1. EL FONDO DE LA CAZUELA
En Cabourg, la casa del señor y la señora Museau está situada en uno de los barrios nuevos alejados de las playas y del gran dique, apartados de las calles populosas y los hoteles de lujo, al abrigo de toda agitación y todo pintoresquismo. Aquí, en esta periferia neutra y confortable, viven apaciblemente los que residen todo el año en Cabourg.
Es un día del mes de febrero con el cielo encapotado y envolvente. El señor y la señora Museau esperan a una gobernanta que tiene que llegar a las dos y dos minutos de la tarde en el autobús procedente de Caen. La decisión de contratar a alguien no ha sido fácil, y han meditado largamente en qué lugar se celebraría la entrevista con la candidata. El salón les parecía demasiado ceremonioso, el despacho demasiado pequeño, el comedor demasiado íntimo, la cocina demasiado irrespetuosa. Al fin se han decidido por la veranda, una estancia azotada por las corrientes de aire que normalmente no abren hasta que llega el buen tiempo.
Hoy, la veranda del señor y la señora Museau es la única ventana que tiene luz a lo largo de toda la apacible calle, de modo que se los distingue desde lejos a través de los grandes ventanales, como si estuvieran sobre el escenario iluminado de un teatro. Él está de pie, en americana; incapaz de estarse quieto, da vueltas alrededor de la mesa. De vez en cuando se detiene y anota algo en una libreta que tiene delante, encima de la mesa. Su mujer se levanta y vuelve con un jersey puesto. Se ha maquillado y peinado con esmero. Colocan una silla enfrente de ellos. Él consulta el reloj. Ella también. El señor Museau lanza una mirada al exterior justo en el instante en que enfilo el camino de gravilla blanca, entre el garaje y el seto. El hombre se vuelve hacia su mujer, sin duda para advertirle, pero ella ya se ha incorporado. La puerta se abre antes de que me dé tiempo a tocar el timbre.
–¿Es usted la gobernanta?
Es mi primera entrevista desde que busco trabajo en Caen, en Baja Normandía.
En la veranda, la señora Museau me indica la silla vacía.
Durante nuestra conversación telefónica, el señor Museau me ha advertido: «Los dos estamos jubilados. Bueno, es una forma de hablar: la señora Museau siempre ha sido ama de casa.» Será él quien lleve la entrevista, anuncia, ya que sencillamente no está acostumbrado a otra cosa.
–Sé lo que es contratar a alguien, he dirigido hasta quinientas personas. Tenía varias empresas. ¿Conoce usted a Bernard Tapie, el hombre de negocios? Pues yo lo mismo.
Me juzga con el rostro devastado e imperioso. Habla gustosamente y con todo lujo de detalles de su salud y sus dos operaciones de corazón. La conclusión llega con una brutalidad que le gusta saborear:
–Con todo lo que he vivido, y pronto ya no estaré.
Considero de buena educación protestar, pero la señora Museau me interrumpe al punto:
–Sí, sí, es cierto, con todo lo que ha vivido, y pronto ya no estará.
–De momento nos arreglamos bastante bien. La señora Museau se ocupa de planchar. Lleva la casa. Cocina. Lo hace todo. Pero ¡ojo!, he dicho de momento. Cada vez iremos a menos. Y cuando yo ya no esté, quedará la señora Museau.
–A lo mejor me voy yo primero... –suelta la señora Museau en tono de amenaza.
–Sea como sea, sepa que la señora Museau no la habría contratado jamás. Sencillamente, no se le habría ocurrido. Yo preveo. Yo me organizo. Yo decido.
–Tú hablas demasiado.
Los bellos rasgos de la señora Museau apenas se inmutan. Debe de haberlas pasado canutas junto a este hombre, sin poderse tomar nunca la revancha.
El señor Museau prosigue como si no hubiera oído nada:
–Hemos decidido contratar a alguien mientras todavía estamos bien. He preparado una hoja con los aspectos positivos del puesto que ofrecemos. Uno, tendrá alojamiento. La instalaremos en la habitación de uno de nuestros nietos. Hay una cama individual.
Me escruta de arriba abajo.
–Está bien, tiene usted el formato adecuado, seguro que cabe. Y más adelante ya veremos, a lo mejor la cambiamos de lugar.
Se ríe solo mientras me examina una vez más. Luego, continúa:
–Vaciaremos la habitación de todo lo que moleste. ¿Tiene muchas cosas? Supongo que no. Pondremos muebles, en esta casa hay todo lo que pueda hacer falta. Incluso demasiado. Segundo aspecto positivo: le daremos de comer. La señora Museau hace la compra en el supermercado, aquí al lado. Usted la acompañará. Mientras ella compre, usted le dirá: «Eso, eso de ahí me gusta.» Y ella lo añadirá a la cesta. ¿Entiende lo que le quiero decir? Se trata de algo informal. A veces, incluso, la señora Museau le dirá: «Estoy cansada», y entonces irá usted sola a comprar. También le gusta mucho ir al Carrefour. Está más lejos, pero es más grande. Eso le permite ver un poco de mundo. La señora Museau cocina, pero usted la puede ayudar. Puede poner la mesa. Usted recogerá, usted se llevará los platos, pero comerá con nosotros. ¿Cómo se lo explico? No quiero a alguien metido en la cocina mientras nosotros estamos en el comedor. Ni hablar, eso no me gusta nada.
Se interrumpe por un instante.
–Menudo carácter tengo, ¿verdad? Mi mujer siempre me lo dice: «Hablas brusco, seco.» Sea como sea, a veces me ocurre. Es normal. He tenido hasta quinientas personas bajo mis órdenes, ¿se lo había dicho? ¿Sí? ¿Y lo de Bernard Tapie también? Lo mío era la construcción.
–Hablas de ti, como siempre –concluye la señora Museau.
–Bien, pasemos a su currículum de la vida, como lo llamo yo –dice el señor Museau, como si no hubiera oído nada. Coge la hoja que tiene delante y me pregunta la fecha de nacimiento. Anota: «48 años, signo del zodíaco: Acuario.»
Después prosigue:
–Cursó usted un bachillerato de letras, ¿verdad? Veamos, ¿a qué se dedicaba su padre? ¿Funcionario? De acuerdo, pero ¿de qué? Hay funcionarios de todo tipo. Luego, según dice, se dedicó a las tareas de la casa. No tenía necesidad de trabajar. Ahora se acaba de separar y por eso se ve obligada a buscar trabajo. No tiene hijos. Pero ¿y él, los tenía? Desde luego no se casó con usted, ¿verdad? ¿Cuándo se separaron exactamente?
En la hoja, el señor Museau escribe: «Separación hace cinco meses.» Vuelve a la carga:
–¿Lo sigue viendo? ¿Terminaron civilizadamente?
Anota: «Civilizadamente.»
Relee todas las anotaciones y reflexiona:
–En resumen, la utilizó para que se ocupara de todo y luego, cuando ya no la necesitó, adiós muy buenas. Es un poco así, ¿no? Además, seguro que a estas alturas ya ha encontrado a otra.
Su análisis lo satisface. Continúa, como para sí mismo:
–Debe de ser una mujer más joven, me figuro, puede que mucho más joven, quizá. Bueno, ahora la dejo con la señora Museau para que le muestre la casa y su habitación. Tenemos cuatro hijos, dos de ellos, una chica y un chico, en París. Tienen una buena posición. ¿Qué era lo que hacía Christophe? Está en algo de telefonía, me parece. Mi hija es muy activa. Es una Museau. Christophe es un Resthout, como mi mujer (ya ve cómo es, ¿verdad?), pero es un buen chico. Todos lo son. La menor vive con nosotros. Se llama Nicole, como la mujer que viene a planchar, aunque a nuestra hija la llamamos Nicky. Es agente inmobiliaria en Lisieux y tiene treinta y siete años. Cuando estoy enfermo, me echa una mano. No se atreve a irse de casa. Nosotros la queremos echar. Dentro de diez años ya será demasiado tarde, ¿comprende? Le voy a contar una historia para que lo entienda: hace tiempo, la señora Museau tenía una amiga... ¿Cómo se llamaba, que ya no me acuerdo?
A la señora Museau no le gusta que cuente la historia. Se muestra contrariada y revuelve su bella figura.
El señor Museau parece particularmente contento de avergonzarla.
–La llamabais Fifi, ¿verdad? ¿No quieres responder? Como quieras. En fin, Fifi vivía con su madre. Se ocupaba de ella, lo hacía todo. Sus hermanos y hermanas se habían ido de casa. Cuando visitaban a la madre, ésta se los llevaba aparte y les decía: «Escuchad, Fifi trata de envenenarme. Pone cosas en lo que me prepara. Lo heredará todo y no conseguiréis echarla.»
–Cuando uno se hace viejo, no sabe lo que dice –corta la señora Museau–. Además, no cuentas bien la historia, no se entiende nada. Todo lo mezclas como te conviene.
El señor Museau agita la mano para hacerla callar.
–No queremos hacer diferencias entre nuestros hijos. Quiero que Nicky tenga su propio piso en Lisieux. Se irá cuando tengamos una gobernanta. Y ya está. Eso es todo.
La señora Museau me escolta a través de la casa. Siempre ha frotado ella personalmente las grandes baldosas rojas de la entrada, que están relucientes, y ha velado por mantener el orden estricto de todo.
–Ahora ya no me apetece. Me digo: ¿para qué?
Sin su marido, se ha vuelto jovial y no para de sonreír. Abre la puerta del «despacho del señor Museau», situado en la planta baja. El hombre vive ahí, todo lo indica: las sábanas arrugadas en la cama, el desorden de carpetas, el ordenador que parpadea sin parar.
En el piso de arriba, atravesamos a toda prisa el dormitorio de Nicky, en el que, envueltos en un violento olor a tabaco, se apilan tabletas de chocolate, montones tambaleantes de revistas y prendas de ropa hechas una bola. La señora Museau está impaciente por mostrarme su territorio, situado tras una puerta blanca al final de un pasillo.
–¿Cuánto le gustaría ganar? –El señor Museau ha surgido a nuestra espalda calculadora en ristre.
La señora Museau suelta un grito de sorpresa. Él está exultante:
–¡Se ha asustado! ¡Se ha asustado! ¿Ha visto cómo se ha asustado? Pongamos... ¿mil euros? Piénselo. No olvide las ventajas de las que le he hablado: tendrá alojamiento y comida. Usted decide. Incluso puedo subir un poco la cantidad.
Acaba de sacar el coche del garaje.
–Bueno, se acabó, ya ha visto suficiente. La señora Museau le enseñará su dormitorio la próxima vez. Venga conmigo, he decidido que la llevaré a Caen.
El motor ya está encendido.
El paisaje rural, tranquilo y llano, pasa de largo. Ahora casi hace buen día.
–He conducido tanto en mi vida que a veces ni siquiera sabía por qué me encontraba en tal o cual carretera. Avanzaba en línea recta y me preguntaba: ¿adónde voy? Quería triunfar. –De pronto adopta un tono de confidencia–. Mire, en cierto modo he pasado por lo mismo que usted. Durante un tiempo me marché con otra persona. Abandoné a la señora Museau y a mis hijos. Volví cuando me puse enfermo, pero continúo viendo a la otra mujer. La recibimos en nuestra casa, en Cabourg. Cena con nosotros y a veces se queda unos días. Ya la conocerá. La señora Museau habla mal de mí cuando hay gente, pero nunca cuando estamos los dos. Delante de mí, no dice nada. Es reservada. Y ya está acostumbrada a este estado de cosas.
Reflexiona.
–En este momento, la señora Museau debe de estar sentada en la cama, preguntándose si no estaré siendo desconsiderado con usted.
Sonríe con los ojos entornados, imaginándose a su mujer.
–Sea como sea, acompañará a la señora Museau a pasear. Uno de nuestros hijos mu...