El dolor que nos une
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El dolor que nos une

  1. 332 páginas
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El dolor que nos une

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Información del libro

Hay personas que harían cualquier cosa por los demás. Como Philippa Longman, una abuela de 53 años con una familia que la adora, marido, tres hijos, nietos pequeños, que solo desea llegar a casa después de su trabajo en la tienda en una noche calurosa y asfixiante. Como Roisin McAvoy, una jovencísima madre de corazón de oro, una mujer leal a su marido que protege a sus amigos con uñas y dientes. Como el sargento Aector McAvoy, un hombre obsesionado con proteger a los demás, ya sea a su familia del resto del mundo o a los habitantes de Hull, Inglaterra, de una epidemia de crímenes violentos. Hay personas que harían cualquier cosa para vengarse. Pero hay rencores que nunca mueren que son más fuertes que la bondad, y pronto estos tres espíritus afables aprenderán la misma lección: a las buenas personas también les suceden cosas malas. El dolor que nos une es un thriller policiaco, el tercero de la serie del sargento McAvoy escrita por David Mark, que nos demuestra que la gente de buen corazón es casi siempre presa fácil y que el mal es un veneno que disuelve los lazos entre las buenas personas, hasta dejarlos únicamente unidos por el dolor.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2015
ISBN
9788416465576

EL DOLOR QUE NOS UNE

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Lunes por la mañana. 9:16 horas.
Una habitación pequeña, sin ventilación, en el centro de salud de Cottingham Road.
El sargento Aector McAvoy se siente incómodo y ridículo sentado en una silla escolar de plástico; las rodillas prácticamente le llegan a la altura de las orejas.
—¿Aector?
Se da cuenta de que está sacudiendo la pierna. «¡Maldición!». La loquera ha debido de notarlo también. Decide dejar que siga moviéndose para que ella no lo malinterprete.
La mira a los ojos. Aparta la vista. Deja de sacudir la pierna.
—Aector, no intento engañarte. No tienes por qué juzgarte todo el tiempo.
McAvoy asiente y nota que otra gota de sudor le baja desde el cuello de la camisa. Hace demasiado calor en la consulta. Las paredes, con su papel pintado color tirita, dan la impresión de estar sudando también, y las ventanas bloqueadas se están empañando.
Ella continúa hablando. «Palabras, palabras, palabras...».
—Ya me he disculpado, ¿verdad? Me refiero a la consulta. He intentado conseguir otra pero no había ninguna disponible. Creo que si le diéramos un buen tirón a la ventana podríamos abrirla, pero entonces entraría el ruido de la calle.
McAvoy hace un gesto con las manos para restarle importancia aunque, en realidad, tiene tanto calor y se siente tan incómodo que incluso se le ha ocurrido lanzarse de cabeza contra el cristal. De hecho, ya estaba empapado antes de cruzar la puerta. Durante las últimas dos semanas, la ciudad ha vivido con la sensación de tener un perro mojado sacudiéndose encima, pero la ola de calor no ha traído un cielo azul. Por el contrario, Hull languidece bajo un cielo del color del cemento húmedo. Es un clima que tensa el ánimo, induce al letargo y les hace la vida imposible a los hombres grandullones y pelirrojos como el sargento Aector McAvoy, que lleva días sintiéndose sudado, cabreado y cohibido. Es un calor febril, un manto pestilente y tóxico. McAvoy no se quita de encima la sensación de estar revolviéndose entre sábanas mojadas tendidas a secar. Todo el mundo opina que la ciudad necesita una buena tormenta que aclare la atmósfera, pero los truenos aún no han abierto los cielos.
—Creo que disfrutaste en la última sesión. Parecías más animado a medida que avanzábamos. —La terapeuta baja la vista para consultar sus notas—. Estábamos hablando de tu padre...
McAvoy cierra los ojos. No quiere parecer maleducado, de modo que se muerde la lengua. Por lo que recuerda, él ni siquiera ha mencionado a su padre. Ella sí.
—Vale, ¿qué tal si lo intentamos con algo un poco menos personal? ¿Tu trabajo, quizá? ¿Tus ambiciones?
McAvoy mira por la ventana con cierta ansiedad. La escena que ve podría tomarse por una fotografía. Las hojas y las ramas del serbal cuelgan exánimes e inertes, impidiendo que pueda ver la universidad que queda al otro lado de la concurrida calle, aunque no le cuesta nada imaginársela. Visualiza a las estudiantes con la tripa al aire y minipantalones vaqueros diminutos; los calcetines por la rodilla y el pelo peinado hacia atrás. Cierra los ojos y solo ve víctimas. Esta tarde acudirán a las terrazas de las cervecerías. Beberán más de lo aconsejable. Alguien les llamará la atención y, envalentonadas por el alcohol, algunas sonreirán y flirtearán y disfrutarán de la sensación de ir ligeras de ropa. Cometerán errores. Habrá confusión, calor, deseo y miedo. A la mañana siguiente, los detectives tendrán que investigar las agresiones. Quizá algún apuñalamiento. Los padres se angustiarán y la inocencia se habrá perdido para siempre.
Se quita la idea de la cabeza. Se maldice. Oye la voz de Roisin que, como siempre, le dice que deje de hacer el tonto y vaya a disfrutar del sol. Se la imagina tumbada en biquini, con los pies descalzos, absorbiendo todo el calor en el recuadrito de césped agostado que hay delante de la casa; pura despreocupación.
¿Qué le acababa de preguntar? Ah, sí...
—No trato de ser evasivo —dice finalmente—. Sé que tu trabajo es beneficioso para algunas personas. Estudié algo de psicología en la universidad. Admiro mucho tu profesión. Lo que pasa es que dudo que cualquier cosa que pueda contarte vaya a beneficiarnos a ninguno de los dos. No me guardo las cosas. Hablo con mi mujer. Tengo válvulas de escape para mis sentimientos oscuros, como tú los defines. Estoy bien. A veces desearía que mi cerebro se comportara de otra manera y otras veces agradezco que actúe como actúa. La verdad es que soy bastante normal.
La psicóloga ladea la cabeza, como un perro labrador que pidiera sutilmente que lo sacaran a pasear.
—Aector, estas sesiones pueden ser lo que tú quieras que sean. Ya te lo he dicho. Si quieres hablar del trabajo policial, hazlo. Si quieres hablar sobre tu vida personal, no hay problema. Quiero ser de ayuda. Si te quedas sentado en silencio, eso será lo que escriba en mi informe.
McAvoy baja la cabeza y contempla un momento la moqueta. Está extenuado. El calor hace que su hija pequeña esté irritable y no quiera dormir más que con papá. Se ha pasado la noche en una tumbona en el jardín trasero, medio tapado y con su hija encima, mientras ella le agarraba el cuello de su camiseta de rugby y gemía en sueños.
—El serbal —comenta McAvoy de pronto, señalando por la ventana—. Solían plantar ese árbol junto a las iglesias para ahuyentar a las brujas. ¿Sabías eso? Hice un trabajo cuando tenía ocho años. Sorbus aucuparia, se llama así en latín. Conozco el nombre de una veintena de árboles en latín. No sé por qué los recuerdo pero ahí están. Para ser sincero, ni siquiera sé por qué te estoy contando esto. Se me ha ocurrido sin más. Supongo que es agradable poder decir algo sin tener que preocuparme de que la gente me tome por un listillo.
La psicóloga levanta un dedo.
—¿Y en este momento no te preocupa? Eso ya de por sí resulta interesante...
McAvoy suspira; le exaspera estar siendo analizado por alguien que no es él. Él conoce perfectamente su forma de ser. No quiere que lo desmonten por si luego resulta imposible volver a encajar las piezas.
—¿Aector? Oye, ¿te gustaría estar en otra parte?
Levanta la vista y mira a la psicóloga. Se llama Sabine Keane. McAvoy cree que está divorciada. No lleva alianza pero duda que sus padres la llamaran así por gusto, rimando nombre y apellido. Tendrá cuarenta y pocos años y está muy delgada, lleva el cabello recogido en un desordenado moño de pelo rubio pajizo y gris. Va vestida acorde con el calor que hace, con sandalias, una falda de lino y una camiseta negra y lisa que deja al descubierto unos brazos un poco flácidos. No lleva maquillaje y tiene un pegote de algo que parece mermelada en mitad del brazo derecho. Posee una voz cantarina muy apropiada para contar historias, de esas que supuestamente resultan reconfortantes pero que a menudo a él le chirrían. McAvoy no tiene nada contra ella y le encantaría ser capaz de contarle algo que mereciese la pena, pero le cuesta encontrarles el sentido a estas sesiones. Le agradece que haya aprendido a pronunciar su nombre a lo celta y lo cierto es que tiene una sonrisa simpática, pero la cabeza de McAvoy tiene puertas que no desea abrir. El hecho de que el comienzo fuera tan surrealista tampoco ayudó mucho. Cuando iba de camino a la primera sesión, fue testigo de un incidente en el que se vio envuelta la terapeuta. Ella iba en bicicleta. Es difícil creer que una persona tenga el poder de sanarte el alma después de haberla visto pedaleando a toda leche por el carril bus mientras soltaba toda su rabia y gritaba obscenidades a un Volvo.
McAvoy vuelve a intentarlo.
—Verás, los de salud laboral han insistido en que acuda a seis sesiones con un terapeuta aprobado por la policía. Es lo que estoy haciendo. Por eso estoy aquí. Responderé a tus preguntas, pero me está costando mucho no ser maleducado contigo, porque hace calor, estoy cansado y tengo trabajo que hacer. Y sí, preferiría estar en muchos sitios antes que aquí. Estoy seguro de que tú también.
Se ha...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Dedicatoria
  6. Cita
  7. Prólogo
  8. EL DOLOR QUE NOS UNE
  9. Agradecimientos