Los escalones para subir son treinta y seis, de piedra, y el anciano los sube despacio, circunspecto, casi como si fuera recogiéndolos uno a uno para conducirlos hasta el primer piso: él es un pastor; ellos, sus tranquilos animales. Modesto es su nombre. Sirve en esa casa desde hace cincuenta y nueve años; es, por tanto, su sacerdote.
Al llegar al último escalón se detiene frente al amplio pasillo que se prolonga sin sorpresas ante su mirada: a la derecha, las habitaciones cerradas de los Señores, cinco; a la izquierda, siete ventanas, cerradas con postigos de madera lacada.
Es justo el amanecer.
El anciano se detiene porque tiene una enumeración personal que debe actualizar. Lleva la cuenta de las mañanas que ha inaugurado en esa casa, siempre de la misma manera. Así que añade otra unidad que se pierde entre los millares. La cuenta es vertiginosa, pero no está preocupado: oficiar desde siempre el mismo ritual matutino le parece coherente con su trabajo, respetuoso con sus inclinaciones y típico de su destino.
Después de pasar la palma de las manos sobre la tela planchada de los pantalones –en los costados, a la altura de los muslos– adelanta la cabeza casi imperceptiblemente y pone en movimiento de nuevo sus pasos. Ignora las puertas de los Señores, pero al llegar a la primera ventana, a la izquierda, se detiene para abrir los postigos. Lo hace con gestos suaves y exactos. Los repite con cada ventana, siete veces. Sólo entonces se vuelve, para juzgar la luz del amanecer que entra en haces a través de los cristales: se sabe todos los matices posibles y por su naturaleza sabe cómo será el día: puede deducir, a veces, borrosas promesas. Dado que van a fiarse de él –todo el mundo–, es importante la opinión que se forme.
Sol velado, suave brisa, decide. Así será.
Entonces recorre de regreso el pasillo, esta vez dedicándose a la pared antes ignorada. Abre las puertas de los Señores, una tras otra, y en voz alta anuncia el comienzo del día con una frase que repite cinco veces sin modificar ni el timbre ni la inflexión.
Buenos días. Sol velado, suave brisa.
Luego desaparece.
No existe hasta que vuelve a aparecer, inmutable, en el salón de los desayunos.
Debido a antiguos acontecimientos sobre cuyos detalles se prefiere por ahora guardar silencio, la costumbre se cierne sobre ese despertar solemne, que luego se convierte en festivo y prolongado. Concierne a toda la casa. Nunca antes del amanecer, esto es taxativo. Esperan la luz y la danza de Modesto en las siete ventanas. Sólo entonces consideran que ha terminado para ellos la condena de la cama, la ceguera del dormir y la apuesta de los sueños. Muertos, la voz del anciano los trae de vuelta a la vida.
Entonces salen en enjambre de las habitaciones, sin ponerse ropa encima, sin pasar siquiera por el alivio de un poco de agua sobre los ojos, en las manos. Con los olores del sueño en el pelo y en los dientes, nos cruzamos en los pasillos, en las escaleras, a la salida de las habitaciones, abrazándonos como exiliados que regresan a alguna tierra lejana, incrédulos por haber escapado de ese embrujo que nos parece la noche. Separados por el obligatorio sueño, volvemos a constituirnos como una familia y desembocamos en la planta baja, en el gran salón de los desayunos como un río subterráneo que ahora sale a la luz, presagiando el mar. Lo hacemos mayormente riendo.
Un mar aparejado, de hecho, es la mesa puesta de los desayunos; un término que nadie ha pensado nunca en utilizar en singular, donde sólo un plural puede restituir la riqueza, la abundancia y la disparatada duración. Es evidente el sentido pagano de agradecimiento: la calamidad de la que se ha huido, el sueño. Sobre todas las cosas vela el imperceptible deslizamiento de Modesto y de dos camareros. En un día normal, ni de Cuaresma ni de fiesta, el fasto ordinario ofrece tostadas de pan blanco e integral, rizos de mantequilla colocados sobre la plata, mermelada de nueve frutas, miel y puré de castaña, ocho tipos de bollos que culminan en un inimitable cruasán, cuatro pasteles de diferentes colores, una copa de nata montada, fruta de temporada siempre cortada con geométrica simetría, un despliegue de raros frutos exóticos, huevos del día presentados en tres tiempos de cocción diferentes, quesos frescos más un queso inglés llamado Stilton, jamón de granja en finas lonchas, taquitos de mortadela, consomé de buey, fruta confitada en vino tinto, galletas de maíz, pastillas digestivas de anís, cerezas de mazapán, helado de avellana, una taza de chocolate caliente, pralinés suizos, regalices, cacahuetes, leche, café.
El té es detestado; la manzanilla, reservada a los enfermos.
Se puede entender entonces cómo una comida considerada por la mayoría un rápido paso de la jornada en esa casa es en cambio un complejo e interminable procedimiento. La práctica cotidiana exige que estén en la mesa durante horas, hasta limitar con el ámbito del almuerzo, que de hecho en esa casa nunca se puede hacer, como en una itálica imitación del brunch de más alto rango. Sólo a cuentagotas, de vez en cuando, algunos se levantan para luego reaparecer en la mesa parcialmente vestidos, o lavados, las vejigas vaciadas. Pero se trata de detalles que apenas se pueden percibir. Porque a la gran mesa, todo hay que decirlo, acceden los visitantes del día, familiares, conocidos, postulantes, proveedores, eventuales autoridades, hombres y mujeres de la Iglesia: cada uno con su propio tema. Es praxis de la Familia recibirlos allí, en la corriente del torrencial desayuno, en una forma de informalidad exhibida que nadie, ni siquiera ellos, sería capaz de distinguir del súmmum de la arrogancia, que es recibir a la gente en pijama. La frescura de la mantequilla y el mítico punto de cocción de las tartas inclinan, de todas formas, a la amabilidad. El champán siempre en hielo, y ofrecido con generosidad, es suficiente por sí solo para motivar la presencia de mucha gente.
Por eso, no resulta raro ver alrededor de la mesa de los desayunos a decenas de personas, de forma simultánea, a pesar de ser sólo cinco en la familia; y en realidad cuatro, ahora que el Hijo varón está en la Isla.
El Padre, la Madre, la Hija, el Tío.
Temporalmente en el extranjero, en la Isla, el Hijo varón.
Finalmente se retiran a sus habitaciones hacia las tres de la tarde, y en media hora salen de ellas rebosantes de elegancia y de frescura, como todo el mundo reconoce. Las horas centrales de la tarde las consagramos a los negocios: la fábrica, las granjas, la casa. Al atardecer, el trabajo solitario –se medita, se inventa, se reza– o las visitas de cortesía. La cena es tardía y frugal, consumida cada uno a su aire, sin solemnidad: reside ya bajo el ala de la noche, por lo que tendemos a despacharla, como un inútil preámbulo. Sin despedirnos, a continuación partimos hacia la incógnita del sueño, cada uno exorcizándola a su manera.
Desde hace ciento trece años, todo hay que decirlo, en nuestra familia todos han muerto de noche.
Esto lo explica todo.
En particular, esa mañana, el tema era la utilidad de los baños en la playa, sobre los que Monseñor, mientras se metía a paletadas nata montada en la boca, albergaba sus reservas. Intuía en ello una incógnita moral evidente, sin atreverse, no obstante, a definirla con exactitud.
El Padre, hombre de buen carácter y, en caso necesario, feroz, estaba ayudándolo a enfocar el asunto.
–Si es tan amable, Monseñor, recuérdeme dónde se habla de ello, concretamente, en el Evangelio.
A la respuesta, evasiva, sirvió como contrapeso el timbre de la entrada, al que todo el mundo prestó una mesurada atención, tratándose obviamente de la enésima visita.
Se ocupaba de ello Modesto, quien abrió como siempre y se encontró delante a la Esposa joven.
No era esperada para ese día, o tal vez sí, pero se habían olvidado.
Soy la Esposa joven, dijo.
Usted, anotó Modesto. Luego miró a su alrededor, sorprendido, porque no era razonable que hubiera llegado sola, y en cambio no se veía a nadie hasta donde alcanzaba la vista.
Me han dejado al final del paseo, dije, tenía ganas de contar mis pasos en paz. Y dejé mi maleta en el suelo.
Tenía, tal y como se había acordado, dieciocho años.
La verdad es que yo no tendría ninguna reserva en mostrarme desnuda en la playa –estaba indicando la Madre mientras tanto–, dado que siempre he tenido cierta inclinación por la montaña (muchos de sus silogismos eran realmente inescrutables). Podría citar por lo menos una docena de personas, proseguía, a las que he visto desnudas, y no hablo de niños o de viejos moribundos, hacia quienes siento cierta comprensión de fondo, aunque...
Se interrumpió cuando la Esposa joven entró en la sala, y lo hizo no tanto porque la Esposa joven hubiera entrado en la sala, sino porque había sido introducida en la misma por una alarmante tos de Modesto. Tal vez ya he dicho antes que, en sus cincuenta y nueve años de servicio, el anciano había puesto a punto un sistema comunicativo laríngeo que toda la familia había aprendido a descifrar igual que si fuera una escritura cuneiforme. Sin tener que recurrir a la violencia de las palabras, una tos –o, en contadas ocasiones, dos, en las formas más articuladas– acompañaba sus gestos como un sufijo que aclaraba el significado de los mismos. En la mesa, por poner un ejemplo, no servía ni un solo plato sin acompañarlo con una aclaración de la epiglotis, a la que confiaba su personalísima opinión. En esa circunstancia específica, introdujo a la Esposa joven con un siseo apenas esbozado, lejano. Indicaba, todo el mundo lo sabía, un nivel muy alto de vigilancia, y ésta es la razón por la que la Madre se interrumpió, cosa que no solía hacer, ya que anunciarle un invitado, en una situación normal, no era diferente a servirle agua en su vaso, ya se la bebería luego con calma. Se interrumpió, por tanto, volviéndose hacia la recién llegada. Reparó en la edad inmadura de ella y con un automatismo de clase dijo
–¡Cariño!
Nadie tenía ni la menor idea de quién era.
Luego debió de abrirse una rendija en su mente tradicionalmente desordenada, porque preguntó
–¿En qué mes estamos?
Alguien respondió Mayo, el Farmacéutico, probablemente, a quien el champán hacía insólitamente preciso.
Entonces la Madre volvió a repetir ¡Cariño!, pero esta vez consciente de lo que estaba diciendo.
Es increíble lo rápido que ha llegado mayo este año, estaba pensando.
La Esposa joven amagó una reverencia.
Se habían olvidado, eso era todo. Todas las cosas estaban acordadas, pero desde hacía tanto tiempo que luego se había perdido una memoria exacta. No debía deducirse de ello que hubieran cambiado de idea: eso, en todo caso, habría sido demasiado cansado. Una vez decidido algo, en esa casa no se cambiaba nunca, por razones obvias de economía de las emociones. Simplemente, el tiempo había pasado con una velocidad tal que no sintieron la necesidad de llevar la cuenta del mismo, y ahora la Esposa joven estaba allí, probablemente para llevar a cabo lo que había sido acordado hacía tiempo, con la aprobación oficial de todo el mundo: casarse con el Hijo.
Resultaba fastidioso admitir que, ateniéndose a los hechos, el Hijo no estaba allí.
No pareció urgente, de todas formas, detenerse en este detalle, y así todo el mundo se dedicó sin titubeos a un feliz coro de bienvenida general, diversamente matizado con sorpresa, alivio y gratitud: esta última por la marcha de las cosas de la vida, que parecía ajena a las humanas distracciones.
Porque ahora que he empezado a contar esta historia (y esto a pesar de la desconcertante serie de acontecimientos que me impresionó y que desaconsejaría embarcarse en una empresa semejante), no puedo evitar esclarecer la geometría de los hechos, según como voy recordándola poco a poco, anotando por ejemplo que el Hijo y la Esposa joven se habían conocido cuando ella tenía quince años y él dieciocho, acabando gradualmente por reconocer, el uno en el otro, un correctivo suntuoso a las indecisiones del corazón y al aburrimiento de la juventud. Ahora resulta prematuro explicar por qué singular camino, pero es importante saber que más bien rápidamente llegaron a la feliz conclusión de que querían casarse. A sus familias respectivas el asunto les pareció incomprensible, por motivos que tendré...