Tradición y deuda
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Tradición y deuda

El arte en la globalización

  1. 440 páginas
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Tradición y deuda

El arte en la globalización

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El arte contemporáneo global y su uso creativo de la tradición, del pasado y del patrimonio, suponen un combate al legado eurocentrista establecido por el arte moderno.El arte contemporáneo global rompe el mito del modernismo europeo, al reactivar varias formas de herencia, desde la pintura de tinta de literatos en China hasta la pintura aborigen en Australia, para proponer futuros nuevos y diferentes.Joselit analiza no solo cómo el patrimonio se vuelve contemporáneo, a través de la práctica de artistas individuales, sino también cómo una infraestructura cultural de museos, bienales y ferias de arte en todo el mundo ha surgido como un medio para generar valor económico, atraer capital y dólares turísticos.Joselit traza tres formas distintas de modernismo que se desarrollaron fuera de Occidente, en oposición al modernismo euroamericano: el realismo poscolonial, socialista y clandestino. Sostiene que estas genealogías modernas están sincronizadas entre sí y, con el modernismo occidental, para producir arte contemporáneo global.

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Información

Año
2021
ISBN
9789878388694
Edición
1
Categoría
Arte
Categoría
Arte general
1. Tradición y deuda
El año 1989 fue un año decisivo, testigo tanto del colapso de la pretensión maniquea, efecto de la Guerra Fría, de dividir el mundo en dos zonas geopolíticas distintas y de la consolidación de una nueva forma de poder político que había ido ganando terreno a lo largo de la década del ochenta. Este poder, el neoliberalismo, operó a partir de la apertura radical de los mercados mundiales y, de forma complementaria, a partir de la introducción de la especulación financiera y la privatización en áreas consideradas, hasta el momento, como responsabilidad de los gobiernos soberanos (como prisiones, servicios públicos y otros sistemas de infraestructura). El lugar del imperialismo formal fue ocupado por la capacidad financiera de los acreedores del mundo desarrollado (ya sean ONG como el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio o bancos comerciales con sede en las capitales de Occidente) de gobernar a través de la deuda. Las herramientas de esa gobernación exceden el simple otorgamiento de préstamos. Para recibir fondos, las naciones endeudadas de Latinoamérica, Europa del Este, Asia oriental y África se sometieron mayoritariamente a exigencias de “ajustes estructurales” en su política monetaria, que con frecuencia incluían la desregulación del mercado para facilitar una intensa inversión extranjera, así como la privatización de las funciones públicas que mencioné antes.7 Uno de los efectos de esta desregulación financiera ha sido una suerte de recolonización económica de los Estados-nación en el Sur Global por parte de los antiguos poderes coloniales, en una maniobra tan neoliberal como neocolonial por controlar las políticas nacionales y regionales a través del garrote de la deuda, una fuerza que es tanto moral como financiera.
Como relato de la globalización, el gobierno a través de la deuda es una historia conocida. En este capítulo consideraré un cambio análogo ocurrido alrededor de 1989: la desregulación de las jerarquías estéticas establecidas que durante mucho tiempo habían separado a las bellas artes de las prácticas comerciales y populares o indígenas en Occidente. Si bien es similar a la estructura de la desregulación financiera, la desregulación de la imagen tiene la capacidad de corregir los relatos de la desposesión a través de la reanimación de la herencia cultural como bien inalienable, incluso si uno de sus efectos es convertir al arte en una suerte de moneda de cambio. La desregulación de los mercados financieros “libres” introdujo, de manera notable, las fuerzas de la homogeneización cultural en lo que ha sido llamado la McDonaldización del mundo. Pero la desregulación de la imagen, al mismo tiempo que participa en esta nivelación a través del surgimiento del arte contemporáneo global, también hizo posible la recalibración de dos géneros estéticos que habían sido subordinados, en términos jerárquicos, al modernismo euroamericano durante la mayor parte del siglo XX: por un lado, las expresiones realistas asociadas con la cultura de masas y, por otro, el arte popular e indígena. Para comprender los efectos de esta desregulación visual es necesario, en primer lugar, especificar qué constituye una regulación en el arte, y de manera más amplia, en la cultura visual.8 La definición más simple y convencional que ofrece la historia del arte sobre la regulación de la imagen es, por supuesto, el concepto de medio: una obra individual sobre lienzo, por ejemplo, debe obedecer lo suficiente a las reglas de la pintura como para ser categorizada dentro de ese medio, así como una escultura o un video debe adherir a reglas comparables para pertenecer categóricamente a sus respectivos medios. Este tipo de regulación, conocida como especificidad medial, es en gran medida (aunque no exclusivamente) una categoría desarrollada durante el modernismo euroamericano. Es bien sabido que a partir de la década del sesenta, este modo de regulación de la imagen sufrió un serio ataque. Ciertas obras heterogéneas, por ejemplo los happenings, quebraron los límites entre los medios individuales, combinándolos en entornos que podían incluir elementos tomados de la pintura, la escultura y el cine, y que juntos servían como escenario para acciones simples, que desdibujaban aún más los límites entre las artes visuales, el teatro y la danza. Con el advenimiento del posmodernismo en la década del ochenta, la mezcla de medios que fue pionera en los happenings, las instalaciones y el land art, se enriqueció mediante la inclusión de estilos históricos, aunque esta heterogeneidad se daba generalmente en obras de arte individuales, en lugar de espacializarse en instalaciones. Esto es lo que Fredric Jameson identificó como “pastiche” posmoderno.9 En Occidente, entonces, la transición del modernismo al posmodernismo se nutrió de la desregulación de la imagen dentro del sistema modernista de la especificidad medial. Pero para comprender la cuestión más amplia de las jerarquías de imágenes globales, la aplicación de conceptos históricos y críticos occidentales como posmodernismo no es suficiente. Como ha propuesto Dipesh Chakrabarty, debemos provincializar Europa (y los Estados Unidos) yendo más allá de los límites de sus definiciones estéticas estandarizadas.10 Esto implicará, entre otras cosas, reconocer que la tradición moderna / posmoderna euroamericana es sólo una de las múltiples genealogías en la producción de la cultura visual global del siglo XX, aunque haya eclipsado o subordinado a otras en circuitos mundiales del arte global durante el siglo XX y posiblemente todavía hoy siga haciéndolo. En otras palabras, implica reconocer que las cualidades estéticas valoradas como universales por el modernismo occidental son, en realidad, una forma particular de tradición local. Si, dentro de la tradición de la historia del arte occidental, el drama de la regulación de la imagen se produjo como un conflicto entre la especificidad de los medios y los desafíos a dicha especificidad, a nivel global, esa desregulación no ocurre dentro de una sola tradición sino entre las diferentes expresiones estéticas que he mencionado: 1) lo moderno / posmoderno, 2) el realismo / la cultura de masas, y 3) lo popular / indígena. En otras palabras, la desregulación de la imagen se da a partir del cuestionamiento de las jerarquías estéticas y políticas que han organizado las diversas formas de propiedad cultural. Es un cuestionamiento, podría decirse, a la especificidad de la expresión.
Para mapear esta configuración global de expresiones estéticas que se cruzan –e incluso entran en conflicto– propondré un conjunto de amplias correspondencias entre expresiones y culturas que, aunque admito que son reduccionistas, nos permitirán mapear las complejas condiciones de la desregulación visual que se da alrededor de 1989. Así como durante la Guerra Fría supuestamente había tres “mundos”, también había tres expresiones visuales predominantes.11 En la ideología estética occidental, cada una de ellas correspondía a una región geopolítica: 1) el arte moderno (y su descendencia posmoderna) estaba ligado geográficamente al mundo desarrollado o “primer mundo”; 2) el realismo socialista, un arco de prácticas figurativas destinadas a encarnar y celebrar los valores del socialismo de Estado y el comunismo en parte a través de su participación en la cultura de masas, estaba típicamente ligado al “segundo mundo” y su esfera de influencia; y finalmente 3) las prácticas del arte indígena o popular, que a menudo se pensaban como atemporales y arraigadas en sus comunidades tradicionales, y cuyos productores eran, hasta hace poco, rara vez consignados como artistas, se asocia con el “tercer mundo”. Las condiciones reales de la producción artística en todo el mundo eran, por supuesto, mucho más complejas de lo que sugiere esta estricta clasificación tripartita. Porque en cada una de las zonas geográficas que he mencionado (los tres mundos, según la normativa geopolítica de la Guerra Fría) existían también al menos tres mundos artísticos internos que, si bien varían significativamente en sus detalles de un lugar a otro, permitieron una interpenetración de las tres expresiones estéticas que he identificado. En el primer mundo, por ejemplo, una vibrante cultura visual masiva destinada a producir y consolidar mundos tridimensionales de consumidores –algo que a veces se ha llamado “realismo capitalista”12– quedó subordinada al modernismo en términos de prestigio, si no en escala o visibilidad, mientras que el arte indígena producido por grupos de nativos norteamericanos y por los pueblos originarios de todo el mundo quedaron habitualmente encerrados en un pasado idealizado y, a menudo, alojado en museos antropológicos como instituciones contrapuestas a las de las bellas artes. En el segundo mundo del estado socialista y comunista, el arte oficial alineado con formas de realismo, que estaba destinado a inspirar una amplia identificación masiva a través de la propaganda, habitualmente coexistía con una vanguardia “no oficial”, mucho más pequeña y paralela, cuyos miembros a menudo adoptaron sofisticadas estrategias modernistas inspiradas en la información obtenida en el extranjero o en las tradiciones de las vanguardias anteriores. En el segundo mundo, las formas populares / indígenas fueron, a menudo, igualmente reprimidas o subordinadas al arte oficial, aunque a veces, como en otras partes del mundo, resultaron apropiadas al servicio de una posición multiculturalista. En el tercer mundo, las tradiciones indígenas supuestamente puras se transformaron, como respuesta a las condiciones coloniales o imperiales, en formas que iban desde el arte turístico hasta géneros híbridos producidos en talleres o academias europeas, introducidas para formar a los artistas locales. Antes y después de la decolonización, movimientos anticoloniales como la negritud recuperaron prácticas e iconografías al servicio de una modernidad poscolonial, subordinando así lo moderno a lo indígena de modo directamente opuesto a las formas en que el expresionismo abstracto norteamericano, por ejemplo el de Jackson Pollock, remitía a las prácticas indígenas de pintura con arena, pero que finalmente subsumía en las abstracciones modernistas. No puedo analizar todas estas variaciones en detalle. Lo que importa para mi argumentación es que, en los “tres mundos” postulados por la geopolítica de la Guerra Fría, las tres expresiones estéticas predominantes –modernismo / posmodernismo, realismo / cultura de masas, y lo popular / indígena– estaban relacionadas entre sí de acuerdo con diferentes jerarquías estéticas y culturales que variaban significativamente según las historias regionales y nacionales particulares. Sin embargo, a pesar de esta diversidad real, en el mundo del arte internacional de la Guerra Fría –cuyas instituciones eran predominantemente euronorteamericanas o basadas en sus modelos –, la expresión principal de las bellas artes siguió siendo el modernismo occidental (y posteriormente el posmodernismo), al que las otras dos expresiones se subordinaron de múltiples formas. Si la cultura de masas aparecía en el contexto del arte internacional, sería condenada como kitsch (en cierta medida, hasta la consagración mundial del arte pop), mientras que si el arte indígena resultaba incluido o aludido, sería en el contexto del primitivismo o del exotismo, una forma de apropiación meramente estética que vaciaba el poder cultural que tenían esas obras en sus comunidades de origen. Sin embargo, es crucial recordar que esta jerarquía siempre ha sido dinámica y provisional más que eterna. En otras palabras, para ser considerada preeminente, una expresión estética particular como el modernismo necesitaba ser autorizada, tal como lo fue por los valores culturales y el poder político y financiero eurocéntricos. Pero las pretensiones de universalidad de cualquier expresión particular han sido siempre ilegítimas. De hecho, siempre y en todos lados, otras expresiones –como el realismo socialista en la Unión Soviética o en China– fueron autorizadas por otros poderes. La historia de la globalización del arte contemporáneo es la historia del modo en que las diversas formas de legitimación empiezan a encontrarse –y a contradecirse– unas a otras.
Más allá del sistema regulatorio de la especificidad medial dentro del modernismo occidental, el desmantelamiento del orden de la Guerra Fría ha alentado el desmantelamiento de la “especificidad de la expresión artística” por medio de un campo más amplio y genuinamente global de encuentros entre diversas expresiones estéticas, cada una de las cuales reclama legitimidad y fuentes políticas de autorización. Este campo, el campo de emergencia del arte contemporáneo global, no sólo desregula los medios, sino también las expresiones estéticas que enumeré: moderno / posmoderno, realismo / cultura de masas y prácticas populares / indígenas. Sostendré que el arte contemporáneo global es el resultado de la desregulación de estas distintas expresiones mundiales y que la invención posterior de nuevos agregados de contenido estético, en el que se combinan una gama diversa de bienes culturales, tiene el potencial de socavar las jerarquías eurocéntricas del arte y el conocimiento. Es importante reconocer, sin embargo, que la desregulación de las imágenes también ha dado lugar a efectos mucho menos progresistas: una suerte de mercantilización del arte que nunca deja de desafiar y constreñir su potencial progresista. Mi planteo aquí apunta a identificar la capacidad del arte contemporáneo global para combatir la desposesión cultural, sin perder nunca de vista que participa de ese mecanismo. Me parece que no existe una posición estable para el arte contemporáneo global fuera de las condiciones económicas de la globalización. Si vamos a reconocer al arte contemporáneo como agente de la globalización, no debemos atribuirle, románticamente, virtudes políticas que no tiene y quizás no pueda tener.
Así como los tres mundos del orden político de la Guerra Fría sufrieron una reconfiguración después de 1989, también lo hicieron las tres expresiones del arte mundial. La subordinación de las prácticas locales de la cultura de masas/el realismo y de las prácticas indígenas / populares a las historias occidentales del arte ha sido desafiada vigorosamente: artistas indígenas, críticos e historiadores, por ejemplo, han insistido en que las tradiciones del arte indígena no deben marginalizarse como “primitivismo”, sino ser reorganizadas como algo que posee relevancia contemporánea y una fuerza comparable a las genealogías occidentales del modernismo y el posmodernismo. Ya no se considera a la tradición como algo encapsulado en el pasado sino más bien como un recurso vivo; en suma, la herencia cultural se reanima en el arte contemporáneo. En su libro Returns: Becoming Indigenous in the Twenty-First Century, James Clifford sostiene exactamente esto al afirmar que “cuando se la concibe como práctica histórica, la tradición se libera de su asociación primaria con el pasado y se entiende como una forma de conectar activamente tiempos distintos; es una fuente de transformación”.13 Clifford reconoce que para los pueblos indígenas contemporáneos el pasado no está aislado o “muerto” para el presente, a pesar del hecho de que las historias del arte canónicas de Occidente hayan tratado las prácticas culturales y creencias indígenas como si pertenecieran a un momento que ha terminado de manera definitiva, eclipsado por la modernización. Tal como lo plantea Clifford, “hace no mucho tiempo atrás, los diversos pueblos que ahora llamamos indígenas eran casi universalmente considerados como pueblos que no tenían futuro”.14 Este diagnóstico significa que, para tener futuro, los pueblos originarios tenían que seguir el programa de la modernización euronorteamericana. Lo que Clifford propone, en cambio, es una serie de “historias alternativas”, cada una de las cuales está caracterizada por una lógica de retorno temporal en la que el pasado, el presente y el futuro ya no se imaginan como sucediéndose uno al otro bajo la forma de un vector unilateral sino fusionándose a través de una serie de ciclos y bucles temporales, en los que las tradiciones vivas son capaces de adaptarse a nuevas condiciones y proponer nuevos futuros.
1.1
1.1. Sherrie Levine, Untitled (After Malevich and Schiele), 1984. Lápiz y acuarela sobre papel, 35,6 x 27,9 cm. Museum of Modern Art. © Sherrie Levine. Imagen digital. © The Museum of Modern Art / Licencia de SCALA / Art Resource.
A lo largo de este libro, voy a usar el término “tradición” para señalar los recursos con los que se reanima el pasado. A pesar de sus conexiones coloquiales con la tradición o con el indigenismo, en mi uso del término no me limitaré a los productos de ninguna de las tres expresiones estéticas que identifiqué, sino que lo considero algo presente en todas ellas. “Tradición” señala lo que se ha heredado bajo condiciones culturales particulares en lugares específicos y que es capaz de atesorar genealogías estéticas de historias e identidades compartidas. Es más, para una artista como Sherrie Levine, activa en Nueva York a fines de los setenta, las vanguardias europeas podían funcionar como una forma de tradición madura para revaluarse a través de la apropiación (figura 1.1). En este libro, sostengo que la tradición compensa, e incluso repara parcialmente, las desigualdades culturales y aun económicas, así como las formas de desposesión iniciadas en el siglo XIX por las prácticas de colonización y esclavitud y que son actualmente impuestas a través del dominio neoliberal de la deuda. Como sostiene George Yúdice en El recurso de la cultura, la tradición es un recurso que puede oponerse tanto económicamente (a través de la gentrificación, el turismo, etc.) como simbólicamente al poder financiero de los acreedores.15 Gobernar a través de la deuda puede ser contrarrestado por el poder simbólico y económico de la tradición, aunque hay que recordar que estos despliegues de la tradición por parte de los gobiernos suelen estar lejos de ser igualitarios. David Harvey argumentó, por ejemplo, que bajo las condiciones niveladoras de la globalización en las que una sede corporativa o las instalaciones fabriles pueden reubicarse prácticamente en cualquier lugar, la cultura sirve cada vez más y más como un recurso único debido a su capacidad de monopolizar ingresos. La Gran Muralla china, el Kremlin de Moscú, las ruinas mesoamericanas de México o el Louvre de París, por nombrar sólo algunos monumentos culturales importantes, no se pueden “externalizar” (incluso si las imágenes de estos sitios pueden viajar más allá de sus ubicaciones geográficas). Harvey escribe:
Me gustaría mostrar [...] que hay luchas en curso sobre la definición de los poderes monopólicos que podrían concederse a la localización y la localidad y que la idea de “cultura” está más y más entretejida con los intentos de reafirmar tales poderes monopólicos precisamente porque las afirmaciones de originalidad y autenticidad se pueden articular mejor como reclamos culturales distintivos y no replicables.16
En otras palabras, en un sentido explícitamente económico, mientras que el gobierno neoliberal a través de la deuda socava las relaciones entre localidades y corporaciones tradicionales, también refuerza el vínculo entre un lugar y su cultura o su tradición. De hecho, la cultura y el comercio están profundamente imbricados en las economías globales: por un lad...

Índice

  1. Portadilla
  2. Legales
  3. Dedicatoria
  4. Cartografías contemporáneas para el arte global
  5. Agradecimientos
  6. Introducción
  7. 1. Tradición y deuda
  8. 2. Sincronización
  9. 3. Propiedades en disputa
  10. 4. Culturas curadas
  11. 5. Ciudadanos de la información
  12. Notas
  13. Listado de imágenes
  14. Acerca de este libro
  15. Acerca del autor
  16. Otros títulos