Impedimenta
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Impedimenta

  1. 224 páginas
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Información del libro

Lucy Muir es una joven viuda a la que todo el mundo considera "muy poca cosa" a pesar de que ella se tiene por una mujer muy decidida. Agobiada por las deudas tras la muerte de su marido, decide mudarse a Gull Cottage, una casita ubicada en un pintoresco pueblo costero inglés llamado Whitecliff. Según los rumores que corren por la zona, la casa está embrujada, y el espíritu del atractivo y arisco capitán Daniel Gregg, antiguo dueño de la casa, vaga por el lugar importunando a todos los que osan alterar su descanso. Inmune a las advertencias, Lucy se plantea descubrir por sí misma si esas historias son ciertas. La relación estrambótica y a la vez sumamente tierna que establece con el capitán Gregg se convertirá en un refugio para ella y en un amor que desafiará todas las leyes de la lógica.Publicada en 1945, y germen de la célebre película de Joseph L. Mankiewicz, El fantasma y la señora Muir es una comedia romántica, deliciosa y refrescante sobre la capacidad del amor para romper cualquier frontera no solo en la vida, sino también más allá de esta.

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Información

Año
2020
ISBN
9788417553814
Edición
1
Categoría
Literatura

SEGUNDA PARTE

I

En Whitecliff causó cierta sensación la noticia de que Gull Cottage no solo había sido vendida, sino que en ella se habían instalado, y de forma permanente al parecer, una viuda y sus dos hijos. A las pocas semanas, dejó de ser novedad ver la casa así, ocupada, y la gente, tras visitarla, dictaminó que la señora Muir era una mujercita encantadora, y olvidó que la casa hubiera estado vacía y rondada, supuestamente, por el fantasma del capitán Gregg.
La única que se acordaba era Lucy. ¿Cómo no iba a hacerlo si él la visitaba cada noche para comentar lo acontecido durante la jornada, después de que los niños se hubieran acostado? Pero la idea de haber sacado parte del oro que el capitán tenía escondido debajo de una piedra en la bodega para comprarse la casa, y de haber confeccionado un testamento legándola como residencia para capitanes de barco retirados la mortificaba más que el propio fantasma, a quien empezó a contemplar como a un amigo, entrometido, pero amigo, no obstante. Discutió con ella durante semanas el asunto del dinero, pero la cuestión siguió pesándole a ella sobre la conciencia, por mucho que el capitán Gregg le asegurara que su pariente era un rico comerciante que no necesitaba el dinero y que, de todos modos, no tenía derecho a él puesto que se trataba del último hombre sobre la tierra a quien se le habría legado el dinero de habérsele concedido al capitán Gregg el tiempo suficiente para morir con todos sus asuntos en regla.
—Me da lo mismo —dijo Lucy con obstinación una noche, y por quincuagésima vez—. Me siento como una ladrona. A veces me da por preguntarme si es usted un fantasma de verdad. Es decir, nunca le he visto salvo en un sueño; además, ¿por qué sigue aquí? ¿Para qué seguir rondando la casa cuando ya no tiene ningún motivo para hacerlo?
—Dije que me quedaría aquí hasta que mi casa fuese un hogar para lobos de mar, y yo soy un hombre de palabra, y usted no tiene de marinero ni lo que un grumete —espetó el capitán Gregg—. ¡Válgame, Dios!, tengo todo el derecho a seguir en mi propia casa, que construí con mis propias manos y que ahora he comprado con mi propio dinero, el cual ha ido a parar casualmente a manos de mi condenado pariente, por cierto, así que no alcanzo a imaginar qué es lo que le preocupa tanto, por Dios.
A pesar de sus denodados esfuerzos para tranquilizarla, Lucy sí que se preocupaba. Ninguno de sus conocidos había mantenido nunca una relación estrecha con un fantasma. Era un tema, por supuesto, del que siempre se habían mofado sus amigos y sus familiares; para ellos, los espectros, los espíritus, las voces y las visiones, estaban indisoluble y exclusivamente asociados a los santos medievales o a los locos contemporáneos.
¿Y si… —pensó Lucy alarmada—, y si el capitán Gregg no fuera sino un producto de su imaginación? Las mujeres que empezaban a rayar la mediana edad y que vivían solas sí que desvariaban a veces, eso había leído, e imaginaban las situaciones más inverosímiles; pero, después de todo, ella apenas estaba poniendo un pie en el umbral de la mediana edad, y avanzaba a saltos hacia una vida en soledad, y no había duda de que el capitán Gregg era más inverosímil de lo que su mente, en el mayor de los disparates posibles, era capaz de inventar.
Pero este nuevo aspecto del asunto empezó a pesarle tanto que, al final, acabó conduciéndola a Londres a pasar el día para visitar a un psicoanalista de quien había oído hablar en una ocasión a sus cuñadas, en relación con una desafortunada dama que había tenido la disparatada idea de que un jovencísimo coadjutor pretendía fugarse con ella.
Después de mantener una sorprendente conversación con este serio especialista en peculiaridades humanas, que más que desnudar su vida íntima la dejó en carne viva, él le aseguró que era tan normal como cualquier mujer podría esperar serlo, aunque sí que parecía existir una curiosa obsesión en su subconsciente; un profundo anhelo, quizá, del amante ideal, que la llevaba a imaginarse esa voz que, de continuar visitándolo, a tres guineas la sesión, una docena de veces, o más, podrían sin duda sublimar y racionalizar.
—No creo que nadie vaya a conseguir que mi voz suene más racional —dijo Lucy—, además, no existe ni un resquicio de amor, se lo aseguro.
—Esa, por supuesto, es su conciencia, que insiste en reprimir sus instintos naturales —dijo el especialista.
—Entonces, ¿no cree usted en los fantasmas ni un poquito? —dijo Lucy.
—Verá, mi querida señora —dijo el especialista con cautela—, en el cielo y en la tierra existen cosas más inauditas de las que pueda imaginar nuestra filosofía. Vuelva la semana que viene y veremos qué podemos hacer.
Algo, pensó Lucy, por lo que realmente no merece la pena pagar cinco guineas.
—Eso ya podría habérselo dicho yo —dijo el capitán Gregg aquella noche—, pero sabía que no quedaría satisfecha hasta que pasara por su consulta.
—¿Cree usted en los psicoanalistas? —preguntó Lucy.
—Es una ciencia nueva, solo en fase de experimentación —dijo el capitán Gregg— y, en este caso, solo pueden experimentar con gente, puesto que los conejillos de indias y los conejos neuróticos son incapaces de descargar su subconsciente en un lenguaje inteligible para el hombre. En cualquier caso, no soy nada entendido en la materia.
—Pensaba que lo sabría usted todo sobre todos los aspectos de su estado —dijo Lucy—. Cuénteme, ¿cómo es el otro mundo en realidad?
Se hizo un largo silencio.
—No —dijo el capitán Gregg por fin—, resulta demasiado complicado. Es como pedirme que le explicase los principios de la navegación a un niño que juega con su patito de goma en la bañera. Las palabras que tendría que emplear carecerían de sentido para usted: no existen palabras terrenales para definir esta otra dimensión, del mismo modo que no existieron palabras terrenales para definir el telégrafo y la electricidad hasta que los científicos los descubrieron con sus investigaciones. Además, incluso en la eventualidad de que sí pudiera entenderlo, dudo mucho que fuese justo contárselo; me refiero a que sería como pasarle una chuleta en mitad de una difícil prueba de nivel de idiomas. Con ella quizá consiguiera pasar el primer curso sin problema, pero sin machacar las palabras y hacerlas suyas lo más seguro es que suspendiera los niveles superiores. No, querida mía, lo que es justo es justo, así que tendrá que labrarse usted solita el camino en la vida, y en la muerte.
—Pero no le estoy pidiendo que me diga lo que me depara el destino ni que me aconseje sobre el futuro —protestó Lucy—. Solo tengo curiosidad por saber cómo es el otro mundo en realidad. ¿Tiene usted alas y se pasa el día flotando entre las nubes, tocando arpas doradas? ¿Dónde duerme por las noches?
—¿Qué he dicho, que estaba usted en primer curso? —dijo el capitán Gregg disgustado—. Qué me aspen, usted es...

Índice

  1. Portada
  2. El fantasma y la señora Muir
  3. Primera parte
  4. Segunda parte
  5. Tercera parte
  6. Cuarta parte
  7. Sobre este libro
  8. Sobre R. A. Dick
  9. Créditos
  10. Índice