Sueños
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Sueños

  1. 368 páginas
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Información del libro

«Robert Walser es un escritor fundamental. Un Paul Klee en prosa, delicado, astuto, obsesionado. Un miniaturista que reivindica lo antiheroico, lo humilde, lo pequeño. Sus virtudes son las del arte más maduro, más civilizado. Es en verdad un escritor maravilloso, desgarrador.» Susan SontagSueños reúne textos en prosa de la época de Biel (1913-1920) que Robert Walser no incluyó en sus libros editados, así como relatos y fragmentos inéditos o publicados por primera vez en libro. En sus relatos idílicos y ensoñaciones, en sus retratos e historias simbólicos, en su manojo de recuerdos y en las reflexiones tanto humorísticas como serias, Robert Walser contrapuso su mundo personal a la traumatizante experiencia del tiempo: la esperanza de redención a través de la naturaleza, la conciencia de lo pequeño y sencillo y el gusto por los juegos estilísticos.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2012
ISBN
9788498419788
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

UNA HISTORIA ENDIABLADA

Una historia endiablada

Permíteme, querido lector, que te hable de un amor demasiado elevado y delicado como para propiciar resultados tangibles. La verdad es que debería escribir una novela larga y bien estructurada sobre un tema tan bonito y conmovedor, pero hace un tiempo tan apacible, luminoso y cálido que incita a un hombre corriente como yo a degustar el placer del paseo o a beber el acostumbrado vaso de cerveza en un jardín con plataneros, o a bañarse en el lago cercano con refrescante viento del oeste. Por eso seré breve y referiré que hace algún tiempo una mujer (¡ojalá fuera sueca, rusa, danesa!) amó a un hombre joven con tal pasión que le habría encantado huir y perderse con él por el vasto mundo, pero lo malo es que estaba casada, y lo peor es que no era capaz de infligir dolor a su esposo. Aquí, oh apreciado lector de novelas suecas y escandinavas, llego y piso hondo y hasta la rodilla en lo que se denomina novela danesa o psicológica. Así pues, prosigo con pluma temblorosa, no, mano (¡y por consiguiente, pluma!), y comunico lo que un escritor de gran corazón no puede comunicar sin sollozos, es decir que la mujer casi perdió la cordura. Su buen esposo a punto estuvo también de perderla. Ambos eran demasiado delicados, elegantes y sensibles para hacerse daño mutuamente. Historia complicada y peliaguda esta en la que me enredo, imprudente de mí. La mujer se hubiera largado de mil amores con su fogoso amante, pero era demasiado noble para fugarse y además, ¡santo cielo!, los amaba a ambos: tanto a su marido como al hombre joven. Espantosa situación. Ahora, por el honor del que gozo como ágil dibujante y redactor a pluma, ahora se hace la danesa y la sueca de un modo que, según creo con la firmeza de una roca, no me imitará nadie hasta donde la vista alcanza. ¿Dejaría a mi amante salir de viaje y largarse con viento fresco si al mismo tiempo me gustase de todo corazón quedarme en casa con el bueno de mi marido? ¿Amaría lo suficiente al amante, si no pudiese dejar de amar a mi propio marido? Aquí se me antoja que entran en juego problemas anímicos y novelescos puros y duros, por no decir incluso de pura cepa. Pero ¡continuemos! El buen hombre deseaba de corazón permitir largarse a su esposa para que ella se extasiase con una felicidad amorosa inaudita e inmensa, pero al mismo tiempo no le daba permiso, pues en ese caso le habría partido el corazón. Por amor él se lo permitía gustoso, pero también por amor y sin más consideraciones le rogaba y suplicaba que permaneciese formalita en su hogar para que él no perdiera su pobre cordura que, sin embargo, por amor a ella, pretendía perder y echar de menos para siempre. La mujer lloraba, primero porque ya no encontraba la fuerza para correr mundo con su amante, y segundo porque ya no era capaz de quedarse tranquilamente en casa con su marido, ocupándose de los quehaceres domésticos como hasta entonces. El hombre lloraba, se deshacía en lágrimas sumido en la desesperación, primero porque estaba obligado a decirle a la mujer que hiciera el favor de quedarse en casa y estarse quieta, lo cual le dolía, pues como amante marido deseaba permitirle todo a su mujer, y segundo, porque permitía a su mujer todo lo imaginable, aunque no podía. La mujer quería, pero no era capaz, y el marido quería, pero no podía. Total que ambos lloraban. También el hombre joven tuvo que colaborar en el llanto de buen grado o por la fuerza. Los tres sollozaban que daba lástima. Y es que eran demasiado delicados, y por eso la cosa se quedó en nada, con lo cual finaliza este relato.

Dos mujeres

Una joven delicada y bonita llamada Olga admiraba a un hombre, un tipo extraordinario demasiado vanidoso y pagado de sí mismo como para no dejarse admirar. Si la joven hubiera sido sagaz e ingeniosa, pronto le habría llamado la atención la impasibilidad con la que el objeto de su admiración toleraba precisamente esa tierna admiración, y habría podido contemplar el derroche de orgullo masculino. Mas por desgracia ella carecía del don del ingenio, y de la lucidez y la virtud para formarse su propia opinión, de modo que rechazó una serie de proposiciones honradas y sinceras para decantarse por un tipo raro, orgulloso y frío. Ella se creía autorizada, más aún, casi obligada, a despreciar a los hombres formales, porque su adorado carecía de formalidad, cualidad a sus ojos admirable e insigne. ¡Singular ceguera! Él era un mozo grosero, un actor que interpretaba teatro porque los ademanes corrientes le eran ajenos, y por el contrario cualquier comportamiento y porte extraño le resultaba familiar. En resumen, que embelesó a un ser tierno y tímido con una rudeza efectista, a una joven inexperta con una masculinidad desmedida. Qué teatral era la barba de capitán de bandidos que adornaba su rostro, siempre de una palidez novelesca, y con qué orgullo llevaba una bata de artista de terciopelo. Su sombrero era la expresión del arrojo, y era un as haciendo rodar los ojos y gesticulando; suponiendo que pueda existir grandeza en esas cosas tan vacías, tan banales. Un buen día, cuando por fin la señora Inteligencia le abrió suavemente los ojos, la pobre muchacha se vio traicionada en sus hermosos pensamientos y sentimientos. Vio un engaño tan descomunal que creyó poder tocarlo con la mano. Esto no habría constituido una gran desgracia si no hubiera tenido que decirse que había desaprovechado la mejor época de su vida. Cuando consiguió aclararse, había envejecido. «No mereció la pena», suspiró ella agachando su decepcionada cabecita.
Permíteme, querido lector, mostrarte a un hombre que, si no me equivoco, escribía a su mujer, cuando era su novia, las cartas más nobles y tiernas, como si fuera un verdadero y prodigioso admirador de la feminidad. Sin embargo, después, cuando la hermosa desposada y dulce novia se convirtió en su esposa, el trato que le dio fue radicalmente distinto. Le asignó por así decirlo el humilde rinconcito de ama de casa que le correspondía, según la tradicional y típica opinión de su digno marido. Mientras él con toda su excelencia y superioridad se situaba sobre el más alto pedestal interno y externo, rebajaba a su consorte a la espléndida condición de criada sumisa, con lo cual creía sin duda alguna demostrar que era un genuino hombre alemán, error tan abundante como la arena del mar. ¿Qué había sido de la fragancia y del eco de la adoración? ¿Dónde estaba ahora la poesía de la caballerosidad hacia las mujeres débiles, delicadas? El señor leía, endiosado, su periódico favorito y, tras la comida copiosa, excelente y adormecedora de la mente, se echaba una siestecita deliciosa y loable. Su atractiva mujer pronto devino en una vieja boba, descendió peldaño a peldaño en la estima del antaño ardiente adorador, a quien veía preferir con alegría y genuino espíritu alemán la taberna con su parroquia grosera a la conversación que ella le ofrecía, y tenía que decirse encima que lo mejor era callar ante tamañas humillaciones. Apacible y primorosamente se resignó a su destino. ¿No es el destino de bastantes mujeres que creyeron hacer una buena boda cuando se convirtieron en esposas de hombres finos y cultos?

El matrimonio

En casa de unos cónyuges que hasta entonces habían vivido juntos en una paz indiscutible, se presentó una mañana, mediodía o noche, como si viniera de un lugar remoto, un joven que, tanto por su carácter modesto y noble como por sus excelentes modales, les causó la mejor impresión, hasta el punto de que con la más hermosísima franqueza le rogaron que los visitase con frecuencia, hecho que, según confesaron, les causaría una profunda alegría. Tanto el marido como la mujer simpatizaron de veras con el joven, que, a pesar de su juventud, exhibía tanta serenidad, tanta fuerza, una salud tan ostensible, tanta delicadeza. Sebastian, pues así se llamaba, causaba muy especialmente una impresión de hondo aislamiento juvenil, de tal modo que la bondadosa pareja, admirando su comportamiento sereno y agradable, no podía evitar compadecerle por la delicada expresión de aflicción que revelaba su actitud. Parecía haber sufrido en sus años tiernos diversas privaciones y haber afrontado múltiples desconsuelos; en suma, que les gustó, y dado que él, en lugar de despreciar su amable invitación, la aceptó agradecido, se habituaron a verlo en su hogar, y no tardaron en acostumbrarse a considerarlo un pariente amable y digno de confianza.
Entretanto, como el marido solía estar ausente y era la mujer quien se reunía con el joven, un amor incontenible por Sebastian se apoderó del corazón femenino, y un buen día le permitió abrazarla y besarla, acontecimiento que hizo derramar a la mujer ruidosas lágrimas de alegría. Cuando el marido llegó a casa, no les quedó más remedio que ocultarle lo sucedido. Total que una mujer noble y buena, hasta entonces honrada a carta cabal, se vio inmersa en una dicha desmedida y en una desdicha sin límites. Ella derramaba dos tipos de lágrimas: de alegría y de placer, pero también de otra índole, de pesar por la pérdida de la grata integridad que había poseído hasta entonces. Para ella el amor que sentía por su juvenil amigo no era lo más valioso, no hasta el punto de obligarle a postergar el valor de la buena reputación. Tan rápidamente como fue capaz, acudió a su marido y se lo confesó todo.
«Amo a Sebastian», le dijo. «¿Qué me dices, querido esposo? ¿Callas, palideces? Ciertamente tienes motivos para asustarte y palidecer por semejante confesión que desgarra todo lo que hasta ahora había estado unido. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Y tú? ¿Cómo puedo atreverme a respirar causándote un dolor tan grande? ¿De dónde saco el valor para conservar unos ojos que ven cómo te ofendo? A ti, a quien respeto y amo. ¿Por qué os amo a Sebastian y a ti al mismo tiempo? ¿Por qué te ofendo, te precipito en la desgracia, si te amo igual que siempre, aunque simultáneamente ame a Sebastian? No puede ser. ¿No es verdad, amado esposo? Esto no puede ser. Pero ¿por qué no? ¿Por qué no? ¿Por qué es imposible amaros a ambos, si amo tanto al uno como al otro, a ti querido esposo, como siempre, y a él desde hace poco? Dios del cielo, ilumina, ilumina esta noche. ¿Qué debo hacer para que no te desesperes, querido esposo, y para evitar caer yo misma en el desaliento y en la desesperación? ¿No me respondes? ¿Acaso ahora, porque Sebastian es mi amante, ya no soy tu mujer? ¡Oh, sí! ¿Y tú ya no eres mi marido? ¡Claro que sí! ¿Es Sebastian para ti, querido esposo, un monstruo porque lo amo? ¿Es tu mujer un monstruo a tus ojos porque desea que la ames y que también Sebastian la ame? Sebastian y tú sois lo que más quiero en el mundo. ¿Debéis convertiros en enemigos a partir de este momento en que precisamente me gustaría disfrutar de vosotros dos? Di algo. Tu silencio me condena… pero ¿por qué ibas a querer condenarme? ¿Forzoso es… condenarme? ¿Está escrito en las estrellas? ¿Es inevitable?»
El hombre calló. Mordiéndose los labios por lo que sucedía en su interior, arrojó el dolor que inundaba su pecho palpitante a un rincón, enterró la furia, cerró las puertas a la cólera, se limitó a encogerse de hombros, apesadumbrado, agachó la cabeza y bajó los ojos hacia el suelo. Ahora se comportaba así día tras día. Mantenía los labios muy apretados, sin decir palabra, como si tuviera que reprimir un terrible secreto. En su conducta se mostraba indulgente y cansado, solícito, pero triste hasta decir basta. Iba y venía en silencio, como siempre, pero completamente mudo. Lo que tenía que decir carecía de sonido, era como si hablara un muerto. Iba y venía sin decir palabra, así durante semanas enteras, hasta que la atormentada mujer ya no pudo resistir más el pánico y horror que arruinan la razón. Su amor por Sebastian ya no le brindaba la menor alegría y, cosa extraña, en Sebastian iba desapareciendo cualquier asomo de ternura por su amiga, ya que veía a su marido comportarse de una forma tan viril, cuando en muchos lugares (el autor mete baza deprisa) el amor de los amantes tiene similitud con el placer de ver lastimosamente deshonrado al rival o marido. La inclinación de Sebastian por la mujer decreció a medida que crecía la auténtica filantropía que sentía por el marido. Poco después abandonó la escena, apremiado por sí mismo y también por su amante, dejando una mujer desdichada a un marido desdichado, pero no implacable. Éste no vaciló en alegrarse de nuevo por su hermosa mujer. Al cabo de cierto tiempo, derretida por su bondad e indulgencia, ella cayó a sus pies. Él la levantó deprisa y dirigiéndole una mirada amable dijo: «No ha pasado nada». Sebastian, por su parte, se sumergió en la vorágine del mundo y con el tiempo llegó a ser grande.

Rosa

Rosa, una muchacha alegre y bonita, muy inteligente, agraciada y vivaz, mantenía la relación más íntima y cariñosa con Paul, un hombre joven, demasiado como para que Rosa tuviera que amarlo con toda la pasión de su cálido corazón femenino cuando se atrevió a depositar su confianza en él e iniciar relaciones. La superioridad de Paul consistía en su garbosa fachada, su bonita figura y un carácter muy simpático y complaciente. Su comportamiento cautivador auguraba las mejores perspectivas; el fuego bondadoso de sus ojos prometía la más excelente conducta, y el tono halagador de sus palabras entrañaba los más soberbios augurios. El supremo deber de Paul era convertirse en un hombre, y como en su comportamiento y en su voz, a pesar del timbre juvenil-aniñado, resonaban ya ecos del futuro hombre cabal, la ternura que Rosa le dispensaba, rayana casi en la admiración exaltada, no era en absoluto antinatural. Ella amaba sobre todo la mezcla de infantilismo, audacia e insolencia, y, si por ejemplo lo veía dormir alguna vez, imaginaba que era su madre, y asomaban a sus ojos unas claras, alegres lágrimas de arrobo y una emoción maternal. Su dulce sueño era que su precioso querido, pues así lo llamaba, se tornara cabal y sincero. Rosa sentía hacia él una compasión desbordante, infinita, sin que acertara a saber los motivos concretos. Paul encarnaba la necesidad de una dirección y guía, y acaso fuera eso lo que Rosa más amaba en él. Por la noche, cuando la luna proyectaba su suave y fascinante resplandor sobre el mundo oscuro y callado, ambos solían salir a pasear por los alrededores, por el bosque y el campo abierto, donde en completa soledad se detenían, se besaban y se acariciaban como Romeo y Julieta.
Un buen día Paul partió de viaje al extranjero, pues estaba en la edad en que hay que conocer medianamente el mundo para formarse una idea de la existencia humana, y éste fue el primer paso del posterior distanciamiento entre los amantes. Viajar y conocer mundo han destruido ya alguna profunda e íntima amistad. Paul prometió escribir a Rosa, y cumplió su palabra. Pero curiosamente todas sus cartas dejaban traslucir una distracción más o menos evidente y no gustaban a la destinataria todo lo que deseaba. En el hogar el joven había sido malcriado por sus padres, sobre todo por la madre que estaba loca por él, y ahora lo mimaba y malcriaba la vida que, según está dispuesto el mundo, acoge con la máxima amabilidad a ciertos jóvenes, ofreciéndoles sólo buenas palabras, mientras curiosamente con otros se muestra dura y desabrida durante años y años.
Paul se acostumbró a la taberna igual que la taberna, valga la expresión, se acostumbró a él. Cantaba, acompañándose al piano, que no tocaba mal, esas canciones que gustan a todo el mundo llamadas cuplés. Con sus maneras libres, su hermosa cabellera rizada y su atractiva franqueza se hacía querer en la calle y en la intimidad, ganándose en un abrir y cerrar de ojos el afecto y la buena opinión de cualquiera y granjeándose más amigos de los que podía aprovechar. Lisonjeado por gentes superficiales, se acostumbró a una frivolidad que arrojó aquí y allá cualquier atisbo de diligencia y seriedad y disipó la ambición y el espíritu de laboriosidad. Cuando Rosa volvió a verlo al cabo de uno o dos años, se había distanciado de ella más que si continuase en el extranjero. Al tenerlo cerca, se percató gracias a diversas señales del tipo de vida que había llevado durante su alejamiento, y le dolió en lo más hondo observar cómo lo dominaban la superficialidad, cuyo aroma la mortificaba, y la inclinación a lo banal, que le resultaba ofensiva. Mas no por ello renunció a la esperanza de poseerlo y deleitarse en él; ella más bien lloraba a escondidas de vez en cuando al pensar, reprochándoselo, qué poca ternura entrañaba juzgar tan severamente a Paul que, según se figuraba ella con hermosa y ferviente devoción y conmovedor afecto, volvería a transformarse a su lado en aquel que había sido no hacía tanto tiempo. Pero las pruebas de falta de amor, solicitud y delicadeza, en lugar de disminuir, aumentaron. A algunas citas, Paul, desdeñoso, llegaba tarde, como si reunirse con Rosa le molestara. Sus besos se tornaron más fríos, y un buen día la pobre muchacha se vio obligada a reconocer que estaba engañada, que Paul ya ni la veneraba ni la amaba, que ningún tipo de deseo lo atraía hacia ella, que la mentira, la comedia y la traición palmaria eran evidentes, por lo que había llegado la hora de romper con el infiel.
Se pasó llorando días enteros. ¿Poseía...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Breve excursión
  4. Imágenes
  5. Una historia endiablada
  6. Mirada retrospectiva
  7. Ceniza, aguja, lápiz y cerilla
  8. Recuérdalo
  9. Apéndice
  10. Textos y fragmentos tachados
  11. Felicitación por el vigésimo quinto aniversario de la aparición de la revista Die Schweiz
  12. Epílogo
  13. Cronología
  14. Notas
  15. Créditos