Panorama de narrativas
  1. 152 páginas
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Información del libro

Silvano Masoero, alias «Silver», es un púgil retirado, y también ex presidiario, que pese a haber pagado su deuda con la sociedad por un combate amañado, tal vez todavía no lo haya hecho con su propia conciencia. Tampoco en el plano emocional las heridas del pasado le permiten superar su viudedad e iniciar una nueva relación sentimental. Ahora, con sesenta años, es utilero de un equipo de fútbol de la Segunda División que se enfrenta, en la última jornada de la liga, a su partido crucial para lograr el ascenso de categoría. En él juega como estrella emergente su hijo Roberto; un hijo que, como él, se verá tentado por el dinero fácil de las apuestas ilegales. Sólo faltan unas horas para el partido, durante las cuales el protagonista va desgranando los episodios que componen una vida de errores y derrotas. Su voz es parte de su personalidad, por eso se expresa con un estilo seco, directo, contundente como los golpes recibidos y encajados, con notas de humorismo amargo y de ternura que van ganándose paulatinamente a quien lo escucha y lo acompañará hasta esa difícil decisión que lleva a un sorprendente desenlace. Tras vender quince millones de ejemplares en todo el mundo con sus anteriores novelas (desde Yo mato hasta Apuntes de un vendedor de mujeres), Giorgio Faletti apuesta ahora por una novela breve e intensa capaz de esbozar diversas melodías que se entrelazan con habilidad, como son la responsabilidad moral del individuo, la corrupción imperante en el fútbol como microcosmos de la sociedad, la problemática de una juventud sin futuro, el eterno conflicto generacional o la aparentemente apacible vida de provincias.

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Información

Año
2014
ISBN
9788433934512
Categoría
Literatura

1

La ciudad espera, siempre.
Es el ritmo lento de la provincia, en la que todo sucede con morosidad, todo llega de fuera. En otro tiempo fue el ferrocarril, luego llegaron los automóviles, la televisión, la autopista, y ahora llega Internet.
Pero la sensación es la misma.
Simplemente la espera se ha hecho un poco más ansiosa, el orgasmo, un poco más precoz.
Sigue habiendo bares y desocupados, gente rica y gente que finge una riqueza que no tiene. Hay palabras huecas y palabras abundantes, que muchas veces dicen lo mismo. La cara al sol disputa el espacio a la cara en sombra.
Y viceversa.
En esta ciudad, y en otras como ésta, Facebook siempre ha existido. Contactos hechos de susurros, miradas, cosas dichas a la cara y cosas dichas a la espalda, asientos reclinados, sexo rápido con calcetines puestos, casamientos, separaciones, más casamientos. Los ricos con los ricos, los pobres con los pobres. Sólo la belleza es una mercancía capaz de romper esta cadencia y subvertir las expectativas. El pensamiento se concentra y se diluye, se condensa y se enrarece, se irrita y se relaja.
Todos dicen que esta ciudad es una mierda.
Casi nadie se marcha y los pocos que lo hacen tarde o temprano vuelven. Unos para demostrar que han triunfado, otros para curarse las heridas. Y para explicar a los demás y ocultarse a sí mismos por qué han fracasado.
Van a hablar de sus vidas y de la vida en general al mismo bar de la calle Roma o de la plaza de la Noce, donde cada vez hay menos caras conocidas y más hijos de amigos que se han hecho mayores. Juntos, vencedores y vencidos, porque al menos la derrota y la victoria tienen una cosa en común: fuerza, carácter. Los demás, los que viven una existencia de empate, tienen cara, ropa y coche anónimos. Van a otros sitios y son gente más de capuchino que de aperitivo.
Como yo.
Esto es más o menos lo que pienso cuando cruzo la ciudad camino del estadio o de vuelta de él. Podría coger la circunvalación y tardar mucho menos, pero siempre me dejo llevar por una especie de capricho migratorio y me meto entre casas, tiendas, coches, gente a pie, en bicicleta o en moto. Las horas punta nunca son muy afiladas y se puede viajar sin grandes pérdidas de tiempo. Ahora que han cambiado los semáforos por rotondas y el mundo ha perdido una buena ocasión para hurgarse la nariz, todo circula de forma bastante fluida, menos cuando conducen la edad y la estupidez. A veces ambas coinciden, como ahora mismo en mi persona. Hoy me siento muy viejo y muy estúpido, por lo que he hecho en el pasado y por lo que debo hacer ahora. La experiencia es una tontería, no existe, es un beso que no despierta de ningún sueño. Ayuda a cambiar una bombilla, pintar una habitación o coger a un gato sin que nos arañe.
En todo lo demás, es siempre la primera vez.
La experiencia no sirve más que para saber cómo sufriremos o cuánto sufrirán los que nos rodean. Para darnos cuenta de que, como cuando nos afeitamos, estamos solos con la cuchilla ante el espejo. Hay heridas que, aunque sean pequeñas, nunca dejan de sangrar.
El tío del BMW que viene detrás me pita y grita por la ventanilla no sé qué de un viejo atontado. Debo de ser yo, porque veo que la fila se ha movido y yo me he quedado parado con mi monovolumen en medio de la calle. En otro tiempo habría bajado y ese tío habría tenido que comer puré de patatas y flanes hasta que le pusieran dientes nuevos.
Ese tiempo ya ha pasado.
Y yo no soy ya el que era.
Meto la marcha y acorto la distancia. Sigo el tráfico hasta que se bifurca en un cruce que uno de los últimos nostálgicos semáforos regula. Está en verde, luego no hay tiempo de hurgarse la nariz. Tomo via Segantini y dejo a la izquierda el río y el barrio de Oltreponte, que no merece la mayúscula de puro popular. Los edificios son feos, están descoloridos y tienen mosaicos imposibles, y al poco dan paso a una serie de naves que flanquean la carretera que sale de la ciudad en dirección a Milán.
Todos los días, los nuevos ricos, para ir al polígono industrial donde trabajan, tienen que bordear el barrio y recuerdan lo que fueron. Los obreros sólo ven confirmado lo que serán el resto de sus vidas.
Yo nací y viví en este barrio. Ahora, si puedo, evito ir.
Al final de la recta por la que circulo se ve, entre árboles, el estadio municipal Geppe Rossi. Está gris y viejo, como esperando también que la gloria pase por aquí algún día. Antes estaba en las afueras, pero poco a poco la ciudad lo ha alcanzado y absorbido, y ahora es un rectángulo verde en medio de tejas rojas y aparcamientos grises, que sólo disfruta quien viene en helicóptero y puede mirar el mundo desde arriba.
Así es como se desplaza Paolo Martinazzoli, el nuevo amo del equipo.
Hasta hace cuatro años, todo dependía de la tradición. Y, como muchas tradiciones, que no son más que adaptaciones al mal menor, era poco dinámica y no tenía perspectivas. El equipo local era una pasión de pocos, la clasificación un fluctuar constante entre los últimos puestos y el descenso. Los futbolistas se paseaban por la ciudad entre la indiferencia general, excepto por alguna dependienta o señora que, con tal de sentirse, de rebote, protagonista, estaba dispuesta a mantener alguna relación secreta con ellos.
El único verdadero hincha del equipo era Alessio Mercuri, el antiguo presidente, cabeza de una de las familias principales de la ciudad. Empresario, amigo personal de Gianni Agnelli, durante años hizo andar el trasto renqueante que era el equipo. En parte por prestigio, en parte por obstinación, en parte por emulación. Pero cuando murió, sus hijos echaron cuentas y vieron que aquel prestigio, aquella obstinación, aquella emulación costaban mucho dinero. Y no estaban dispuestos a pagarlo, sobre todo porque la ciudad y el fútbol les importaban un comino.
Yo conocí al viejo Mercuri. Él me contrató cuando hacía dos meses que había salido de la cárcel. En aquellas circunstancias habría sido un personaje incómodo en todas partes. Pero en los lugares pequeños siempre hay alguien que conoce a alguien que conoce a alguien. En Roma, Milán o Nápoles esto casi siempre es mentira. Aquí es siempre verdad. Nos vimos una tarde de primavera en los vestuarios del estadio, mientras los jugadores entrenaban.
Llevaba un traje de chaqueta cruzada azul oscuro o negro, a rayas claras, una camisa blanca y una corbata también a rayas, oblicuas. Tenía un aire a Laurence Olivier y unas manos que hacían pensar en las que lanzan fichas sobre mesas verdes en algún casino de la Costa Azul. Nunca había conocido a nadie que transmitiera tanta confianza y seguridad.
Estábamos solos y me miró un momento antes de hablar. Aún no sé qué me traspasó más, si su mirada o su voz.
–¿Tú eres Masoero?
–Sí.
–Eres alto, para ser un peso medio.
Encogí ligeramente un hombro. Un gesto que no perjudica.
–En el ring nunca fue un problema. Al contrario.
–Lo sé, una vez te vi combatir, en Milán. Con Cantamessa. Lo aplastaste.
Esbocé una media sonrisa. No me cuidé de ocultar lo amarga que era. Total, él lo sabía.
–Sí. Luego él fue campeón de Italia y yo...
Dejé la frase en suspenso porque los dos sabíamos lo que me había ocurrido a mí.
–En fin. ¿Qué puedo hacer por ti?
–Necesito un trabajo. Honrado. En mi situación no es fácil.
–Me lo imagino.
Inclinó la cabeza y se miró las manos. La siguiente pregunta la hizo sin mirarme. Quizá entendía a la gente mejor por el tono de voz que por la expresión de los ojos.
–¿Aún sabes usar los puños?
–Sí.
Esta pregunta y esta respuesta no se referían sólo a puntos de jueces en el ring, sino también a puntos de sutura en urgencias.
Alessio Mercuri volvió a mirarme. Yo no había bajado los ojos.
–¿Y aún quieres usarlos?
–No.
Dos respuestas secas, como el ruido de la reja de la celda que se cerraba a mis espaldas.
–Si quieres, puedes trabajar en el almacén. Hace falta alguien fuerte que no toque las pelotas.
Me sorprendió, pero enseguida entendí. Había usado aquella expresión gruesa para darme a entender que aquel hombre fuerte podía ser yo. Siempre que, precisamente, no tocara las pelotas.
Añadió otra condición.
–La paga no te hará rico.
Yo contesté sin tener que pensar.
–Es un trabajo y por mí vale.
Esto ocurría hace treinta años.
Desde entonces me he portado bien y ahora soy el utillero del equipo y, en parte, el encargado de la logística. Ya no soy joven pero me las arreglo. También el sueldo ha ido aumentando. Y, en lo posible, he dejado atrás el pasado. Lo único que no he olvidado es aquel encuentro una tarde de primavera en unos vestuarios con un hombre que confió en mí.
El único, quizá, al que no he traicionado.
Estuve muchos años preguntándome por qué un hombre de su categoría quiso verme personalmente en lugar de mandar a un subalterno. Ahora que lo conozco creo que nunca habría dejado a otro el placer de tener aquel encuentro. Porque yo era quien era y porque él, en su mundo aristocrático, también era quien era.
Cuando murió, fui a su entierro y dejé una nota de pésame. Sólo decía: «Gracias.» Y, abajo, como firma: «Uno que nunca tocó las pelotas».

2

Sigo.
Hace buen día, uno de esos días sin nubes y con un cielo azul que parece el velo de la Virgen. Para quien cree en la Virgen, claro. Para todos los demás no es más que un bonito cielo, más allá del cual no hay paraísos.
Poco antes de llegar a la explanada del estadio, tuerzo a la izquierda y tomo una carretera que al kilómetro empieza a subir hacia el monte. Pero yo no quiero llegar a lo alto. Hoy no estoy de humor para ver las cosas desde arriba. Unos cientos de metros más adelante llego a un descampado a la derecha, aparco y apago el motor.
Permanezco sentado.
Cojo un paquete de tabaco de la guantera de mi lado y me enciendo un cigarrillo. Antes no fumaba. Era un deportista y necesitaba todo mi aliento. Luego sucedieron cosas que me dejaron sin él, y eso que tenía mucho. Y de todos los vicios que se pueden adquirir en la cárcel, el de fumar es quizá el menos grave.
Bajo la ventanilla y la primera bocanada de humo sale por ahí. Me reclino en el asiento y paseo la mirada por el habitáculo. He abatido los asientos traseros y he cargado todo lo que se necesita hoy en el estadio. Calcetines, espinilleras, botas, pantalones cortos. Balones. Camisetas con un número en la espalda y un nombre propio que el año que viene podrían ser de otro color y llevar otros números. Antes teníamos el almacén en el estadio. Un par de visitas con allanamiento de morada nos convencieron de trasladarlo a la sede del club. Cuando me enteré de los robos sonreí.
Después de todo, también ésa es una forma de afición.
En el asiento de al lado llevo un ejemplar de la Gazzetta Sportiva y una edición especial del Corriere di Provincia. Los he comprado en el quiosco que hay cerca de mi casa, antes de salir.
Alfredo, el quiosquero, me los ha dado con una sonrisa y una pregunta.
–¿Tú qué dices? ¿Ganamos?
Sólo he respondido, con cansancio, a su sonrisa. La verdad es que no sabía si ganaríamos. Nadie lo sabe, en un mundo en el que corren hombres y pelotas. Y, sobre todo, donde mala tempora currunt. A...

Índice

  1. PORTADA
  2. PRÓLOGO
  3. 1
  4. 2
  5. 3
  6. 4
  7. 5
  8. 6
  9. 7
  10. 8
  11. 9
  12. 10
  13. 11
  14. 12
  15. 13
  16. 14
  17. 15
  18. 16
  19. AGRADECIMIENTOS
  20. NOTAS
  21. CRÉDITOS