Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 224 páginas
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Narrativas hispánicas

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En este extraordinario libro de relatos –el séptimo en su haber–, la voz narrativa de Soledad Puértolas se expresa en tercera persona y cobra el tono de las narraciones clásicas, cuando el narrador, por encima de todo, perseguía la magia, la seducción inherente a la misma narración, independientemente de lo que se contara. Sin embargo, la cercanía que implica la primera persona, los relatos contados por quien los protagoniza, no se ha perdido. Ha alcanzado un matiz nuevo. Quizá de mayor serenidad, de mayor hondura. Sin que falte el humor, que recorre todos los relatos, y que en algunos de ellos hace que se acentúe nuestra sonrisa. Son relatos que tratan de encuentros, de desencuentros, de reencuentros. De chicos y chicas. De parejas que se separan, de traiciones, envidias e ilusiones, de mitos de adolescencia, de ideales de juventud, de las perplejidades de la madurez, del extrañamiento de la vida. Hay hijas que veneran a sus madres, madres que desconfían de sus hijas o de sus yernos, hay perros que se encaraman a las novias de sus dueños, hay horas de calor y de amor en el interior de una caravana en un camping, horas arrancadas a la vida oficial, de todos conocida, horas secretas. Y horas que, aun estando a la vista de todos, nadie ve. Sólo la voz que narra, que escoge ese momento y lo detiene. Un antiguo amor, una niña de la mano de su madre, las olas del mar enroscadas a los tobillos. No hay nadie en la playa todavía. Recuerdos, premoniciones, ensoñaciones. Realidades que nos sacuden. Personas que irrumpen, que se van sin decir adiós. Silencios que sólo pueden llenarse con sueños. Personajes de todas las edades que, de pronto, se sitúan a un lado del camino, ven el paso de los otros, y no saben si han vivido ya ese momento o es algo que aún está por venir.

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Información

Año
2016
ISBN
9788433937339
Categoría
Literatura

EN TIERRA EXTRAÑA

Mientras deshace el equipaje, Iván escucha en su interior la frase que, ayer por la noche, leyó en una novela: «Qué difícil es predicar el Evangelio en tierra extraña.» Es la reflexión que un sacerdote cristiano lleno de buenas intenciones se hace en el sur de la India, intentando comprender a los habitantes del país que ama y que ha hecho suyo. Una tierra extraña.
Cuando leyó la frase, Iván pensó en anotarla, porque últimamente olvida todo lo que quiere recordar, esas cosas pequeñas que se le van ocurriendo durante el día y casi siempre en lugares donde no tiene a mano nada para escribir. Se dijo que esa frase expresaba a la perfección lo que era él. Así se sentía siempre: en tierra extraña. Se daba cuenta ahora, al cabo de los años. Siempre se había sentido así. Amaba lo que veía, lo que le rodeaba, pero sabía que nunca llegaría a comprenderlo. Él, desde luego, no predicaba el Evangelio, no predicaba nada, a no ser que todo el mundo tuviera su propio Evangelio y que lo predicara de forma involuntaria, sin predicarlo explícitamente. Pudiera ser.
La India, ¡qué lejos estaba y cómo le había fascinado siempre! Sin embargo, en la novela, ya no parecía tan fascinante. La novela mostraba todo aquello que siempre le había permanecido oculto, la injusticia del sistema de castas, la terrible situación de las mujeres, la crueldad de algunos, la arrogancia de muchos, el egoísmo, la violencia. El panorama que trazaba no era nada idílico.
Iván tiene delante de los ojos, al otro lado del balcón, un paisaje que sí parece idílico. Frente al hotel, cruzando la carretera, hay un conjunto de pinos de copa grande. Luego, un pequeño desnivel, y la playa. El mar. Un mar tranquilo, sin olas, un mar de interior. Sobre la amplia superficie del mar flotan las bateas, como barcos orientales de nombre desconocido, anclados en un tiempo eterno. Enfrente, más allá de ese mar que parece un lago, unos montes suaves, oscuros bajo el cielo gris pálido. La temperatura, veintidós grados. Ni frío ni calor.
–Cuanto antes terminemos de deshacer las maletas, antes podremos salir a dar un paseo –dice Patricia, a sus espaldas.
–No tenemos por qué deshacerlas ahora, tenemos todo el tiempo del mundo –dice Iván.
–¿Cómo quieres que deje todo esto así?
En momentos como ése, cuando Patricia se empeña es ser como es, Iván reprime la tentación de reírse un poco de ella, de tomarle el pelo. Patricia ha pasado por un año terrible. Annus horribilis, como dijera la Reina de Inglaterra en una ocasión. Así ha sido el año de Patricia. Primero, la muerte de su madre, a quien estaba muy unida. Luego, el intento de suicidio de su hermano. Finalmente, su propia enfermedad. Una neumonía que la dejó fuera de combate casi un mes entero y de la que salió a duras penas.
Por esa razón, fundamentalmente, se encontraban allí. Por no ir al sur ni a Levante, adonde siempre habían ido y adonde siempre iba la familia de Patricia. Por no tener tan presente ese pasado que ya no se podía prolongar.
–Tú baja si quieres, date una vuelta –dice Pati–. Yo me encargaré de ordenar tus cosas. Llévate el móvil, ya te llamaré cuando esté lista.
Iván lo interpreta así: quiere estar sola. Colocar la ropa en el armario, llevar al cuarto de baño los neceseres, colocar las cremas y colonias en los estantes, hacerse con el espacio, quizá sentarse un momento en la cama o en la butaca, o mirar por la ventana, recapitular un poco, coger fuerzas. ¿Llamará a los hijos? No es probable. Están, los dos, fuera de España. Maribel en Roma, con una beca Erasmus. Jorge en Portugal, en el viaje de fin de curso. Son ellos los que llaman cuando les viene bien. Si se les llama cuando están haciendo algo, no dicen nada –ninguno de los dos– y cuelgan enseguida. Se han vuelto muy despegados. Aunque eso a Patricia parece no importarle. Está viviendo esta etapa de sus hijos con cierto alivio. Sí, Patricia también se ha despegado un poco, no sólo de sus hijos, sino de todo el mundo. Incluso de él, de Iván. Ha sido a causa del annus horribilis.
El hotel no está lleno, o no lo parece. Es sábado y una hora confusa de la tarde, justo después de la siesta. Quizá los huéspedes, en este día nublado pero no frío (tampoco cálido), se hayan ido de excursión a algún pueblo vecino. En el vestíbulo, donde también está la cafetería, no hay nadie. Ni siquiera un camarero.
En el mismo momento de salir al aire libre, Iván oye una melodiosa voz femenina a sus espaldas.
–Buenas tardes, señor.
Se vuelve para saludar. Una joven, a quien antes no había visto, probablemente porque no estaba allí, sale de detrás del mostrador y se le acerca, como si quisiera hablarle.
–Acaban de llegar, ¿verdad? –dice, cantarina–. El pronóstico del tiempo es lluvia para mañana y sol a partir del lunes. Así que han tenido suerte, van a tener unos días muy buenos –sonríe–. Me llamo Lady –informa–. Por favor, díganme todo lo que necesiten, queremos que tengan una buena estancia. Éste es un hotel pequeño, casi familiar.
La chica se ha plantado delante de Iván, como impidiéndole el paso hacia el exterior. Extiende algo hacia él, un sobre.
–Le quiero pedir un favor –dice, bajando la voz–. En el cruce con la carretera principal hay un buzón de correos. Si llega hasta allí, ¿podría echar esta carta? Ya tiene los sellos. Si no tenía pensado ir por allí, no se preocupe, es sólo por si le coge de camino.
Iván, que lleva colgada del cuello la cámara de fotos –sin duda, eso es lo que le ha hecho pensar a la chica que iba a dar un paseo–, coge el sobre. No tiene más remedio que hacerlo, puesto que Lady lo ha dejado en sus manos.
El pequeño incidente no le ha parecido del todo normal, pero en cierto modo ha resultado útil, porque le ha indicado una dirección. Cruza la calle, guarda la carta en el bolsillo trasero del pantalón y saca las primeras fotos. Luego, echa a andar hacia la derecha, hacia el cruce con la carretera principal. No parece que vaya a llover. No hay nadie en la playa.
El cruce no está muy lejos. Antes de echar la carta al buzón, pasea la mirada por las palabras escritas. Es una dirección de Ecuador. ¡Qué mágico parece que esa carta pueda, al cabo, llegar a su destino! Es curioso, de todos modos, que la gente se siga comunicando por carta, sobre todo cuando hay grandes distancias de por medio. No es que hubiera pensado mucho en ello, pero sabía de la existencia de los locutorios. Ésa era la forma más normal y fácil de comunicarse desde España con cualquier lugar de América Latina.
Era una carta algo abultada, eso sí. Quizá Lady quería explicar detalladamente una cosa. ¿A quién? Iván no se había fijado en el nombre del destinatario.
Iván se detiene en el pequeño puerto por el que antes pasó de largo. Saca fotos a las barcas de los pescadores, al muelle, a las escaleras de piedra que se hunden en el mar, a la franja de playa sobre la que descansan largos maderos empapados de agua. Son los maderos con los que se hacen las bateas, deduce.
Le viene a la cabeza una conversación reciente con su amigo Rafael Canales, el escritor. En eso consistía la inspiración, había dicho. Algo así. Ver un madero largo en una playa y comprender que es para hacer una batea. Es una lógica que descubres por ti mismo, sin que nadie te guíe. Son pequeños descubrimientos que se hacen todos los días y a los que normalmente no les damos ninguna importancia. Pero el escritor sí, el escritor se los toma muy en serio.
Suena el teléfono móvil. Es Patricia. Ya ha deshecho el equipaje y ha ordenado el cuarto. Está en la terraza acristalada del hotel, dice. Su voz suena muy alegre.
Poco después, los dos están sentados en la terraza del hotel.
–Me ha dicho la camarera que a partir del lunes hará buen tiempo –dice Patricia–. Se llama Lady. Es ecuatoriana.
–Sí –dice Iván–. También me lo ha dicho a mí.
Está a punto de añadir que, además, Lady le entregó una carta y le pidió que la echara en el buzón de correos, cosa que él ya ha hecho, pero, quién sabe por qué, se calla. Por pereza, por no seguir hablando de eso. No viene al caso estar ahora hablando de Lady, como si fuera lo más importante que tuvieran entre manos.
–¿Has sacado alguna foto? –pregunta Pati.
–Varias, sobre todo del puerto.
–Me encanta este lugar –dice Pati.
Había algo nuevo en la voz de Pati, algo que Iván nunca había percibido.
Pasearon, luego, en la otra dirección, hacia el pueblo, y cenaron en un bar que encontraron callejeando.
Fueron días muy apacibles. Iván terminó de leer la novela india. Quedó impresionado por las injusticias que se describían. Todos cometían errores, nadie parecía tener una brújula que indicara dónde estaba el bien. Había pequeñas semillas de maldad esparcidas por todas partes. Eso sí, el paisaje era de una gran belleza. El color de la tierra, la diversidad de los árboles y de los frutos. Casi podía olerse el aroma de las especias, las comidas, los perfumes.
No vieron a Lady en los últimos días. Le preguntaron al dueño por ella.
–Se ha marchado –dijo el dueño–. La verdad es que no me lo esperaba, justo en plena temporada, no lo entiendo, tampoco me ha dicho si tenía otro trabajo. No me ha dado ninguna explicación.
Iván pensó en la carta que había echado al buzón, ¿tendría algo que ver con la súbita despedida de la chica?
Ésa fue la única y remota nube de inquietud de aquellos días. Lo más probable, se dijo Iván, era que la chica hubiera encontrado otro trabajo y, por alguna razón, no se lo había querido decir al dueño. Quizá en la carta se lo comunicaba a la familia que había dejado en Ecuador. A lo mejor en ella había escrito su futura dirección.
Era la última tarde de las vacaciones. Estaban, como solían a esa hora, sentados en la terraza del hotel.
–Esa chica, Lady –dijo Pati–. Me parece raro que se haya ido de esta forma. Era muy amable. Me caía muy bien, tenía una voz muy dulce. Es curioso lo que nos dijo el dueño, ¿no? Que se ha despedido sin más, sin dar explicaciones.
–Sus razones tendrá –dijo Iván.
–Sin embargo, me inspira curiosidad –comentó Pati–. Me habría gustado hablar más con ella. Una vez tuve la corazonada de que iba a contarme algo. La vi venir por el pasillo y aflojé el paso, porque venía derecha hacia mí, parecía que nos íbamos a chocar, pero no me aparté porque, a la vez, estaba segura de que iba a detenerse. Fue un momento extraño. La cosa fue que ella se detuvo y me miró, pero al final no me dijo nada. A lo mejor puse cara de susto, sin querer, claro. Algo hizo que me asustara, no sé qué. A veces pasan cosas así. Sentimos que hay algo que pudo ser de otra forma y nos gustaría retroceder, corregir el error. Y ya ves, la chica se ha marchado. Había algo misterioso en ella.
Los ojos de Pati miraban a lo lejos, soñadores. El pequeño misterio de Lady no le causaba incomodidad, incluso parecía gustarle.
De regreso en Madrid, todo fue encajando, como piezas que de pronto encuentran su sitio de forma natural. Patricia había dejado atrás el annus horribilis. Iván se lo comentó a su amigo Rafael Canales, el escritor.
–Sí –dijo Rafael–, a veces las cosas se resuelven solas. A veces, me empeño en buscar las claves de los cambios, pero casi siempre me pierdo, cuando no me meto en terrenos pantanosos de los que no saco nada.
–Pero crees que hay claves, ¿no? –preguntó Iván–. Crees que detrás de cada cambio hay una causa...
–No lo sé. Buscamos causas porque las causas nos tranquilizan. Creemos que si damos con ellas, controlamos la situación. Pero no es así. Hay miles de detalles que se nos escapan.
Iván se quedó pensando en las palabras de su amigo. Pudiera ser que Pati le ocultara algo, aunque quizá no de forma consciente. El hecho era que la mirada de Pati no había perdido esa luz de ensoñación que Iván había descubierto en ella durante las vacaciones.
Pati le consultó a Iván si podía traerse a casa un cachorrillo del que le había hablado la asistenta. Su marido y ella se lo habían encontrado por la calle, lo habían llevado al veterinario y lo habían cuidado durante un mes, pero el marido de la asistenta tenía ahora trabajo y no querían dejar al cachorro solo en casa. Sacarlo a pasear dos o tres veces al día también era un problema, porque los dos llegaban tarde y muy cansados.
–Creo que ha llegado la hora de tener un perro –dijo Pati–. Quiero un perro que me haga compañía y que me siga a todas partes.
Con la presencia de Boss, el cachorro, en la casa, todo cambió. Boss era un cachorro de golden retriever, no del todo puro. Deslavazado, torpón, supo de inmediato que Pati era su ama. Aunque no era ella quien lo sacaba a pasear –Maribel, Jorge y el propio Iván eran quienes lo hacían–, sí se encargaba de darle de comer y le inculcó, al parecer sin esfuerzo alguno, dos o tres reglas que facilitaran la convivencia. Cuándo sentarse, cuándo dejar de ladrar, cuándo dejar en paz a alguien. Esto último era lo más difícil. Pero en términos generales podía decirse que Boss obedecía a Pati. Y, tal como ella había deseado, la seguía a todas partes.
Boss conocía perfectamente el horario de trabajo de su ama. Cuando salía de casa, hacia las ocho y media de la mañana, la acompañaba a la puerta y se la quedaba mirando con una intensa expresión de soledad que de ningún modo inquietaba a Pati. Todo lo contrario. Se diría que eso la halagaba. Al regresar, allí estaba Boss, apoyado en sus cuatro patas y moviendo el rabo como loco, luchando consigo mismo para no encaramarse sobre su ama, que se lo tenía prohibido, porque era un perro grande y le podía hacer daño.
No se sabía la edad que tenía. El veterinario dijo que alrededor de un año. Probablemente, había sido comprado en un criadero y, por la razón que fuere, los dueños, al cabo de unos meses, no habían podido ocuparse de él. Pati era su tercera dueña. Al resto de la familia, Boss les miraba con lejanía. A Iván incluso le gruñía un poco, porque cuando Pati se retiraba al dormitorio antes que Iván y cerraba la puerta, Boss se apostaba allí, delante de la puerta, literalmente pegado a ella. Iván tenía que apartarlo un poco o sortearlo para entrar. En ese momento, Bo...

Índice

  1. PORTADA
  2. INCENDIOS
  3. CONFESIÓN
  4. CHICOS Y CHICAS
  5. AUSENCIA
  6. TAROT
  7. AFICIONES
  8. EN TIERRA EXTRAÑA
  9. BARRO
  10. SUEÑOS
  11. LA MISMA MUJER
  12. ARKÍMEDES
  13. CRÉDITOS