Fría venganza
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Fría venganza

El primer caso del sheriff Walt Longmire

  1. 408 páginas
  2. Spanish
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Fría venganza

El primer caso del sheriff Walt Longmire

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Una nueva y poderosa voz proveniente del Oeste americano.«En Fría venganza Craig Johnson da vida al vasto paisaje de Wyoming, a su gente y a un personaje extraordinario, el sheriff Walt Longmire.»The New York TimesTras veinticuatro años como sheriff del condado de Absaroka, Wyoming, las esperanzas de Walt Longmire de terminar en paz sus días como agente de la ley se ven frustradas cuando Cody Pritchard aparece muerto cerca de la reserva cheyene junto a una pista muy simbólica: una pluma de águila. Dos años antes, Cody había sido uno de los cuatro chicos de instituto que fueron puestos en libertad provisional tras violar a una chica cheyene. Se diría que alguien va buscando venganza y que Longmire es lo único que separa a los tres chicos restantes de un rifle Sharps del calibre 45-70. Junto a Henry Oso en Pie –su viejo amigo cheyene–, su ayudante –la joven y guapa Victoria Moretti– y un catálogo de personajes que pueblan el paisaje desierto de las altas llanuras, Walt Longmire intentará que la venganza, un plato que se sirve frío, no se lleve a cabo.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2012
ISBN
9788498418880
Edición
1
Categoría
Literature

1

–Rob Barnes dice que han encontrado un cadáver en los terrenos públicos. Lo tienes por la línea uno.
Quizá Ruby hubiera llamado a la puerta, pero no la oí porque estaba mirando los gansos. En otoño, cuando los días se hacen más cortos y el hielo bordea las orillas rocosas de Clear Creek, suelo pasar mucho tiempo contemplando los gansos. La oficina del sheriff de nuestro condado es un viejo edificio Carnegie que mi departamento heredó cuando la biblioteca del condado de Absaroka acumuló tantos libros que tuvo que trasladarse a otro sitio. Todavía tenemos un cuadro de Andy en el descansillo de la entrada. Cada vez que el sheriff anterior abandonaba el edificio, solía hacerle un saludo militar al viejo barón ladrón. Tengo el despacho en una gran sala situada en el saliente del lado sur, lo que me permite ver sin ningún obstáculo las montañas Big Horn a mi derecha y el valle del río Powder a mi izquierda. Los gansos vuelan valle abajo, hacia el sur, de espaldas a mí y, normalmente, me siento de espaldas a la ventana, pero a veces me pillan con la silla girada del revés. Parece que, últimamente, me pasa cada vez más a menudo.
La miré. Mirar es una de mis técnicas más eficaces para hacer cumplir la ley. Ruby es una mujer alta, delgada, de actitud directa y unos ojos azul claro que tienden a poner a la gente nerviosa. Y eso me gusta en una recepcionista: mantiene a la chusma alejada del despacho. Se apoyó en el quicio de la puerta y optó por el modo telégrafo:
–Bob Barnes, cadáver, línea uno.
Miré la luz roja que parpadeaba en mi escritorio y me pregunté vagamente si habría alguna forma de librarse de aquello.
–¿Sonaba como si estuviera borracho?
–No recuerdo ninguna ocasión en que haya sonado sobrio.
Me apoyé el expediente y las fotos que había estado examinando en el pecho y apreté el botón de la línea uno y el altavoz.
–Eh, Bob, ¿qué pasa?
–Eh, Walt. No te vas a creer esto… –no sonaba especialmente borracho, pero Bob era todo un profesional, así que nunca se sabe. Se quedó un momento callado–. Eh, no es coña, tenemos un fiambre aquí mismo.
Le guiñé un ojo a Ruby.
–Sólo uno, ¿eh?
–Eh, que no me estoy quedando contigo. Billy estaba trasladando algunas ovejas de Tom Chatham de los terrenos públicos a los pastos de invierno, cuando las muy jodidas se arremolinaron alrededor de algo en uno de los terraplenes… Era un fiambre.
–¿No lo has visto?
–Yo no, pero Billy sí.
–Que se ponga.
Hubo un breve forcejeo con el teléfono y una versión más joven de la voz de Bob respondió.
–Eh, sheeeriff.
Tenía la voz pastosa. Genial.
–Billy, ¿dices que has visto un muerto?
–Pues sí.
–¿Qué pinta tenía?
Silencio durante un instante.
–Pinta de estar muerto.
Me entraron ganas de darme con la cabeza contra el escritorio.
–¿Es alguien que conozcamos?
–Oh, no me he acercado tanto.
En lugar de golpearme, me subí el sombrero y suspiré.
–¿Cuánto te has acercado?
–Unos doscientos metros. Hay mucha pendiente en los terraplenes por donde la corriente de agua atraviesa la vaguada. Las ovejas se quedaron a su alrededor. No quería bajar con la camioneta hasta allí porque acababa de limpiarla.
Me quedé estudiando la lucecita roja del teléfono hasta que caí en la cuenta de que Billy no iba a continuar hablando.
–¿Hay alguna posibilidad de que se trate de una oveja o un cordero? –si el rebaño estaba alrededor, seguro que un coyote no era–. ¿Dónde estáis, muchachos?
–En la 137, a menos de un kilómetro pasado el viejo puente Hudson.
–De acuerdo, quédate donde estás. Enviaré a un agente y estará ahí en una media hora.
–Sí, señor… Oiga, sheeeriff –yo permanecí a la espera–. Mi padre dice que traiga cerveza, ya casi no nos queda.
–Faltaría más –pulsé el botón y miré a Ruby–. ¿Dónde está Vic?
–Seguro que no está sentada en su despacho mirando antiguos expedientes.
–¿Dónde está, por favor? –fue su turno de suspirar y, sin mirarme directamente, dio un paso al frente, cogió la carpeta gastada que tenía sobre el pecho y volvió a ponerla en el archivador, donde siempre la dejaba cada vez que me pillaba examinándola.
–¿No crees que deberías salir de la oficina en algún momento del día? –Ruby continuaba con la mirada puesta en las ventanas.
Me lo pensé.
–No voy a ir hasta la 137 para ver una oveja muerta.
–Vic está al final de la calle, dirigiendo el tráfico.
–No tenemos más que una calle. ¿Para qué está haciendo eso?
–Las luces de Navidad.
–Ni siquiera estamos en Acción de Gracias.
–Es cosa del ayuntamiento.
Yo mismo se lo había encargado el día anterior, pero se me había olvidado al segundo. Tenía dos opciones: ir hasta la 137, beber cerveza y mirar ovejas muertas con el borracho de Bob Barnes y el imbécil de su hijo o marcharme a dirigir el tráfico y dejar que Vic me echara en cara lo descontenta que estaba conmigo.
–¿Tenemos cerveza en la nevera?
–No.
Me ajusté el sombrero y le dije a Ruby que, si alguien más llamaba para hablar de cadáveres, le dijera que ya teníamos cubierto el cupo del viernes y que llamara la semana próxima. Cuando mencionó el nombre de mi hija, me detuve: ella es mi rayo de sol particular.
–Saluda a Cady de mi parte y dile que me llame.
Eso era bastante sospechoso.
–¿Por qué? –Ruby me despachó con un gesto de la mano. Mi sofisticado instinto detectivesco me decía que había gato encerrado, pero no tenía ni tiempo ni energía para averiguarlo.
Me monté de un salto en mi Silver Bullet y conduje hasta la ventanilla de autoservicio de la licorería de Durant para comprar un pack de seis cervezas Rainier. No tenía sentido subvencionar los vicios de Rob Barnes con un pack entero, así que destapé una de las botellas y eché un trago. Ah, el frescor de la montaña. Iba a tener que pasar por delante de Vic y que me contara lo muy jodida que estaba, así que enfilé Main Street y me sumé a un atasco que se componía de tres coches para contemplar la palma de la mano extendida de la ayudante del sheriff Victoria Moretti.
Vic era una agente de la ley que pertenecía a una familia del sur de Filadelfia que contaba con un buen número de agentes de la ley. Su padre era poli, sus tíos eran polis y sus hermanos eran polis. El problema era que su marido no era poli. Trabajaba como ingeniero de minas en la compañía Consolitated Coal, que lo había trasladado a Wyoming para ocuparse de una mina que estaba a medio camino entre nosotros y la frontera de Montana. Hacía dos años que había aceptado el nuevo puesto y que Vic lo había dejado todo para venirse con él. Escuchó el viento soplar, jugó a ser ama de casa unas dos semanas y luego se presentó en la oficina para pedir trabajo.
No tenía pinta de poli, al menos no la pinta que nuestros polis solían tener. Supuse que se trataba de una de esas artistas becadas por la Fundación Crossroads, de las que recorren las carreteras del estado de arriba abajo con sus zapatillas de deporte de ciento cincuenta dólares y sus gorras de béisbol de los Yankees de Nueva York. Uno de mis ayudantes fijos, Lenny Rowell, acababa de dejarme para unirse a la Patrulla de Carreteras. Podría haberme traído a Turco de Powder Junction, pero eso me apetecía tanto como hacer gárgaras con cuchillas de afeitar. Y no porque Turco fuera mal ayudante, sino porque yo no era capaz de soportar todo su rollo de cowboy de rodeo y tampoco me gustaba su carácter de niñato. Nadie más en el condado se había interesado por el trabajo, así que le hice un favor a la chica y la dejé rellenar la solicitud.
Estuve leyendo el Durant Courant mientras estuvo sentada en la recepción, emborronando el dichoso formulario por delante y por detrás durante media hora. Le empezó a temblar la mano con la que sostenía el bolígrafo y, cuando terminó, su cara había adquirido el color del granito. Tiró el papel encima del escritorio de Ruby, murmuró «Que le den a esta mierda» y se marchó. Comprobamos todas sus referencias, llamamos tanto a los investigadores de campo en balística como al jefe de policía de Filadelfia. Sus credenciales no dejaban lugar a dudas: estaba entre el cinco por ciento de los mejores de la academia, titulada en orden público por la Universidad de Temple, le faltaban diecinueve créditos para acabar el máster, tenía una especialidad en balística, dos distinciones y cuatro años de servicio de patrulla. La chica iba a por todas: en un año la habrían ascendido a detective. Yo también estaría jodido si fuera ella.
Conduje hasta la dirección que ella me había dado, una caravana pequeña cerca del cruce de las dos autopistas, sin más que polvo y matojos de salvia alrededor. Había un Subaru con matrícula de Pennsylvania y una pegatina en el parachoques donde se leía «Vamos, Búhos», así que supuse que me encontraba en el lugar correcto. Cuando subí los escalones, ella ya estaba en el umbral y me miraba tras la puerta mosquitera.
–¿Sí?
Estuve casado durante un cuarto de siglo y tengo una hija que es abogada, así que sé cómo actuar en estas situaciones: quédate en lo básico y ve directo al grano con la señora. Me crucé de brazos y me apoyé en una verja que chirrió cuando los finos tornillos intentaron zafarse de su piel prefabricada de aluminio.
–¿Quieres el trabajo?
–No.
Ella miraba por encima de mí, en dirección a la carretera. No llevaba zapatos puestos y arañaba la moqueta raída con los dedos de los pies, como haría un gato con sus zarpas, como si tuviera que aferrarse al suelo para no salir disparada. Estaba un poco por debajo de la media en cuanto a estatura y peso, tenía la piel aceitunada y el pelo negro y corto, de ese que se queda de punta de pura indignación. Había estado llorando, tenía los ojos del color del oro bruñido y lo único que se me ocurría era abrir la mosquitera y abrazarla. Yo mismo había tenido bastantes problemas últimamente, así que pensé que los dos podríamos quedarnos así y llorar un rato.
Me miré las botas marrones y contemplé cómo el polvo se deslizaba dibujando surcos sobre la superficie del porche.
–Estamos teniendo un viento estupendo –ella no pronunció ni una sola palabra–. Oye, ¿quieres mi trabajo?
Ella se rió.
–Puede.
Los dos sonreímos.
–Bueno, podrás quedártelo dentro de unos cuatro años, pero justo ahora necesito un ayudante –Vic volvió a levantar la vista hacia la carretera–. Pero necesito un ayudante que no salga corriendo a Pittsburgh dentro de dos ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Fría venganza
  4. Epílogo
  5. Agradecimientos
  6. Créditos