Carta de un viejo ignorante a otro que aspira a serlo
—A manera de prólogo—
Son treinta los radios que
convergen en el cubo de la rueda;
pero lo útil, para el carro,
es ese espacio vacío.
Con arcilla se fabrican las vasijas;
pero la utilidad de las vasijas
depende de su vacío.
Para construir una casa
hay que hacer puertas y ventanas;
y son esas aberturas vacías
las que permiten usarla.
Así, las facultades vienen del Ser,
y la utilidad de lo que no es.
Lao-Tsé, Tao-Te-King, 11
Hola, señor X:
Seas quien seas, debo empezar por hacerte una confesión: hace casi cincuenta años que no escribo una carta. Es una lástima... pero es cierto.
Déjame explicarte. Me he pasado la vida escribiendo de todo: artículos, libros, informes... y hasta poemas y cuentos. Ahora hasta escribo libretos para videos y podcasts... Y, ¡claro!, he escrito largos informes sobre muchas cosas distintas (proyectos, investigaciones, programas, etcétera), e incluso cada rato escribo esos mensajes de una, dos o tres páginas que algunos suelen llamar “cartas”. Y también, por supuesto, escribo largos correos electrónicos, mensajes de WhatsApp y muchas cosas más (trinos no... me aterra encontrarme con esos oscuros personajes que usan las palabras como trincheras desde las cuales incendiar el mundo).
Lo que quiero decir —creo que ya lo entiendes— es que hace rato no escribo cartas de verdad (como espero que, ojalá, fuera esta); es decir, escritos no muy largos en que no queremos informar de nada, sino solo comunicar algo a alguien; y algo con algún sentido. Vivimos tan preocupados de informarnos que ya no nos comunicamos... y, entonces, ¿a quién le interesa escribir una carta si no hay algo que tenga sentido comunicar?
Por mi primera confesión ya podrás deducir mi edad. Sí, es cierto: en estos días estoy llegando a los sesenta. Pero es solo un dato sin importancia. Todo lo anterior es solo para decir que es verdad mi primera confesión: hace casi cincuenta años que no escribo una carta.
Sí, de niño, e incluso en los primeros años de adolescencia, escribía cartas... y las recibía. Era fantástico ver llegar al cartero en su bicicleta. Mis hijos ya no lo vieron nunca... y al único que recuerdan es a Jaimito el cartero, el del Chavo del Ocho. Recuerdo la primera carta que escribí (debía tener cinco o seis años): fue para mi papá, que andaba de viaje... ¡Fue maravilloso escribirle! ¡Y más maravilloso recibir su respuesta!
Incluso alcancé a escribir alguna carta de amor para la primera novia que tuve... pero esas ya no me gustaron: eran convencionales, formales y estaban llenas de frases dulzarronas. Si era para escribir tonterías... ¡mejor que se acabaran!
Pero tuve una experiencia fascinante... y ya verás que tiene mucho que ver contigo. Las únicas cartas que todavía recuerdo como las más maravillosas fueron unas que enviaba y recibía constantemente hacia los quince años de alguien a quien nunca conocí. La historia es triste... pero hay algo en ella que sigo recordando como maravilloso.
Cuando tenía trece o catorce años, mi amigo Freddy se fue a vivir a Cartagena. Un día le escribí una carta y me llegó una respuesta en una letra que no era la suya. Me escribía su abuela para contarme que él había muerto en un absurdo accidente con un arma de fuego... y al final decía que mi carta le había causado un gran dolor, pero le había dejado una gran esperanza; y me pedía que, por favor, le siguiera escribiendo, contándole de mí, porque mis cartas le ayudarían a superar el momento tan difícil que estaba pasando con la muerte de su nieto. Mantuvimos una correspondencia fluida por más de cinco años. Recordaba su dirección y, cuando muchos años después fui a Cartagena, la busqué... pero nunca más supe de ella. Solo recuerdo su nombre: Juanela.
Las cartas son maravillosas. Durante años le escribí con fervor —y recibí una y otra vez sus mensajes y sus regalos— a alguien a quien nunca conocí; y, sin embargo, nos unía el poder de decir cosas que no decíamos habitualmente a personas que nos eran mucho más cercanas.
Ya creo que vas entendiendo qué tiene que ver toda esta historia contigo, señor X. Si pude escribirle por más de cinco años a alguien que no conocí, ¿por qué no puedo escribirte ahora a ti, que ni siquiera existes? Me dirás, tal vez, que sí existes... pero eso solo es cierto en este libro que ahora habitamos. Me explico: tú eres un viejo ignorante que, sin embargo, está atrapado en alguien todavía bastante joven; por lo menos más joven que yo mismo; luego, eres un viejo ignorante aún inexistente. Y ese joven que luego te escribe (y cuyas cartas aquí se recogen) no es más que tú mismo cuando eras joven; pero, cuando seas viejo, ya no existirá ese joven que ahora te escribe. Y ese viejo que todavía no eres difícilmente podrá responder a lo que ahora te digo.
Demostrada tu inexistencia, sigo adelante... ¡Ah! Y te advierto: a ese joven que te escribe y que, todavía por años, te tendrá atrapado en tu cuerpo, tampoco lo conozco. Y tal vez así sea mejor...
Pero ¡qué tontería! ¡Qué absurdo!, pensarán algunos. ¿Por qué escribir para alguien que no existe y que nos ha presentado alguien que ni siquiera conoces? Sí, tal vez sea cierto... tal vez sea absurdo. Pero un día mi hijo me enseñó algo que nunca olvidaré: “¿te has fijado que las cosas absurdas ocurren muy a menudo?”. Y, en todo caso, los que nos dedicamos a la filosofía somos así: soñadores, absurdos (así me llamaba hace unos años mi hermano mayor: “el hermano absurdo”). Y tal vez por eso mismo nos gusten esas complicaciones.
Pero van quedando claras las cosas. Como aún no existes (señor X, viejo ignorante), tendré que hacer una cosa: le escribiré a continuación a ese joven autor que algún día te dará vida como viejo ignorante. No tengo otra opción: desde ahora le escribo al joven... para que lo sepa el viejo.
Y te escribo para decirte solo una cosa: me gustaron tus cartas. Me gustaron mucho y recomendaré a otros que las lean. No voy a decirles nada, no pienso adelantarles nada de lo que ellos mismos pueden descubrir al leerlas, como yo mismo tuve que leerlas. Solo les pido que las lean... y que hagan lo que uno tiene que hacer con todo lo que lee: disfrutarlo primero, aprender de ello después y, finalmente, someterlo a la crítica más severa y profunda para darle a lo leído una vida propia; para que donde había cenizas resurja la llama.
Pero lo que más me gustó es que fueran cartas (ahora podrás entender la perorata de las páginas anteriores). Y, sobre todo, que fueran cartas amables, cercanas, fáciles de entender, que se dejan leer; que fueran de esos escritos que tratan al lector como si fuera un amigo inteligente con quien se puede conversar, y no un discípulo abyecto que solo debe aprender lo que otros le enseñan.
Y, además, debo decirte: están bien escritas. Soy un amante de las cosas bien escritas y un inquisidor implacable de los textos descuidados. Durante años fui corrector de estilo y tengo una viva percepción para los errores de escritura: para los grandes y para los pequeños. Y la verdad: aquí no los encontré. ¡Qué gusto da leer lo que está bien escrito!
Pero no es solo corrección formal. Es cuestión de haber encontrado un estilo propio. Para ti es una buena noticia, viejo ignorante: cuando, por fin, llegues a existir, habrás heredado un regalo precioso: un estilo propio al escribir. No suele tener un estilo propio el que apenas comienza (por ello mismo deduzco que este joven tal vez no sea tan joven). Y, sí, me gusta su estilo, porque es una mezcla de opuestos que da ese sabor deleitoso a lo que combina contrarios: sencillo y complejo, llano y profundo, sobrio y solemne, filosófico y pedagógico. Todo a la vez, todo al mismo tiempo y sin que lo uno opaque o borre lo otro. Me gustan, como lector, las cosas que se dejan leer con esfuerzo, pero con un dejo de gracia e ironía. Y me gustan, como maestro, los escritos a través de los cuales un pensamiento propio trata de expresarse y una voz nueva quiere hacerse entender y pugna por enseñar algo significativo.
Y me gusta también el modo de argumentar: es, a la vez, riguroso y bello, imaginativo y lógico. De nuevo, ¿por qué poner a pelear las dos cosas? ¿Por qué lo escrito no puede ser a la vez un ejercicio de riguroso razonamiento y de auténtica creación? También me gusta la lógica e hice el esfuerzo por descubrir falacias en estas “cartas a un viejo ignorante”; y, si las hay, son más bien pocas. En cambio, ponen en evidencia y entredicho de forma maravillosa algunas falacias muy comunes, como esa de la “libertad de opinión” tras la que se esconde tanto vendedor de baratijas.
No puedo negar, además, que el tema me encanta: la ignorancia. Sí, yo sé que, en estricto sentido, el tema es otro: la relación conocimiento-ignorancia. Pero es que lo que me gusta es precisamente esto: que apunta hacia donde nunca miramos. A menudo nuestra mirada se torna sesgada y prejuiciosa. ¿No es acaso viciada una mirada que ignora uno de los polos de una relación? ¿Qué pensamos, acaso, de esos señores que solo miran a uno de los miembros de una pareja ignorando la presencia del otro? Pues eso nos pasa todos los días: nos obnubilamos a tal punto con el conocimiento que nos atosigamos de él hasta que dominamos el mundo al precio de perder el alma.
¿Por qué no nos ocupamos de la ignorancia si en ella —nos enseñó el viejo Sócrates (ese sí más viejo que tú cuando seas viejo y que yo que ya lo voy siendo)— podría estar la auténtica sabiduría? ¿Te das cuenta? Otra vez le estoy hablando al viejo que todavía no eres y dejando de lado al joven que estás dejando de ser. Así somos los viejos: cuando hay otro viejo a nuestro lado, le hablamos a él, ignorando que hay un joven que nos escucha.
Pero, está bien. Perdóname una vez más. Quiero decirte algo que el otro día descubrí sobre la ignorancia y me pareció bastante bello. Se lo aprendí a alguien mucho más viejo que tú y que yo... e incluso más viejo todavía que Sócrates. ¡Imagínate si será viejo! Era tan viejo que así lo llamaban: el Viejo Maestro, pues eso es lo que quiere decir su nombre: Lao-Tsé. Según él, lo que hace que la vasija sea una vasija y pueda servir de tal es el vacío, más que el barro de que está hecha; lo que hace que una casa sea una casa son sus espacios vacíos: las puertas y ventanas... y seguramente lo que hace que un hombre sea sabio es precisamente su capacidad de vaciarse; es decir, de nuevo, la ignorancia.
Déjame decirte que no es fácil lograrlo. Con el paso de los años nos vamos llenando de cosas: de objetos a los que nos aferramos, de afectos que nos esclavizan, de ideas que, por creer “verdaderas” (¡qué ilusión!), estamos dispuestos a defender a toda costa. Y cuando llegamos a viejos empezamos a entender que la auténtica sabiduría está sobre todo en cultivar la ignorancia. ¡Y cómo nos cuesta vaciarnos!
Sí, la auténtica sabiduría es una forma de ignorancia. Pero no cualquier ignorancia. ¡Cuidado! No esa ignorancia triste del que nada le preocupa, del que con nada se asombra, del que espera que le enseñen verdades prefijadas que pueda consumir sin que le atraviesen el cerebro y le hieran el corazón. El viejo Platón, en boca del viejo Sócrates, solía explicarlo más o menos así (discúlpame si altero algunas de sus ideas, pero prefiero decirlo en mis propias palabras):
Hay una ignorancia sabia. ¿O una sabiduría ignorante? Bueno, no lo sé. Pero en todo caso es muy diferente de dos tipos de ignorancia: la del hombre común y la del ilustrado.
El hombre común no sabe, pero sabe que no sabe; y, aunque su ignorancia no sea deseable, tampoco es dañina, porque no pretende saber lo que no sabe, y con ello no hace mal a nadie.
Por el contrario, la ignorancia del erudito o ilustrado puede resultar muy peligrosa, pues cree saber lo que no...