Una chica en invierno
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Una chica en invierno

  1. 304 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Una chica en invierno

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Índice
Citas

Información del libro

Katherine es una joven refugiada que trabaja como bibliotecaria en una gris ciudad inglesa. Hastiada de su trabajo y de la vida en general, lo único que le hace mantener la esperanza es la perspectiva de un reencuentro con el que fue su primer amor. Así, en las horas previas a su cita, Katherine revivirá las idílicas vacaciones que supusieron para ella la pérdida de la inocencia y el paso a la edad adulta. Ahora Robin, el protagonista de aquel crucial verano, tan glorioso como mortificante, tan radiante como precozmente crepuscular, podría poner fin a su monótona vida y arrancarla para siempre de las garras de la frustración.

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Información

Año
2017
ISBN
9788416542642
Categoría
Literatura
Una chica en invierno
Créditos
Título original: A Girl in Winter
Primera edición en Impedimenta: octubre de 2015
Faber and Faber Limited
© Philip Larkin, 1947
Copyright de la traducción © Marcelo Cohen, 2015
Copyright de la presente edición © Editorial Impedimenta, 2015
Juan Álvarez Mendizábal, 34. 28008 Madrid
http://www.impedimenta.es
La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.
Diseño de colección y coordinación editorial: Enrique Redel
Maquetación: Cristina Martínez
Corrección: Susana Rodríguez
ISBN epub: 978-84-16542-62-2
IBIC: FA
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a
(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
A Bruce Montgomery
Primera parte
1
Durante la noche había dejado de nevar, pero, como seguía helando y los copos no se derretían, la gente comentaba que aún nevaría más. E incluso cuando la nieve empezó a fundirse, no les quitó la razón, porque no se veía el sol, sino una vasta y única capa de nubes sobre el campo y los bosques. En contraste con la nieve, el cielo era marrón. Sin la nieve, en realidad, la mañana habría parecido un anochecer de enero, pues la luz daba la impresión de surgir directamente de ella.
Llenaba las zanjas y las depresiones del campo, donde solo se aventuraban los pájaros. En algunos caminos, el viento la había acumulado impecablemente sobre los setos. Los pueblos permanecían aislados, hasta que cuadrillas de hombres pudieran abrir senderos; en los campos resultaba imposible trabajar, y en los aeropuertos cercanos a esos pueblos se habían cancelado los vuelos. Desde sus camas, los enfermos contemplaban el brillo reflejado en los techos de sus cuartos, y algún cachorro que lo veía por primera vez lanzó un gemido y se escondió bajo el lavabo. A barlovento, las casas estaban violentamente espolvoreadas de nieve, y las vallas, semisumergidas como espigones. El paisaje entero era tan blanco e inmóvil que parecía un cuadro abstracto. La gente no tenía ganas de levantarse. Mirar la nieve demasiado tiempo producía un efecto hipnótico, anulaba todo poder de concentración, y trabajar se hacía más duro y desagradable con ese frío que entumecía los huesos. De todos modos, había que encender las velas, picar el hielo de las jarras, descongelar la leche; había que preparar el desayuno a los hombres para que marcharan al trabajo. La vida tenía que continuar, por limitada que fuese, y aunque uno no pudiera ir más allá de la ventana, en casa había muchas tareas esperando un día así.
Pero, por brechas abiertas a lo largo de los terraplenes, corrían ya los trenes y, aunque vacíos, iban hacia el norte y el sur con la intención de unirlos, pasando por fábricas que habían trabajado toda la noche, por los interiores de las casas tras cuyas cortinas brillaban luces, y llegaban a ciudades donde la nieve no tenía importancia, ciudades que la helada, amargamente, solo podía sitiar durante unos días.
2
—¿Qué estás canturreando? —preguntó la señorita Brooks, y estornudó—. Estoy desahuciada.
—Los tubos no se han calentado —dijo Katherine—. Nunca se calientan.
—¡Vaya lata! El portero me tendrá que oír.
—Supongo que la instalación es demasiado vieja.
—Pues algo deberían hacer. Y mira la sala que tenemos que usar… ¡Dos lavabos! Y un solo espejo…
—Y lleno de manchas.
—Mi hermana, la casada, trabaja en un despacho —dijo la señorita Brooks con melancólica envidia—. Tienen estufa de gas.
—Ojalá aquí hubiera una, aunque no fuese de gas.
—Sí, y eso no es todo. Las mañanas de frío, como hoy, si quieres puedes tomarte una taza de té allí mismo. Y otra antes del mediodía. Una cosa así te levanta el ánimo, ¿no? Mira nosotras.
—Anstey tiene una estufa de gas. Pienso que eso es lo más importante.
—¡No mentes al diablo! —dijo lúgubremente la señorita Brooks.
Se detuvieron un momento, junto al carrito cargado de libros, mirando la larga avenida que se abría hasta el mostrador, entre estanterías oblicuas. Las dos llevaban monos de trabajo rojos. Las altas ventanas estaban cubiertas de escarcha, y las dos hileras de lámparas colgantes permanecían encendidas, aunque apenas eran las diez menos veinte. Las luces individuales de los estantes esperaban a que las puertas se abrieran al público.
El señor Anstey había entrado ruidosamente por la puerta giratoria y ahora estaba apoyado en el mostrador, esgrimiendo ante la señorita Feather una hoja de papel que golpeaba con la pipa. La señorita Feather inclinaba con respetuosa atención su desgreñada cabeza gris. Él no había bajado la voz, pero los múltiples ecos que producía al rebotar contra las paredes impedían oír lo que estaba diciendo.
—¿Quieres saber una cosa? —continuó la señorita Brooks—. Una vez conseguí que Feather le hablara de lo del té. Fue antes de que llegaras tú.
—¿Y qué dijo?
—¡Oh, ya sabes como es! —La señorita Brooks sacó un pañuelo de debajo de la manga para sonarse la nariz—. Preguntó dónde íbamos a hacerlo todo, dónde íbamos a prepararlo, dónde íbamos a tomarlo, si las asistentes tenían tiempo libre para eso, y de cada cosa hizo una enormidad. Dijo que «no veía muy bien cómo hacer viable nuestra solicitud».
—Parece que lo estuviera oyendo —dijo Katherine—. ¿Por qué tendrá que hablar de esa manera tan estúpida? Creo que es una de las cosas que más me fastidian de él.
—Puede que de pequeño se tragase un diccionario —dijo la señorita Brooks, vagamente jocosa—. O a lo mejor lo hicieron así.
Katherine terminó de colocar una pila de libros en el carrito y se quedó mirando a la señorita Brooks.
—Realmente, no creo que te afecte demasiado.
—Es que no sirve de nada que la gente te afecte. No voy a dejar que Anstey me preocupe lo más mínimo.
—Me pregunto con qué la estará molestando ahora.
La voz de chicharra del señor Anstey seguía lanzando argumentos, mientras la señorita Feather se agitaba como una hoja en la tormenta. Ambas se mezclaban con los ecos desatados por el último sonido perceptible —un arrastrar de pies, el chasquido de una regla, el apagado ruido con el que las asistentes devolvían los libros a los estantes—. Katherine y la señorita Brooks se separaron, para recorrer cada una de la particular sección de estanterías que debían mantener en orden. Pronto estuvo todo listo para el día de trabajo: los libros en hileras suaves y parejas, los sellos con la fecha correcta, los ficheros con las tarjetas ordenados sobre el mostrador en apretadas columnas. Volvieron a encontrarse junto a un expositor dedicado a Japón.
—¿Qué pasa con tus mitones? ¿No piensas usarlos?
—De buena gana lo haría. ¿Crees que alguien se reirá?
—Claro que no.
—Dentro de diez minutos esas puertas comenzarán a abrirse y a cerrarse.
—Bueno, puedes estar agradecida —dijo la señorita Katherine—. Es sábado. Se acaba la semana.
—Ya me extrañaba a mí que canturrearas —dijo la señorita Brooks, alejándose.
Cuando Katherine estaba volviendo al mostrador, la señorita Feather, liberada del señor Anstey, se le acercó como si no supiese bien quién era.
—Ah, señ...

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