abuela Mercedes y de su acompañante y amiga María del Carmen Villacantero; de Manolo, el mozo de la tienda de ultramarinos La Cubana, acreditado semental y asiduo visitante de la tía Eugenia. Una magnífica e insólita novela, escrita con un personalísimo manejo de la ironía y el humor, y una combinación de lenguaje culto y cotidiano que situó a Álvaro Pombo?un francotirador, un outsider, una voz propia? en primera línea de la narrativa española contemporánea después de ganar el I Premio Herralde de Novela. «Fascinante. Una de las novelas españolas más interesantes y nuevas de los últimos años. Prosa excepcional» (Rafael Conte, El País). «Un placer, la he leído de una sola bocanada» (Robert Saladrigas, La Vanguardia). «Excelente» (Vicente Molina Foix).

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Información

Año
2012
ISBN
9788433933744
Categoría
Literatura

XXII

Pasaron varios días, casi una semana. Es cuestión de días, pensaba Julián todos los días. Y era una reflexión sobria, confortante, que se le ocurría por las mañanas e iba perdiendo intensidad a medida que se acababa el día, hasta volverse casi melancólica, casi triste al ponerse el sol. Ahora que Julián sabía a ciencia cierta que la señorita Eugenia se hallaba dispuesta a protegerle y mantenerle oculto en su propia casa, la idea de verse encarcelado resultaba menos consoladora que cuando equivalía únicamente a verse libre de Rafael y Esther. Julián no creía que la policía hubiera aceptado, sin más, la falsa declaración del otro día; era evidente, sin embargo, que la rotunda mentira de la señorita Eugenia había parado la investigación en seco. Si ella seguía erre que erre, pronto o tarde acabarían dejándolo. Dentro de un par de meses –dentro de un mes, quizá– le habrían olvidado. «Soy fácil de olvidar», se decía Julián, un poco avergonzado de su propia insignificancia. «Además, soy actor. He aprendido a desaparecer. Un actor es un criado que ha aprendido a desaparecer en el acto. Y yo soy un buen criado.» Que su detención, pese a lo anterior, siguiera pareciéndole «cuestión de días» y un tanto melancólica, hacía sonreír a Julián frecuentemente. Parte esencial de todas las melancolías que hacen sonreír con frecuencia, es el profundo apego que siente el melancólico a aquello de que se siente presto a desasirse. Así es como Julián sentía tener que irse de aquel sitio; aquel piso, encaramado entre chimeneas como un monasterio entre abetos, cuyas estancias, como un acontecimiento litúrgico, seguían para él siendo imprevisibles, a pesar de saberlas al dedillo; apenas veía a la señorita Eugenia, apenas se veían. Ningún día recordaba Julián haber intercalado con su sorprendente anfitriona más allá de media docena de frases rutinarias. A la rutina iniciada el primer día sólo había logrado Julián imponer una variación: la de hacer en la cocina, en vez de en la sala, sus comidas. Julián se instalaba ahora en la cocina cada vez que las horas de comer se acercaban. Y ahí, sentado a la mesa, fingía sumirse en un estado de profundísima meditación, hasta que la señorita Eugenia, no atreviéndose a molestarle, dejaba la bandeja sobre la mesa y se retiraba en silencio.
No había vuelto a saberse nada de Esther. El gato iba y venía ahora por la casa con atenuada negrura, con profunda calma. A juicio, quizá, de aquel gato insondable, lo ocurrido entre la señorita Eugenia y su sobrino el último día volvía superfluas sus hieráticas maneras iniciales. No se sentaba ya en la ventana. Devoraba limpiamente tres y hasta cuatro raciones de comida al día. Ahora podía vérsele siempre próximo a Julián; incluso encima de él, o apoyado en él. Ronroneaba con cierta frecuencia; y maullaba, si Julián, distraído, le dejaba fuera de una habitación determinada, y volvía a maullar, una vez dentro, si Julián, nuevamente distraído, olvidaba dejar la puerta entornada. No parecía el mismo gato, aunque seguía siendo un gato distinguido.
No había vuelto a saberse nada de Manolo. La señorita Eugenia –que no había preguntado por él ni una sola vez– iba adquiriendo el aspecto indeciso, quebradizo, obstinado de quienes sufren padecimientos crónicos no muy definidos o muy graves. No parecía sufrir; no podía decirse que pareciera desdichada; únicamente «ida», aunque no desatenta o indiferente a la presencia de su huésped. Julián no podía evitar compararla ahora con lo que recordaba de su propia madre, heterogéneos fragmentos de dos mujeres que apenas encajaban entre sí. Una de aquellas mañanas, muy temprano, apenas habían acabado de dar las siete y media, llamó Esther por teléfono para decir que se largaba. «Julián, Julián, Julián», repetía con el tono acelerado y demente de una mala farsa. «¡Lárgate tú también, como sea, con la pasta o sin ella, lárgate cuanto antes!» Julián tenía la impresión de haber oído aquella frase ya un millón de veces cuando se decidió a interrumpir a Esther y preguntarle de qué diablos hablaba. «La cosa, la cosa –volvió a repetir Esther–, ya todo el mundo andaba hablándolo, no se hablaba de otra cosa, un escándalo público, el mayor escándalo...» Julián se sintió invadido por una pereza y una pasividad absolutas. La voz de Esther parecía provenir de un mundo de agitaciones microscópicas que no le atañían. Por eso ni siquiera se le ocurrió preguntar si la maldita «cosa» era una sola o varias, o si incluía entre sus escandalosas propiedades el hecho de hallarse él mismo oculto donde estaba. Fue, en realidad, una conversación muy corta para lo que solían ser las conversaciones telefónicas de su amiga. Se despidieron precipitadamente, como si alguien les estuviera escuchando, observando.
«Es cuestión de días, Chati, cuestión de días», le dijo al gato al colgar el teléfono. El resto del día transcurrió sin incidentes. Kus-Kús apareció al día siguiente, a mediodía. Ahí estaba, frente a Julián, sin decidirse a entrar en el vestíbulo, interesándose por la salud de su tía como quien recita un texto de memoria. Julián hubiera jurado que le había crecido descomunalmente la cabeza a aquel crío en pocos días. Parecía haber adelgazado; un bozo limoso oscurecía sus mejillas. Y Julián, al mirarle sin querer de arriba abajo, se sintió sobrecogido como por un vómito por aquellos pantalones cortos, de pana clara, que le venían estrechos y que mostraban las articulaciones de las rodillas, las articulaciones lóbregas de un animal maloliente y grande. Consiguió no expresar emoción alguna al decir que la señorita Eugenia estaba bien, gracias a Dios, que se encontraba descansando y que tenía orden de decírselo así al señorito. Aquello pareció satisfacer a Kus-Kús, que se retiró casi inmediatamente después con el ademán inflado de quien acaba de rellenar perfectamente un impreso. ¿Qué tendrá éste en la cabeza? –pensó Julián una vez solo–, ¿qué irá a hacer por fin conmigo? La verdad es que Kus-Kús se había vuelto indescifrable a estas alturas; tal vez él mismo lo sabía y se aprovechaba de ello. Volvió, en cualquier caso, a los dos días, más o menos a la misma hora; y cuando Julián, persuadido ya de que un nuevo encuentro entre tía y sobrino sólo podía tener consecuencias desastrosas, estaba a punto de repetir lo mismo que había dicho la vez anterior, la señorita Eugenia apareció en el vestíbulo e hizo pasar a Kus-Kús.
–¿Te encuentras mejor, tía? Se te ve mejor cara. –KusKús se había sentado en su antiguo sitio del sofá, tras sacudir enérgicamente el almohadón reluciente de pelillos y de siestas del gato, quien por cierto había desaparecido.
–Estoy mucho mejor, Pichusqui, muchas gracias. Muchísimo mejor, no sé por qué. Ya me dijo Julián que habías subido a preguntar por mí, te lo agradecí de todo corazón.
–Yo no soy malo del todo, tía. No soy tan malo como crees, tanto no...
–Yo no creo que seas malo, no lo creo, nunca lo he creído. Eres muy imaginativo, eso sí, como yo, yo también soy imaginativa... La gente cree que somos malos porque somos imaginativos, creen que es malo imaginarse cosas... No sé cómo decirte, cosas raras, rarísimas, que si se les ocurrieran a la gente creerían que son hasta pecado, porque no las pueden aguantar; es por eso, estoy segura de que es por eso, las cosas que a ti y a mí se nos ocurren ellos... ellos no podrían... –Tía Eugenia tartamudeaba ahora; o bien era que se sentía insegura acerca de algo y pareció el titubear un tartamudeo.
–¿Qué es lo que ellos no podrían, tía Eugenia? Ibas a decirlo y te has parado a la mitad. Era muy interesante. ¿Por qué ellos crees tú que no podrían, mientras que nosotros sí? ¿No podrían, qué?
–¡Figúrate que no me acuerdo de qué hablábamos! Cualquier día nos vamos a La Cabra de excursión, los tres, Manolo, tú y yo. ¿Qué te parece? Estuve ayer pensándolo el día entero, nos llevamos la merienda, igual da que sea invierno...
–Ya no es invierno, tía; es primavera, hace más de un mes que es primavera, ya casi es junio..., ¿no lo ves tú misma? Están encima los exámenes...
–Si Manolo no se atreve, tendré que ir yo sola; él no lo reconoce, pero yo creo que le da miedo embarcarse. Te advierto que yo comprendo que se tenga miedo, el mar da miedo a veces, por tranquilo que esté, por poco fuera que se salga, da miedo algunas veces. Yo creo que eso es lo que le pasa...
–Será marica –dijo Kus-Kús, por decir algo.
Esta vez era verdad que Kus-Kús simplemente dijo aquello por decir, porque se le ocurrió ese comentario en lugar de otro. Tía Eugenia se había quedado muy callada. Kus-Kús se sintió a gusto, como adormilado, seguro de sí mismo. La voz de su tía, un poco temblorosa, adormecía la sala entera al borde resplandeciente del verano. Kus-Kús miró en torno suyo pensando que olía a nardos. Bostezó un par de veces. Deseó que nada hubiese sucedido, que nada fuese a suceder de ahora en adelante. Era una sensación flotante, difusa, parecida a la que se tiene después de haber aprobado un examen, al desnudarse en la playa. Como un escalofrío, más o menos. Y contempló a su tía que, fruncido un poco el ceño como si tratara de acordarse de algo, le estaba mirando fijamente. Hay que protegerla, pensó Kus-Kús, cuidarla y protegerla, yo soy su protector natural al fin y al cabo, el único que tiene. Y se sentía enardecido y purificado pensando eso. Y sonrió, sin ver que, empujando con la cabeza y con una de las patas delanteras la puerta de la sala, iba entrando, fosforescente, el gato.
–¿Por qué dices eso? –preguntó tía Eugenia, repentinamente.
–¿Cuál eso?, ¿por qué digo qué? No sé a qué te refieres... –ronroneó Kus-Kús, que se sentía seguro de haber hecho aquellas preguntas con un tono adecuado: benevolente leve, de hombre maduro, de hombre tranquilo y sabio.
–Eso que has dicho, lo que has dicho que sería, a lo mejor, Manolo..., lo de que si es mariquita..., ¿por qué dices esas cosas?
–Porque a lo mejor lo es; no tiene nada de particular, hay a patadas; en el colegio mismo los hay, sin ir más lejos; en los váteres los he visto yo, entre clase y clase; los han echado del colegio, no te creas que eso se consiente, los han echado a algunos, a bastantes... Podría ser también Manolo, podría serlo, ¿qué más da?, ser maricón, como Julián...
–De Manolo, no. Déjale a él... No digas eso de Manolo –murmuró tía Eugenia.
–¿Pero Manolo no es así, guapín, también así guapín como son todos? Yo creí que te gustaba a ti por eso...
–Eres un niño cruel, no sé si te das cuenta, no sé si tienes tú la culpa, o quién la tiene; pero lo eres. Eres muy cruel –dijo tía Eugenia secamente, sin alzar la voz apenas.
Kus-Kús había palidecido; y a medida que la palabra «cruel» reaparecía en la frase sonaba más y más injusta, más dura y más odiosa. Kus-Kús se había quedado muy quieto, como agazapado dentro de su alma. Transcurrió así un largo rato. Tía Eugenia, con los ojos cerrados, apoyaba la nuca en el respaldo del sofá; tenía el aire desmadejado y voluminoso de una mujer desmayada. Kus-Kús había llegado ya a la puerta cuando tía Eugenia abrió los ojos. A sus pies, como una figura de porcelana vigorosamente elaborada, estaba el gato. Los dos se miraron. Por un instante pareció que nada ocurriría. Pareció que KusKús iba a decir sencillamente adiós desde la puerta. E irse. En vez de eso, dijo:
–Ahora lo vas a ver, lo cruel que soy, ahora mismo.
Kus-Kús creyó, al salir, que su resentimiento, su deseo de herir a tía Eugenia y de vengarse, no se interrumpiría ya; creyó que en su conciencia se haría un gran vacío durante todo el tiempo que durara la ejecución de la acción que había anunciado. Pero ocurrió que se detuvo en el descansillo del piso que quedaba justo debajo del piso de tía Eugenia. Sintió que se detenía como si alguien le hiciera detenerse y se viera forzado a disimular sus sentimientos, su ira, por pura cortesía. Frente a la puerta de aquel piso que era puro recuerdo objetivado; que era también un piso hermoso; incluso más hermoso que el de la señorita Eugenia; que era propiedad de la abuela Mercedes, quien lo alquilaba los veranos poniendo un anuncio en ABC, nunca el mismo anuncio, nunca –que se sepados veranos seguidos los mismos inquilinos; nunca la misma renta: siempre el doble, por más que el piso con sus nueve meses de abandono anual y sus tres meses de verse lleno hasta los topes, más el efecto retroactivo de ambas cosas cantando en las cretonas, no duplicara, a imagen y semejanza de su alquiler, su encanto; todo aquello que provenía casi todo de recuerdos de descripciones de tía Eugenia se le impuso a Kus-Kús en aquel momento con la fuerza de una obligación ineludible. Únicamente eran recuerdos, sí; pero ahí estaban y Kus-Kús se veía obligado a recordarlos, a acordarse de tía Eugenia y de sí mismo por culpa de ellos. Era la historia de la renta siempre duplicada, que tía Eugenia no se cansaba nunca de contar; las historias de los avisos e instrucciones de puño y letra de la abuela clavados con chinchetas, como edictos, como suras; y los grifos rotos que la abuela juraba haber reparado sin haber tenido jamás intención de reparar y que o bien goteaban incesantes o bien gargajeaban sopetones de agua pimentón..., cosas que contaba tía Eugenia por las tardes, cuando el otoño lo ocupaba todo y el piso de abajo se había ya desocupado y las vicisitudes y las últimas noticias de los últimos inquilinos estivales decrecían y crecían a la vez, como un verano inagotable, leído; multiplicado por el azul ya alto, esmerilado y triste de los primeros días, anémonas de jerséis y de clases y olor a naftalina y libros nuevos, con más horas en casa y menos botes en la dársena; cuando al anochecer la chita de las ánimas tamborileaba en los aleros, en los cristales negros, y tía Eugenia se echaba sobre los hombros un chaquetón de hombre azul marino para estar en casa y los dos juntos, tía Eugenia y él, recorrían el atlas en busca de archipiélagos, o el mar de los Sargazos, o el mar de las Tortugas por donde la propia tía Eugenia decía haber navegado; y el olor de manzanas recién asadas a la hora del té... en casa de tía Eugenia.
Manolo chocó contra Kus-Kús en aquel momento; Kus-Kús, perdido el equilibrio, se cayó de culo; Manolo se sentó junto a él; las espaldas de los dos descansando contra la puerta de aquel piso. Por la claraboya aún se colaban reflejos sedosos y cabeceantes de una pleamar que aquella tarde había crecido al paso del atardecer pausado.
–¡Madre, qué culada! –exclamó Manolo, un poco por resumir la situación–. ¿No me veías que subía? ¡Tuviste que verme!
–No me fijé. Pensé que era alguien que bajaba. También podía ser alguien que bajaba, ¿no? Estaba en otra cosa, pensando en otra cosa. Oí el ruido sin fijarme. Todos los ruidos son iguales... –concluyó Kus-Kús, altivamente.
–Bueno, según... –comentó Manolo.
–Ni según, ni nada. Todos iguales. El ruido es lo más inferior que hay, lo más bajo que hay; hacer ruido es de animales, de cerdos; los cerdos hacen una bestialidad de ruido...
–¡Y los canarios, no te fastidia! Ruidos, ruidos, hay muchos diferentes; dice mi padre que hasta las pulgas cuando brincan hacen ruido; mi padre dice que hasta un pelo que se cae hace ruido, un pelo del pelo, ¡o sea que fíjate...!
–Será que está tísico tu padre; eso se llama oído de tísico.
–Tísico, no creo. Lo que tiene, joder, es una úlcera que le salió en el frente de comer tanta rata y tanta mierda...
Manolo interrumpió bruscamente la conversación que la culada de Kus-Kús había espontáneamente facilitado entre ellos, para decir con un tono de voz más grave, más convencional y cauteloso que no cuadraba del todo con su aspecto:
–Oye, aquí estamos en confianza, ¿no?, vamos, yo me refiero por tu tía, por la señorita Eugenia, mejor dicho.
–En confianza estarás tú, ¿yo, por qué?
–¡Hombre, no sé! Yo lo decía por tu tía, o sea por ella, que los dos la conocemos...
–Yo no tengo por qué darte a ti confianzas; ni a ti ni a nadie y, además, a ti al que menos.
Kus-Kús se estaba divirtiendo. Tuvo que reconocerlo ante sí mismo muy deprisa porque a la vez resultaba evidente para él mismo y contrario a todo lo que él mismo hubiera dicho en abstracto acerca de lo que él mismo sentiría en una ocasión semejante. Manolo le hacía gracia. Y es verdad que es guapo, pensó. Aunque apenas, a la luz de la claraboya, distinguía ya a su compañero. Pensó que era una lástima haberse conocido de aquel modo, con tía Eugenia siempre en medio, confundiéndolo todo, volviéndolo todo cosa de mujeres. La repentina presencia de estas ideas junto con los recuerdos de la tía Eugenia de otros tiempos y el deseo de vengarse y de herirla (que, a pesar de todo, no había disminuido), hizo que Kus-Kús repitiera con un cierto tono desenfadado, casi coqueteando:
–Yo no tengo por qué darte confianzas. A ti al que menos, así que ya lo sabes...
–¡Cómo eres, joder! ¿Yo te he hecho algo? A ti no te he hecho nada, que yo sepa. A ver, ¿te he hecho algo yo?
–A mí, nada. Y por eso mismo, porque tú conmigo no tienes que ver nada, pues eso..., lo que te acabo de decir. A ti al que menos, además. Eso, además.
–Habéis reñido por mi culpa –dijo Manolo, a quien el nuevo ...

Índice

  1. Portada
  2. Capítulo I
  3. Capítulo II
  4. Capítulo III
  5. Capítulo IV
  6. Capítulo V
  7. Capítulo VI
  8. Capítulo VII
  9. Capítulo VIII
  10. Capítulo IX
  11. Capítulo X
  12. Capítulo XI
  13. Capítulo XII
  14. Capítulo XIII
  15. Capítulo XIV
  16. Capítulo XV
  17. Capítulo XVI
  18. Capítulo XVII
  19. Capítulo XVIII
  20. Capítulo XIX
  21. Capítulo XX
  22. Capítulo XXI
  23. Capítulo XXII
  24. Créditos