Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

  1. 344 páginas
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Panorama de narrativas

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California. Verano de 1969. Evie, una adolescente insegura y solitaria a punto de adentrarse en el incierto mundo de los adultos, se fija en un grupo de chicas en un parque: visten de un modo descuidado, van descalzas y parecen vivir felices y despreocupadas, al margen de las normas. Días después, un encuentro fortuito propiciará que una de esas chicas?Suzanne, unos años mayor que ella? la invite a acompañarlas. Viven en un rancho solitario y forman parte de una comuna que gira alrededor de Russell, músico frustrado, carismático, manipulador, líder, gurú. Fascinada y perpleja, Evie se sumerge en una espiral de drogas psicodélicas y amor libre, de manipulación mental y sexual, que le hará perder el contacto con su familia y con el mundo exterior. Y la deriva de esa comuna que deviene secta dominada por una creciente paranoia desembocará en un acto de violencia bestial, extremo? Esta novela es obra de una debutante que, dada su juventud, ha dejado boquiabierta a la crítica por la inusitada madurez con la que cincela la compleja psicología de sus personajes. Emma Cline construye un retrato excepcional de la fragilidad adolescente y del tormentoso proceso de hacerse adulto. También aborda el tema de la culpa y las decisiones que nos marcarán toda la vida. Y recrea aquellos años de paz y amor, de idealismo hippie, en los que germinaba un lado oscuro, muy oscuro. La autora se inspira libremente en un episodio célebre de la crónica negra americana: la matanza perpetrada por Charles Manson y su clan. Pero lo que le interesa no es la figura del psicópata demoniaco, sino algo mucho más perturbador: aquellas chicas angelicales que cometieron un crimen atroz y sin embargo durante el juicio no perdían la sonrisa? Sobre ellas?¿qué les llevó a traspasar los límites?, ¿cuáles fueron las consecuencias de unos actos que las perseguirán siempre?? versa esta novela que deslumbra e inquieta.

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Información

Año
2016
ISBN
9788433928078
Categoría
Literatura

Segunda parte

1969

6

Mi padre se había encargado siempre del cuidado de la piscina: tamizaba la superficie con una red y amontonaba las hojas mojadas en una pila. Con unos viales de colores comprobaba los niveles de cloro. Nunca había sido muy regular con el mantenimiento, pero desde que se había marchado la piscina estaba fatal. Las salamandras holgazaneaban alrededor del filtro. Cuando me impulsaba a lo largo del borde, notaba una resistencia pesada, la porquería dispersándose a mi paso. Mi madre estaba en el grupo. Había olvidado la promesa de comprarme un bañador nuevo, así que llevaba puesto el viejo, el naranja: desteñido como un melón cantalupo, las costuras fruncidas y abiertas en torno a las piernas. La parte de arriba era demasiado pequeña, pero aquella extensión adulta de escote me encantaba.
Sólo había pasado una semana desde la fiesta del solsticio, y ya había vuelto al rancho, y ya estaba robando dinero para Suzanne, billete a billete. Me gusta imaginar que hizo falta más tiempo. Que hubo que convencerme a lo largo de meses, vencer mis resistencias poco a poco. Cortejarme como a una enamorada en San Valentín. Pero fui un objetivo entusiasta, ansioso por entregarse.
Seguí meciéndome en el agua; las algas moteaban los pelos de mis piernas atraídas como limaduras a un imán. Un periódico abandonado y arrugado en el asiento de una silla del jardín. Las hojas de los árboles, plateadas, tenían el brillo de las lentejuelas, como escamas, todo inundado del calor perezoso de junio. ¿Los árboles que rodeaban mi casa habían sido siempre así, tan extraños y acuáticos? ¿O acaso todo estaba cambiando ya para mí, y el tenderete estúpido del mundo normal se estaba transformando en los escenarios exuberantes de una vida distinta?
Suzanne me había llevado a casa la mañana siguiente al solsticio; mi bicicleta iba en el asiento de atrás. Tenía la boca reseca y rara de tanto fumar, y la ropa estaba rancia por mi cuerpo y olía a ceniza. Fui quitándome briznas de paja del pelo: una huella de la noche anterior que me hacía ilusión, como un sello en el pasaporte. Había sucedido, después de todo, y yo conservaba un vívido catálogo de datos felices: estar sentada al lado de Suzanne, nuestro silencio amigable. El orgullo perverso de haber estado con Russell. Me deleitaba repasando los hechos del acto, incluso las partes confusas o aburridas. Algún que otro momento de calma mientras Russell se la ponía dura. Había cierto poder en la crudeza de las funciones humanas. Como me había explicado Russell: nuestro cuerpo podía impulsarnos a través de los bloqueos, si se lo permitíamos.
Suzanne no dejó de fumar mientras conducía, y de vez en cuando me pasaba el cigarrillo en un sereno ritual. El silencio entre nosotras no era tenso ni incómodo. Fuera del coche, pasaban como una exhalación los olivos, la tierra agostada del verano. Canales a lo lejos, avanzando cenagosos hacia el mar. Suzanne cambiaba la emisora sin parar, hasta que al final apagó la radio bruscamente.
–Necesitamos gasolina –anunció.
Necesitamos, repetí en silencio, necesitamos gasolina.
Suzanne se paró en una estación de Texaco, desierta salvo por una camioneta turquesa y blanca con un remolque de barco enganchado.
–Pásame una tarjeta –me dijo, con un gesto hacia la guantera.
Bregué para abrirla y cayó un revoltijo de tarjetas de crédito. Todas con nombres distintos.
–La azul –dijo. Parecía impaciente. Cuando le pasé la tarjeta, percibió mi confusión–. Nos las da la gente. O las cogemos. –Acarició la tarjeta azul–: Ésta por ejemplo es de Donna. Se la robó a su madre.
–¿La tarjeta de gasolina de su madre?
–Nos salvó el pellejo... Nos habríamos muerto de hambre –dijo. Me echó una mirada–. Tú mangaste el papel de váter, ¿no?
Me puse roja cuando lo mencionó. Tal vez supiera que había mentido, pero no pude deducirlo de su hermética expresión. Tal vez no.
–Además –prosiguió–, es mejor que lo que harían ellos: más mierda, más cosas, más yo, yo, yo. Russell está intentando ayudar a la gente. Él no juzga, no es su rollo. A él le da igual que seas rico o pobre.
Tenía cierta lógica, lo que decía Suzanne. Sólo trataban de equilibrar las fuerzas del mundo.
–Es ego –continuó, apoyada contra el coche pero sin perder de vista el indicador de gasolina: ninguno de ellos llenaba nunca más de un cuarto de depósito–. El dinero es ego, y la gente no lo suelta. Quieren protegerse a sí mismos, se aferran a él como si fuera una manta. No se dan cuenta de que los tiene esclavizados. Es enfermizo. –Se rió–. Lo gracioso es que en cuanto renuncias a todo, en cuanto dices, Ten, cógelo, es cuando realmente lo tienes todo.
Habían detenido a una del grupo por hurgar en los contenedores en una incursión en las basuras, y Suzanne se indignó, contándome la historia mientras cogía de nuevo la carretera.
–Cada vez hay más y más tiendas al tanto. Qué gilipollez. Tiran algo a la basura y lo quieren igualmente. Eso es América.
–Es una gilipollez. –El tono de la palabra sonó raro en mis labios.
–Ya encontraremos algo, pronto. –Echó un vistazo por el retrovisor–. Vamos justos de dinero. Pero no hay manera de escapar de ello. Seguramente no sabes lo que es eso.
No lo dijo con desdén, en realidad: lo dijo como si sólo estuviese exponiendo los hechos. Constatando la realidad con afable indiferencia. Ahí es cuando me vino la idea, completamente formada, como si hubiese llegado a ella yo misma. Y eso es lo que parecía, la solución exacta, una baratija brillando al alcance de la mano.
–Yo podría conseguir algo de dinero –dije, retrayéndome después ante mi entusiasmo–. Mi madre se deja siempre el bolso por ahí.
Era verdad. Estaba siempre encontrándome dinero: en los cajones, sobre las mesas, olvidado en el lavamanos del baño. Yo tenía una asignación, pero mi madre a menudo me daba algo más, como por casualidad, o bien hacía un gesto vago en dirección al bolso. «Coge lo que necesites», me decía. Y yo nunca había cogido más de lo que debía, y siempre me preocupaba de devolver el cambio.
–Oh, no –respondió Suzanne, tirando lo que quedaba de cigarrillo por la ventana–. No tienes por qué hacer eso. Pero eres un encanto. Es muy amable por tu parte ofrecerte.
–Yo quiero.
Ella frunció los labios, fingiendo incertidumbre, lo que desató una contienda en mi estómago.
–No quiero que hagas algo que no quieres hacer. –Rió un poco–. Ése no es mi rollo.
–Pero yo sí quiero. Quiero ayudar.
Suzanne se quedó callada un momento; luego sonrió sin mirarme.
–Vale –dijo. No me pasó inadvertido el examen que contenía su voz–. Si quieres ayudar, ayuda.
La tarea me convirtió en una espía en casa de mi madre, y a mi madre en la presa incauta. Llegué incluso a disculparme por nuestra pelea cuando me topé con ella esa noche en la quietud del pasillo. Mi madre hizo un leve gesto de indiferencia, pero aceptó mis disculpas y sonrió con valentía. Me habría molestado, normalmente, esa sonrisa valiente e indecisa, pero mi nuevo yo agachó la cabeza con servil arrepentimiento. Estaba imitando a una hija, actuando como lo haría una hija. Una parte de mí estaba encantada con todo ese conocimiento que mantenía fuera de su alcance, con el hecho de que, cada vez que la miraba o le hablaba, estaba mintiendo. La noche con Russell, el rancho, el espacio secreto que me había hecho aparte. Mi madre podía quedarse con la cáscara de mi vida pasada, con todos los restos resecos.
–Has vuelto muy temprano –me dijo–. Pensaba que te quedarías a dormir en casa de Connie otra vez.
–No tenía ganas.
Era extraño acordarse de Connie, ser devuelta de golpe al mundo normal. Incluso me había sorprendido sentir el deseo corriente de comer. Quería que el mundo se reordenara de manera visible en torno al cambio, como un remiendo bordeando un roto.
Mi madre se relajó.
–Me alegro, porque quería pasar un rato contigo. Sólo nosotras dos. Ya hace tiempo, ¿eh? Podría preparar filetes stroganoff. O albóndigas. ¿Qué te parece?
Yo desconfiaba de su oferta: ella nunca compraba comida a no ser que yo le dejara una nota para cuando volviese del grupo. Y hacía siglos que no comíamos carne. Sal le había dicho a mi madre que comer carne era comer miedo, y que ingerir miedo te hacía engordar.
–Las albóndigas están bien –accedí.
No quise ver lo feliz que la hacía.
Mi madre encendió la radio de la cocina, en la que sonaron la clase de canciones dulces y ligeras que me encantaban de niña. Anillos de diamantes, arroyos frescos, manzanos. Si Suzanne o incluso Connie me pillaran escuchando ese tipo de música, me daría vergüenza –era muy insulsa, y alegre, y anticuada–, pero yo sentía un amor privado y reacio por esas canciones, mi madre cantando las partes que se sabía, sonrosada por el entusiasmo teatral; era fácil caer en las redes de su atolondramiento. Su postura había sido moldeada por años de exhibiciones de equitación en la adolescencia, sonriendo a lomos de lustrosos caballos árabes, las luces de la hípica reflejadas en el manto de pedrería falsa del cuello de la chaqueta. Me resultaba tan misteriosa, de pequeña... La timidez que sentía viéndola caminar por la casa, arrastrando los pies en sus zapatillas de noche. El cajón de las joyas, cuya procedencia le hice explicarme, pieza a pieza, como un poema.
La casa limpia, las ventanas seccionando la noche oscura, las alfombras afelpadas bajo mis pies descalzos. Eso era lo contrario del rancho, y supuse que debería sentirme culpable, que estaba mal estar así de cómoda, querer comer esa comida con mi madre en la corrección de nuestra ordenada cocina. ¿Qué estarían haciendo Suzanne y los demás en ese mismo momento? De pronto costaba imaginarlo.
–¿Qué tal está Connie? –preguntó mi madre, hojeando sus recetas manuscritas.
–Bien. –Seguramente lo estaba. Viendo cómo se le juntaba la porquería en los aparatos a May Lopes.
–Ya sabes que puede venir siempre que quiera. Habéis pasado un montón de tiempo en su casa últimamente.
–A su padre no le importa.
–La echo de menos –dijo, a pesar de que Connie siempre la había desconcertado, como una tía soltera a la que apenas soportara–. Tendríamos que hacer un viajecito a Palm Springs o algo. –Estaba claro que había estado esperando el momento de ofrecerlo–. Podrías invitar a Connie, si quieres.
–No sé.
Estaría bien. Connie y yo dándonos empujones en el asiento de atrás, con un sol asfixiante y bebiendo batidos de la granja de dátiles de las afueras de Indio.
–Mmm –murmuró–. Podríamos ir una semana de éstas. Pero ¿sabes, cariño? –una pausa–, a lo mejor también vendría Frank.
–No voy a ir de viaje contigo y con tu novio.
Ella intentó sonreír, pero me di cuenta de que no lo estaba diciendo todo. La radio estaba demasiado alta.
–Cariño –empezó a decir–. ¿Cómo vamos a vivir juntos algún día si...?
–¿Qué? –Me dio rabia que me saliera automáticamente una voz de mocosa que eliminó cualquier autoridad.
–No ya mismo, desde luego. –Frunció los labios–. Pero si Frank se viene aquí...
–Yo también vivo aquí –le dije–. ¿Ibas a dejar que se mudara un día, sin ni siquiera decírmelo?
–Tienes catorce años.
–Esto es una gilipollez.
–¡Eh! ¡Cuidado! –advirtió, y escondió las manos en las axilas–. No sé por qué estás siendo tan maleducada, pero tienes que dejarlo, y ya.
La proximidad de la cara suplicante de mi madre, su disgusto manifiesto, atizaron una repugnancia biológica hacia ella, como cuando olía el bramido del hierro en el baño y sabía que tenía la regla.
–Estoy intentando hacer algo bonito, invitando a tu amiga a que se venga. ¿Podrías darme un respiro?
Yo me reí, pero era una risa que rezumaba la náusea de la traición. Por eso había querido hacer la cena. Y ahora me sentía peor, porque me había contentado muy fácilmente.
–Frank es un gilipollas.
Se le encendió la cara, pero se obligó a mantener la calma.
–Cuidado con tu actitud. Esto es mi vida, ¿entiendes? Estoy intentando ser un poquito feliz, y tienes que dejarme. ¿Puedes?
Se merecía esa vida mortecina que tenía, esas incertidumbres infantiles y escuálidas.
–Está bien –le dije–. Está bien. Buena suerte con Frank.
Afiló la mirada.
–¿Qué significa eso?
–Olvídalo.
Me llegó el olor de la carne cruda alcanzando la temperatura ambiente, un deje punzante de metal frío. Se me hizo un nudo en el estómago.
–Ya no tengo hambre –dije, y la dejé plantada en la cocina.
En la radio seguían sonando canciones de primeros amores...

Índice

  1. Portada
  2. Primera parte
  3. Segunda parte
  4. Tercera parte
  5. Cuarta parte
  6. Agradecimientos
  7. Créditos