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La primera novela de Delphine de Vigan, publicada en el año 2001 con el pseudónimo de Lou Delvig por razones familiares, cuenta, en una intensa e inquietante primera persona, la historia de una joven anoréxica de diecinueve años.

El relato que Laure hace en su diario de un cuerpo al borde de la muerte, un cuerpo vaciado que se hiela de frío durante sus primeros días en el hospital, con sus treinta y seis kilos de peso y su metro setenta y cinco, es verosímil y perturbador. Desde las primeras líneas de la novela el lector se sumerge en la historia sobrecogedora de una verdadera metamorfosis. Acompaña a la joven a través de su recuperación y de su aprendizaje: volver a comer es aprender a ingerir los alimentos pero, ante todo, a sentirse poseedora de un cuerpo susceptible de despertar el deseo del otro. En el hospital, Laure establece una intensa relación de transferencia con el doctor Brunel que será determinante para su recuperación. Él inventa historias sólo para ella; y la joven va desgranando detalles de su biografía que acercan al personaje a la propia Delphine de Vigan, y a Nada se opone a la noche, su fascinante biografía novelada.

Y aun pudiendo ser leída como parte de aquella turbadora, apasionante saga familiar, esta novela de trama mínima es también una poderosa bildungsroman, un despertar a la vida y al amor, donde el viaje de su protagonista es interior y se desarrolla entre las cuatro paredes de un hospital.

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Información

Año
2013
ISBN
9788433927934
Categoría
Literatura

IX

«¿Qué prefieres, a papá o un yogur?»
Era una pregunta ritual. Desde niña. Tenía muchas más en la cabeza, ¿prefieres a papá o a mamá, prefieres a papá o a la maestra, a papá o a Louise, a papá o al resto del mundo? Él siempre ha opinado que Laure comía demasiados yogures. Parece ser que comer tantos descalcifica.
Nunca le basta ese amor que le dan. A su padre le hace sufrir que lo quieran poco, le hace sufrir ese vacío que abre a su alrededor, poco a poco, a su pesar. Sufre un mal extraño, un mal que también lo corroe a él. Su padre lo destruye todo, los afectos, los sentimientos.
Laure conoció a la señora Bauer una noche en que ésta entró en su habitación diciéndole que tenía calcetines muy bonitos. Calcetines de tenis. Alguien le había dicho que «la niña del final del pasillo tenía galletas redondas». Y, precisamente, la señora Bauer tenía un huequecito en el estómago. Laure sacó su reserva de magdalenas, petits Lu, gaufrettes y otras galletas de pura mantequilla, las hay para todos los gustos, elija usted misma. La señora Bauer la miró agradecidísima. Con su bata raída no lo parece, pero fue Miss Austria en 1935. Se ha disculpado de estar tan vieja y tan desaliñada.
Desde entonces, la señora Bauer no pierde la ocasión de enseñarle su foto de Miss Austria. Acude todos los días a echar mano de la reserva de Laure. Siempre se equivoca de puerta cuando quiere volver a su habitación y no para de disculparse. Le preocupa la decencia de los camisones que le suministra el hospital. A Laure le da pena la soledad que desprenden sus chinelas y su cuerpo ajado, que se aprecia a través de la bata. Laure sabe hasta qué punto el término «gastroenterología» oculta a una tribu heterogénea y disparatada. Toxicómanos, ulcerosos, anoréxicos, inadaptados y achacosos de toda laya gimotean a una. Lo hacen porque están hasta el gorro de todo o por pura decrepitud. La señora Bauer comparte la habitación con otra anciana a quien se oye chillar desde la otra punta del pasillo. Una suerte de tirana de la tercera edad que se pasa el día espetándole órdenes contradictorias que la señora Bauer ejecuta sin chistar, con extrema amabilidad, disculpándose continuamente por no ser más rápida o por no encontrar el pequeño chal rojo que la otra le manda que le traiga ipso facto. Al no poder salir de la cama, la vieja habla o gime de continuo, esté o no esté la señora Bauer en la habitación. Monólogos entrecortados de gritos que invaden el pasillo por la puerta permanentemente abierta. Reclama la chata, a las enfermeras, a los médicos, a la celadora, prodiga sagaces consejos a amigos imaginarios suspendidos al borde de un precipicio, sobre todo no mires para abajo, no mires, da un paso a un lado, despacito, agárrate a la roca, a tu izquierda, apóyate en el pie, ¿me oyes o no me oyes? Laure percibe en su voz el pánico y la muerte ya próxima.
Laure se toma demasiado a pecho a todos esos viejos que gimen, escupen, llaman. Muy a gusto les regalaría toda su reserva de galletas redondas, y también las cuadradas. Todo el privilegio que le otorgan sus diecinueve años y tanto tiempo por delante. La señora Bauer se ha negado. Eso se lo tiene que quedar usted, una niña tan flaquita, la pena que me da... Anouk sigue trayendo más y más comida extra. Laure almacena y dedica todos los días unos minutos para gestionar su reserva. Tampoco está muy segura de querer llevarse todo eso el día que salga.
Las auxiliares hacen un pequeño alto en la sala de descanso. Jocelyne lee revistas, y Régis juega al rummy con el anciano ruso, que se queja de estar solo desde que se marchó el mudo. De pronto se oyen los zuecos de la celadora. Ambos alzan la cabeza y miran con expresión interrogante a Laure, que está sentada frente al pasillo. Sí, la celadora se acerca por allá. De un brinco se ponen firmes los dos, las cartas se guardan y el periódico se esfuma. Laure empieza a formar parte de los muebles.
Hace falta mucho valor para dejar de comer, dice un día una señora con bata acolchada.
Laure no intenta explicárselo. Dice no, señora, no tiene nada que ver.
El doctor Brunel habría sabido decirlo. El ayuno como un poder supremo, como una fortaleza. En ayunas, el guepardo es capaz de enfrentarse a cualquier peligro. El limaco de mar también.
En ayunas, Laure se sentía más fuerte, inaccesible. Ahora es otra cosa.
Cuando él entra en su habitación y advierte su mal humor, su sensibilidad a flor de piel, cuando ella se desmorona ante él, fuera de sí, Laure sabe que ya no es cuestión de sobrevivir sino de curarse. Sabe que le gustaría recuperar ese cuerpo que ha depositado a sus pies, no sólo porque suele parecerle discutible el color de sus calcetines, sino también –aún no es capaz de confesárselo– porque no está segura de querer renunciar a su rebeldía. Abre los ojos y querría gritar hasta quedarse sin aliento el terror que le da haber llegado hasta ese punto.
«Si pudiera, así, con un toque de varita mágica, regalarte diez kilos, ¿los aceptarías?»
Ante su mirada ella baja los ojos.
Niega con la cabeza. Él sonríe y a ella le gustaría estar en sus brazos.
La puerta hace un ruido de fuelle al cerrarse.
Por la noche, las enfermeras entran a purgar la nutribomba. Laure abre un ojo, se vuelve hacia el otro lado de la cama. Sobre todo no salir del sueño, si no, Lanor se impondrá de nuevo. Por las noches, Lanor es más poderosa que la sonda, corroe, absorbe, lo devora todo. Se zampa kilos a gogó. Se resiste, es como un órgano rebelde al que hay que hacer callar. Persigue a Laure mediante tácticas subrepticias, la convence de su lamentable inutilidad, de su inevitable recaída. No la deja dormir o invade sus sueños de carne cruda, de olores saturados, de patatas fritas rezumantes.
Pero Laure estrecha a Lanor en sus brazos. Sabe hacerlo. Estrecha demasiado fuerte a ese monstruo interno que se niega a engordar, a ese monstruo ciego, a esa niña también, culpable de no querer crecer más, culpable de haber abandonado a su hermana.
El doctor Brunel habla del coloque anoréxico que ella reproduce al alimentarse, de los mecanismos que hacen que su cerebro reproduzca un estado similar. Está desnuda como un limaco saciado y la noche la devora por dentro.
Le duelen sus mofletes que se llenan y las redondeces que asoman, la hace sufrir esa carne que prolifera en ella como un injerto exponencial.
Todo eso él lo sabe. Percibe siempre esa urgencia que tiene ella de él. Cada noche, ella se dice a sí misma que va a darle gato por liebre, va a dárselas de chica desenfadada y adiposa, que asume toda la grasa que produce sin quererlo, que lo ha entendido todo. Le gustaría convencerlo de que puede acabar el trabajo por sí sola, de que está fuera de peligro. Fiel a su visita diaria, él se sienta en la cama, incisivo, la pone a prueba, la observa. Cada noche encuentra la frase o la pregunta que darán en el blanco, te veo muy tensa, cada noche ella aguanta mecha dos o tres minutos, le mantiene la mirada con arrogancia, para terminar prorrumpiendo en una ola interminable de mocos y sollozos. Llena los Kleenex unos tras otros, esboza frases dolorosas entre dos amargos hipos. Echada en la cama, se avergüenza. Le gustaría disolverse instantáneamente. Como una bolsita de azúcar en un té hirviendo.
Inexorable y anoréxica, ha dicho ya ve usted cómo se parecen las dos palabras. Pero él no lo ve así.
«Se me hace extraño ir vestida de calle, después de tantas semanas aquí. Usted, pobrecilla, aún tiene para rato. Eso sí, hay que decir que tiene mucha mejor cara que cuando llegó. Y cuerpo también, desde luego. Así que, vaya, ¡seguro que en adelante esto será pan comido! ¡Ja ja, nunca mejor dicho! Bueno, pues he venido a despedirme, porque, ya ve usted, se me hace raro marcharme. Me han encontrado un sanatorio en Loiret, un sitio muy bueno para las convalecencias bajo estricta vigilancia. Porque, sabe, yo tampoco he salido del paso. Claro que no es lo mismo. Lo suyo depende de usted. La verdad es que te encariñas con la gente cercana en el hospital, te creas amistades. Por eso mismo quiero regalarle este frasquito de agua de rosas, está nuevo, es buenísimo para la piel, y te calma. Mire, huélalo, a que es delicioso. ¿Cuántos kilos le faltan para salir? Ah, pues aún es. En fin, si no tira la comida al retrete, acabará consiguiéndolo. El caso es seguir alimentándose bien cuando salga, no volver a las andadas. Porque una cosa le digo, con esa enfermedad hay muchas recaídas. Es lo que pasa con las enfermedades de cabeza, que a veces son incurables. Esa mujer argelina que estaba siempre metida en la habitación de usted, parece ser que era lo menos la quinta o la sexta vez. Al fin y al cabo, es un asunto de voluntad. Bueno, tengo que irme. Me llegará el taxi dentro de un cuarto de hora. Voy a casa de mi primo, que me llevará allí esta noche. Venga, muchos ánimos, eh. Me he alegrado de conocerla.»
La azul da media vuelta. En esta ocasión lleva un horroroso abrigo color malva. Laure la ve alejarse desde el umbral de la puerta. Poco más y casi derramaría una lágrima. No se puede ser tan sensible. Poco más y le agitaría el pañuelo agradeciéndole todos los monólogos que le ha infligido. Toda esa sarta de gilipolleces que soltaba, sin que hubiera modo de cerrarle la espita. Pero sí, está casi triste. Esa soledad que desprende la gente te acaba dejando la moral por los suelos.
En una foto tomada días antes de ser hospitalizada, descubre ese rictus que ahora se atreven a describirle. La fijeza de la mirada, la cara desencajada, la piel casi transparente. Una amiga le cuenta un día la estratagema que utilizaba cuando quedaban, para ver antes a Laure sin que ella se diera cuenta, ocultándose tras un poste o una marquesina de autobús, para tener tiempo de acostumbrarse. Dicen dabas tanto miedo, parecías tan decidida, tan lejana. Dicen no sabíamos cómo abordarte, cómo hablarte, eras inaccesible. Nosotros también hacíamos esfuerzos para tragar saliva. La miraban apagarse, desde fuera, con una especie de resignación desconsolada. Los más se callaron, fingieron no darse cuenta, o se alejaron silbando entre dientes. Algunos dejaron de verla, pero el resto aguantó firme. Piensa en los que nunca la abandonaron, los que seguían llamándola y pasaban a verla, sin recibir nunca nada por su parte. Prometía copas, cine, comidas, siempre imposibles, aplazadas, anuladas. Atiborraba la agenda de citas y cada día se hundía más en la soledad. Utilizaba pretextos, excusas, hechos imprevistos, porque no podía seguir así, no podía decir nada, simplemente, no puedo más, no puedo ya sentarme, y se acabó. No sé hacer otra cosa que quemar mi cuerpo por dentro, y me da la impresión de tener calor. No podía decirles nada. Cuando perdió hasta la voz, ellos se llevaban la mano al oído y le preguntaban, compasivos, si estaba constipada. La única que le chillaba era Tad. Laure, así no puedes seguir, ¿qué quieres, joder, qué te propones? En una ocasión, Laure contestó. Quiero morirme. Tad se levantó, fuera de sí, gritó, no es cierto, Laure, si quisieras morirte hace tiempo que lo habrías hecho, sabes perfectamente que hay modos más expeditivos. Laure no lloró, hacía tiempo que se le habían agotado las lágrimas, se fue dando un portazo. Le hubiera gustado poder darle las gracias a Tad, lo hizo mucho después.
Cuando Laure era niña, su madre quería morirse. Hablaba del suicidio como de un acto muy noble pero también muy triste. Cuando Laure tenía diez años, murió el hermano de su madre. Se disparó un tiro en la cabeza. La misma mañana había comprado su botella de leche. Laure recuerda ese detalle absurdo, que oyó al hilo de una conversación, había comprado su botella de leche. Al poco tiempo, hizo lo mismo el primo de su madre. No se sabe si había salido a comprar. Lo que sí se sabe es que, después, esas muertes corroen poco a poco a las familias. Su madre acababa de perder a su tercer hermano, su madre decía cuesta tanto vivir. En el espejo del baño escribió con carmín: «Voy a palmar.» Durante días, quizá semanas, Louise y Laure se cepillaron los dientes con la muerte de su madre tatuada en la cara. Cuando volvían del colegio, les daba miedo el silencio. Miedo a encontrársela tendida en la moqueta gris.
Cuesta tanto vivir. Esas mismas palabras le acuden a los labios, unas palabras que la inscriben en esa estirpe de heridas intactas.
Cuando llegó al hospital, su culo se reducía a una raya en las nalgas ancha como una trinchera. Para que no se cayese el termómetro, tenía que sujetarlo con la mano. Se golpeaba con las sábanas como si los huesos traspasaran la piel. Semana tras semana comprueba las mejoras, enumera las ventajas. Los días de convalecencia se asemejan, y ella se concentra. Afloran detalles sórdidos a saber de dónde. El vinagre que se vertía a chorros en la ensalada, el agua con gas de la que se atiborraba para corroerse más. Piensa en aquellas veladas que pasaba, con la espalda pegada al radiador, copiando recetas de cocina. A partir de revistas, creaba archivos culinarios: ternera, buey, tartas, pastas. Catalogaba platos. También los llevaba a la práctica, cuando vivía en casa de Tad, hacía pasteles, preparaba guisos, sin probarlos nunca, sin mojar nunca el dedo meñique. Disfrutaba cebando a Tad y a los amigos que acudían por allí, viéndolos sucumbir ante el Délice de almendras y chocolate y repetir, trocito a trocito, por pura golosina. Ella no tocaba una miga de aquello. Por las mañanas bajaba a comprarles cruasanes, ponía el azúcar en la mesa. Para agradarle, había que zampar. Malditos los que no tenían hambre, porque había que marcar la diferencia.
En su cuaderno escribió no reincidiré, un sortilegio más que una certeza. Le gustaría creérselo. De todas formas, es sabido que nunca hay que volver a congelar un producto descongelado.
Esta noche Laure se ha sentado en una butaca a fumarse un cigarrillo. Se han cerrado las puertas, las enfermeras dan la última vuelta. En la sala de descanso, la gente pega la hebra, espera a que le venga el sueño. Una anciana ha salido a pasitos de su habitación. Ha decidido que tenía que tomar el metro de inmediato. Eran las diez y su bata abierta dejaba al descubierto un cuerpo lampiño y consumido. Ha comenzado pidiendo información a varias personas sobre el precio actual de un billete de metro y, depositando su confianza en Laure, «la parisina», le ha sacado cinco francos a Miss Austria, que le ha deseado varias veces buena suerte, buen viaje y buen ánimo. Recorre el pasillo diez veces seguidas. Con los cinco francos en una mano y en la otra un billete usado que la había...

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  3. II
  4. III
  5. IV
  6. V
  7. VI
  8. VII
  9. VIII
  10. IX
  11. X
  12. XI
  13. XII
  14. XIII
  15. Notas
  16. Créditos