CONTRASEÑAS
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CONTRASEÑAS

  1. 254 páginas
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Información del libro

Dirk Gently es un detective muy peculiar. Sherlock Holmes afirmaba que cuando se ha eliminado lo imposible, lo que queda?sea lo que sea- es la verdad. Dirk Gently, sin embargo, jamás elimina nada, y menos que nada, lo imposible. Y para resolver sus casos prefiere recurrir a la física cuántica antes que a las huellas dactilares. Así pues, cuando le encargan la búsqueda de un gato perdido, Dirk acaba encontrando dos fantasmas y un Monje Eléctrico venido de otra dimensión, y descubre un terrible secreto que puede acarrear la destrucción de la humanidad. También averigua la imposible, improbable, increíble y aterradora razón por la que un experto en ordenadores tuvo un sofá atascado en la escalera de su casa durante tres semanas. Pero ¿qué sucedió con el gato? El gato, infortunadamente, murió.

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Información

Año
2006
ISBN
9788433928283
Categoría
Literature

1

Esta vez no habría testigos.
Esta vez sólo había la tierra muerta, un trueno y el inicio de la suave y monótona llovizna del nordeste que parecía acompañar tantos acontecimientos importantes del mundo.
Habían remitido las tormentas de la víspera y del día anterior, así como las inundaciones de la semana precedente. El cielo aún seguía henchido de lluvia, pero lo único que caía ahora en la creciente oscuridad era una especie de chubasco monótono.
El viento barría la llanura en penumbra, vagaba por las bajas colinas y soplaba por un estrecho valle en el que una estructura, una especie de torre solitaria, se erguía en una pesadilla de fango e inclinación.
Era el muñón renegrido de una torre. Parecía una efusión de magma surgida de uno de los más pestilentes pozos del infierno y se inclinaba formando un ángulo extraño, como presionada por algo mucho más tremendo que su enorme peso. Semejaba algo muerto, fenecido siglos atrás.
El único movimiento era el de un río de lodo que discurría perezosamente por el fondo del valle junto a la torre. Un kilómetro más allá, el río caía por un barranco y desaparecía bajo tierra.
Pero a medida que las sombras del atardecer se espesaban, resultó que la torre no carecía por entero de vida. Una mortecina luz roja brillaba en sus recintos más recónditos.
La luz apenas se distinguía; claro que no había nadie para verla, pero de todos modos era una luz. Cada pocos minutos crecía y brillaba algo más, para luego debilitarse gradualmente hasta casi desaparecer. El viento traía al mismo tiempo un sonido bajo y agudo que, lastimero, llegaba a un punto culminante para luego desvanecerse.
Pasó el tiempo y luego apareció otra luz más tenue, que se movía. Surgió de la parte baja y ascendió a sacudidas por el fuste de la torre, haciendo alguna pausa en el camino. Después, la luz y la vaga silueta que, según pudo observarse, la portaba desaparecieron de nuevo en el interior de la torre.
Transcurrió una hora y, al cabo, la oscuridad fue completa. El mundo parecía muerto, la noche era un vacío.
Entonces en lo alto de la torre surgió de nuevo el resplandor, cuya intensidad fue creciendo con determinación. Rápidamente llegó al punto de fulgor que había alcanzado antes y siguió aumentando sin parar. El sonido agudo que la acompañaba subió de tono hasta convertirse en un grito de queja. El chillido continuó sin pausa antes de transformarse en un ruido cegador y la luz en un resplandor ensordecedor.
Y entonces, bruscamente, ambos cesaron.
Durante una milésima de segundo reinó una silenciosa oscuridad.
Otra luz, pálida y sorprendente, surgió ondulante de las profundidades del fango, al pie de la torre. El cielo se encogió, tembló una montaña de barro, tierra y cielo intercambiaron gritos, apareció un horrible color rosado, un verde súbito, un prolongado naranja que manchó las nubes, y entonces la luz desapareció y la noche quedó por fin envuelta en una profunda, espantosa oscuridad. No se oía más que un suave tintineo de agua.
Pero por la mañana el sol salió con un inusual brillo en un día que era, o se anunciaba, si hubiera habido alguien a quien anunciarlo, más cálido, claro y radiante: un día mucho más alegre que todos los que se habían conocido hasta entonces. Un río de aguas cristalinas corría por los destrozados restos del valle.
Y el tiempo empezó a transcurrir en serio.

2

En lo alto de un promontorio rocoso se erguía el Monje Eléctrico a lomos de un caballo aburrido. Bajo la capucha de áspera estameña, el Monje tenía la vista fija en otro valle, el cual le planteaba un problema.
Hacía calor. En un cielo vacío y neblinoso, el sol se desplomaba sobre las rocas grises y sobre el césped escaso y reseco. Nada se movía, ni siquiera el Monje. El caballo agitaba la cola azotando levemente el aire con ánimo de moverlo un poco, pero eso era todo. Nada más se movía.
El Monje Eléctrico era una máquina para eliminar electrodomésticos, como un lavaplatos o un vídeo. Los lavaplatos limpian aburridos platos, ahorrando las molestias de lavarlos uno mismo; los vídeos ven aburridos programas de televisión, evitándole a uno la tarea cada vez más tediosa de creerse todo lo que el mundo espera que uno se crea.
Lamentablemente aquel Monje Eléctrico tenía un defecto: había empezado a creerse toda clase de cosas, más o menos al azar. Incluso empezaba a creerse cosas que resultaban difícilmente creíbles en Salt Lake City. Por supuesto, nunca había oído hablar de Salt Lake City. Tampoco había oído hablar del quinguiguillón, que es aproximadamente el número de kilómetros que separaban aquel valle del Gran Lago Salado de Utah.
Éste era el problema que planteaba el valle. En aquel momento, el Monje creía que el valle y todo lo que había en él y en sus alrededores, incluidos el propio Monje y su caballo, tenían un uniforme tono rosa pálido. Esto explicaba cierta dificultad para distinguir una cosa de otra y, por consiguiente, impedía que hiciera algo o que se marchara a parte alguna, o al menos hacía difícil y peligrosa cualquier actividad. De ahí la inmovilidad del Monje y el aburrimiento del caballo, a quien le había tocado aguantar un montón de tonterías en su época pero que en secreto mantenía la opinión de que aquélla era la más absurda de todas.
¿Desde cuándo creía el Monje tales cosas?
Pues, por lo que se refería al Monje, desde siempre. La fe que mueve montañas, o que al menos hace creer contra toda evidencia que son de color rosa, era una fe sólida y permanente, una inmensa roca contra la cual ya podía el mundo lanzar lo que fuese, que no se conmovería. El caballo sabía que, en la práctica, la fe del Monje solía durar veinticuatro horas.
Pero ¿qué pasaba con ese caballo, que podía tener opiniones y se mostraba escéptico acerca de ciertas cosas? Extraño comportamiento para un cuadrúpedo, ¿verdad? ¿Acaso era un caballo raro?
No. Aunque era un bello y armonioso ejemplar de su especie, no por ello dejaba de ser un caballo completamente normal, un producto convergente de la evolución que se encuentra en muchos lugares donde hay vida. Los caballos siempre se enteran de muchas más cosas de lo que dan a entender. Resulta difícil que otra criatura los monte durante toda la jornada, cada día, sin que se formen una opinión de ella.
Por otro lado, es perfectamente posible montar toda la jornada, día tras día, otra criatura y no pensar en ella ni un momento.
Cuando se construyeron los primeros modelos de aquellos monjes, se consideró importante que se reconocieran a primera vista como objetos artificiales. No hubiese habido peligro alguno en que tuvieran el aspecto de personas de carne y hueso, pero uno no querría que su vídeo estuviera todo el día tirado en el sofá, viendo la televisión. No sería deseable que se hurgara en la nariz, bebiera cerveza o mandase a alguien a buscar pizzas.
De manera que al construir los monjes se pensó en algo original y que en la práctica fuese capaz de cabalgar. Esto era importante. Las personas, y también las cosas, parecen más honradas a caballo. Así, se consideró que dos piernas eran más convenientes y más baratas que diecisiete, diecinueve o veintitrés, los números primos más normales; se dio a los monjes una piel rosácea en vez de púrpura, lisa y suave en lugar de granulosa. Asimismo, se les limitó a una sola boca y a una nariz, pero en cambio se les confirió otro ojo, con lo que sumaron dos en total. Una criatura verdaderamente extraña, pero magnífica para creerse las cosas más ridículas.
Aquel Monje empezó a ir mal cuando le dieron demasiada información para creer en un solo día. Por error, lo habían conectado con un vídeo que veía once canales de televisión a la vez y eso le propulsó a un banco de circuitos ilógicos. Claro que el vídeo sólo tenía que verlos. No debía creérselos también. Por eso son tan importantes los manuales de instrucciones.
Así que, tras una febril semana de creer que la guerra era paz, que lo bueno era malo, que la luna era queso azul y que Dios necesitaba que le enviasen un montón de dinero a determinado apartado de correos, el Monje empezó a creer que el treinta y cinco por ciento de todas las mesas eran hermafroditas y luego se hundió en una depresión. El empleado de la tienda de monjes aseguró que le hacía falta otro panel matriz, pero luego indicó que los nuevos modelos mejorados Monk Plus tenían el doble de potencia; unas características multifuncionales de capacidad negativa que les permitían retener simultáneamente hasta dieciséis ideas enteramente diferentes y contradictorias en la memoria, sin que se produjeran molestos errores de sistema; eran el doble de rápidos y al menos el triple de locuaces, y podía adquirirse uno completamente nuevo por menos de lo que costaba sustituir el panel matriz del modelo antiguo.
Ya estaba. Hecho.
El Monje defectuoso fue desterrado al desierto, donde podía creer lo que quisiera, incluso que no lo habían tratado bien. Se le permitió quedarse con el caballo, pues esos animales eran de fabricación bastante barata.
Durante muchos días y noches, que indistintamente calculaba en tres, cuarenta y tres y quinientas noventa y ocho mil setecientas tres, vagó por el desierto, depositando su sencilla fe en rocas, pájaros, nubes y en una especie de inexistente mezcla de elefante y espárrago hasta llegar a la elevada peña que, pese al hondo fervor del creyente Monje, no era de color rosa. Ni siquiera un poco.
Pasó el tiempo.

3

Pasó el tiempo.
Susan esperaba.
Y cuanto más esperaba, más tiempo pasaba sin que sonara el timbre de la puerta. Ni el teléfono. Miró el reloj. Ya tenía un motivo justificado para enfadarse. Claro que ya la habían puesto de mal humor, pero había sido en su tiempo libre, por decirlo así. Ahora se encontraban verdaderamente en el tiempo de él, e incluso considerando el tráfico, algún contratiempo y una imprecisión y tardanza generales, ya había pasado más de media hora del momento en que, según insistió él, empezaría a hacerse tarde para salir, así que era mejor estar preparada.
Trató de inquietarse pensando que le había sucedido alguna tragedia, pero ni por un instante lo creyó. Jamás le ocurrían cosas horribles, aunque empezaba a pensar que ya sería hora de que algo así le pasase. Si no le ocurría algo malo, tal vez se encargaría ella de que sucediese. Bueno, no era una mala idea.
Se tumbó de través en el sillón y vio el telediario. Las noticias la pusieron de mal humor. Con el mando a distancia cambió de canal y vio otra cosa durante un rato. No sabía de qué se trataba, pero también se sintió molesta.
Quizá debía telefonear. ¡Nada de eso! Si llamaba, a lo mejor él trataría de hablar con ella y su teléfono estaría comunicando.
Se negó a admitir siquiera que se le había ocurrido semejante idea.
¡Maldita sea! ¿Dónde se habría metido? ¿Y a quién le importaba dónde estuviera, a fin de cuentas? A ella no, desde luego.
Volvió a cambiar de canal. Más noticias. Todas malas. Ya estaba bien. Era demasiado. Era la tercera vez que se lo hacía. Era el colmo. Y pensar que hasta se habría ido a vivir con él si no se hubiese entrometido aquel estúpido sofá.
Furiosa, volvió a cambiar de canal. Había un programa sobre ordenadores que hablaba de algunas innovaciones interesantes en el ámbito de la música por ordenador.
Ya estaba bien. Se acabó. Era consciente de que sólo unos momentos antes se había dicho que ya estaba bien, pero ahora iba en serio, era definitivo.
Se puso en pie de un salto y se dirigió al teléfono. Cogió una agenda, la hojeó con rapidez y marcó un número.
–¿Oiga? ¿Michael? Sí, soy Susan. Susan Way. Dijiste que te llamara si estaba libre esta tarde y yo te contesté que preferiría estar muerta y enterrada, ¿recuerdas? Bueno, pues acabo de darme cuenta de que estoy libre, entera, absoluta y totalmente libre, y de que no hay una tumba en kilómetros a la redonda. Te aconsejo que espabiles y aproveches la oportunidad. Estaré en el Tangiers Club dentro de media hora.
Se puso los zapatos y el abrigo, hizo una pausa al recordar que era jueves y que debía poner una cinta nueva de larga duración en el contestador automático, y dos minutos después salía por la puerta principal. Cuando por fin sonó el teléfono, el contestador dijo con voz dulce que Susan Way no podía ponerse al teléfono en aquel momento, pero que si el que llamaba quería dejar un mensaje, ella estaría de vuelta lo más pronto posible para atender el asunto. Quizá.

4

Era una tarde fría de noviembre, de las de antes.
La luna estaba pálida y descolorida, como si no debiera haber salido en una noche así. Subía con desgana y parecía un espectro enfermo. Recortándose contra ella, sombrías y brumosas entre la humedad que emanaba de los insalubres pantanos, se alzaban las torres y torretas de Saint Ceddar’s, en Cambridge, una fantasmal profusión de edificios de diferentes estilos construidos a lo largo de los siglos: medievales junto a victorianos, Odeón al lado de Tudor. Sólo al levantarse la niebla ofrecían una remota coherencia.
Entre ellas se atisbaban siluetas que se apresuraban de una tenue zona de luz a otra, ...

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  39. Créditos
  40. Notas