El oscuro invierno
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El oscuro invierno

Primer caso del sargento McAvoy

  1. 280 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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El oscuro invierno

Primer caso del sargento McAvoy

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Índice
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Información del libro

«Una primera novela extremadamente prometedora.» The GuardianHull, East Yorkshire. Poco antes de Navidad, un anciano (único superviviente del naufragio de un barco de arrastre ocurrido hace cuarenta años) es hallado muerto en el mar. En una iglesia, una muchacha (único miembro de una familia que sobrevivió a una matanza durante el conflicto de Sierra Leona) es acuchillada con un machete. Un drogadicto (que logró huir de la casa en llamas donde murió su familia) es abrasado en un incendio en un barrio de viviendas de protección oficial. El sargento McAvoy, un fornido policía que es mirado con recelo por el resto de sus compañeros debido a su inquebrantable sentido del deber, será el único capaz de encontrar la conexión entre estos tres crímenes y el asesino de aterradores ojos azules que oculta su rostro tras un pasamontañas negro...

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Información

Editorial
Siruela
Año
2013
ISBN
9788415803379

Segunda parte

Capítulo 10

–Solo bebió tres pintas, Hector –le había recriminado Pharaoh desde la puerta del centro de coordinación, como si fuera la directora de un colegio a la busca de quienes han hecho novillos, riendo mientras McAvoy subía las escaleras a toda prisa, con la cara congestionada y jadeante, y la bandolera se le enganchaba en la barandilla y le frenaba como si le hubieran echado un lazo–. Un día me encantaría verle a usted después de una sesión en mi casa. No saldría de la cama en dos semanas.
Vestía una falda de cuero rojo hasta las rodillas y una rebeca negra ceñida que acentuaba su impresionante busto. Llevaba maquillaje espeso y el pelo perfectamente arreglado. Había bebido el triple que McAvoy la noche pasada, pero de no ser por los oscuros semicírculos bajo sus ojos, podría parecer que acababa de regresar de unas vacaciones a bordo del yate de un amante viejo y adinerado.
–Lo siento, señora, el tráfico y Fin, y…
–No se apure –había dicho con una sonrisa–. Nos las arreglamos sin usted.
–Lo oí en la radio –dijo resollando–. ¿Un incendio en una casa? En Orchard Park.
Ella asintió.
–Se lo hemos pasado a los chicos de Greenwood. No podemos prescindir de efectivos. El sargento Knaggs se está encargando de ello. Creo que le sentó un poco mal recibir mi llamada y enterarse de que no había sitio para él en el caso de Daphne.
El caso de Daphne, advirtió McAvoy, no el caso Cotton. Pharaoh estaba realmente afectada.
–La cosa está clara, ¿no?
–No estoy segura. Quienquiera que fuese el hombre achicharrado, no es el propietario de la casa. Este ya estaba en el hospital. Es uno de los vecinos honrados de la urbanización. Un viejo agradable. Su mujer está con su hija en uno de esos feudos de los Tories. En Kirk Ella, creo. Al parecer la hija pegó un bote de alegría cuando se enteró de que la casa había sido pasto de las llamas. Ya le gustó menos cuando los agentes mencionaron que habían encontrado a un ser humano chamuscado en el sofá. No tiene ni idea de quién puede ser. De todos modos, dudo mucho que podamos hablar con él. Tiene quemaduras en el noventa por ciento de su cuerpo. Apenas le queda cara. Los órganos internos están prácticamente abrasados. Es evidente que se utilizó un acelerante, pero los de la científica no pueden decirnos mucho más. El tipo está en el nuevo módulo del hospital Hull Royal, pero es probable que lo trasladen a Wakefield. No sé por qué. A menos que tengan un traje como esos de neopreno hecho de piel para meterlo dentro, lo lleva claro.
McAvoy asintió. Tenía cierto interés en el incendio de Orchard Park, pero siendo sincero debía admitir que cuando oyó la noticia en la radio pensó que la víctima era un drogadicto o un ladrón. Una verdadera lástima, pero no una tragedia. Alguien debía dedicarle tiempo. Pero no él necesariamente.
–¿Así que me perdí el análisis post mórtem?
–Agradézcalo –dijo–. Hasta Colin Ray mantuvo la boca cerrada.
–¿Resultado?
Pharaoh no había necesitado consultar sus notas. Lo recitó de un tirón, sin ninguna emoción, mirándole a los ojos sin fijarse realmente en él.
–Ocho machetazos distintos, todos hasta el hueso. El primero le rompió la clavícula. Un golpe dado por encima de la cabeza con la mano derecha. Seis cuchilladas más en la misma zona dejaron ese hueso hecho astillas. Un fragmento le perforó el tórax. Y, por último, mientras yacía en el suelo, un golpe definitivo justo en el corazón. Antes de que retirara la hoja del machete ya debía de estar muerta.
McAvoy cerró los ojos. Trató de respirar con sosiego.
–Entonces pretendía realmente matarla, ¿no? El golpe final fue tan…
–Concluyente –asintió Pharaoh–. Sin duda la quería muerta. No sabemos quién es, por qué quería matarla o por qué eligió hacerlo en una jodida iglesia llena a rebosar, pero sabemos que estaba totalmente decidido a hacerlo.
McAvoy observaba mientras ella se clavaba los nudillos en la frente. Torcía la mandíbula. Cerraba con fuerza los ojos. Se estaba enfadando.
–¿Qué más?
–Una prueba de lo que su joven amiga le contó anoche. La señal de una vieja cicatriz en la clavícula. En el mismo lado. El patólogo apenas pudo verla debajo del destrozo causado por las heridas, pero estaba allí. Esto ya le había ocurrido antes.
–¿Qué vamos a hacer con esta información, señora? ¿Ha alertado a los del equipo?
Pharaoh asintió.
–No sabemos lo que significa, pero hay que investigarlo. Era tan reducido el número de personas que lo sabían que podría ser una horrible coincidencia, pero me parece difícil de creer. Colin Ray se lo tragó como si fuera una empanada de carne. En cuanto lo mencioné ya lo tenía decidido. Fue algún refugiado africano que acabó lo que habían empezado. Salió de aquí quejándose de los extranjeros que acaban sus negocios sucios en Yorkshire. Pero no creo que esa sea realmente la solución del caso.
McAvoy permaneció en silencio. Era de la misma opinión.
–Según los informes de toxicología, no tenía en su cuerpo más alcohol que un sorbo del vino de la comunión. Estaba algo resfriada. Y era virgen.
Después Pharaoh se había dado la vuelta, incapaz de continuar.
–Los teléfonos del centro de coordinación son todo suyos –había dicho por encima del hombro mientras se encaminaba hacia las escaleras–. Considérese el jefe de la oficina si así lo desea. Solo asegúrese de que los agentes y el personal de apoyo no dicen ninguna tontería. Tengo que marcharme y ver a la familia. El Hull Daily Mail quiere que conteste algunas preguntas. El jefe superior quiere que le dé novedades a las tres. ¡Como si tuviera algo que decirle! Hay un montón de grabaciones del circuito cerrado de televisión por revisar, si es que encuentra cinco minutos.
Luego, más como una esposa que como un superior, se había girado, le había regalado una sonrisa y había dicho:
–He recibido felicitaciones por su información. Pensé que le gustaría saberlo.
Eso había ocurrido hacía dos horas, y la mañana había sido nefasta. Las primeras tres llamadas telefónicas que recibió apenas contribuyeron a levantarle el ánimo.
Sus pensamientos se deslizan hasta Fred Stein. Hay algo en todo esto que parece no solo peculiar sino incluso misterioso. Entiende el sentimiento de culpa. Sabe lo que significa sobrevivir a un ataque cuando otros han sido menos afortunados. ¿Pero equilibrar la balanza de un modo tan drástico, casi premeditado? ¿Seguir los mismos pasos con un equipo de filmación? ¿Llevar su propio bote salvavidas? No tiene información suficiente sobre Fred Stein para poder valorar su personalidad, su capacidad de odiarse, pero sabe por experiencia que los viejos pescadores de arrastre no son dados a tales extravagancias.
Sale al pasillo y deja un mensaje telefónico para Caroline Wills, la realizadora del documental que ha perdido a la estrella de su espectáculo a setenta millas de la costa islandesa.
Regresa a su escritorio. El centro de coordinación sigue tomando forma. Los archivadores han sido colocados en un extremo junto a la pared, los escritorios, dispuestos en parejas como los asientos de un autobús y, cerca de la ventana mugrienta, el mapa grapado al tablero tiene más chinchetas que ayer. Lugares donde el asesino fue visto con seguridad, otros donde podría haber sido visto y algunas conjeturas plausibles. Un oficial uniformado está hablando por teléfono en voz baja, pero por los gestos que hace no parece que tenga ninguna pista interesante. McAvoy ha recibido una docena de mensajes de Tremberg, Kirkland y Nielsen informándole de sus movimientos respectivos. Nielsen está acabando la relación de testigos y perdiendo la paciencia. Vieron, pero no vieron. Oyeron, pero realmente no escucharon. Presenciaron el desenlace, pero no podrían decir de dónde salió el asesino o adónde fue.
Sophie Kirkland está arriba, en el laboratorio de los técnicos, intentando desentrañar el disco duro del ordenador de Daphne Cotton. Hasta ahora, solo ha descubierto que le gustaba visitar páginas web sobre la doctrina cristiana y Justin Timberlake.
Odia reconocerlo, pero está aburrido. No puede seguir con su trabajo habitual porque los expedientes están en Priory Road y, pese a sus reservas, los oficiales están utilizando la base de datos del modo que él había esperado, así que ni siquiera puede hacer una limpieza del sistema.
Suena el teléfono móvil. Es un número oculto. McAvoy se hunde en su asiento y contesta con un claro gesto de alivio.
–Sargento detective Aector McAvoy –responde.
–Lo sé, hijo. Soy yo quien ha llamado –dice el inspector jefe Ray.
–Sí, señor.
Estira la espalda y se ajusta el nudo de la corbata.
–Deduzco que Pharaoh aún está ocupada.
–Creo que está preparando la entrevista con el Hull Mail
–Dispuesta a salir en primer plano, ¿verdad?
McAvoy no dice nada. Lo educado es hacer un pequeño ruido, como una especie de risita, para no enfadar al oficial superior. Pero acaba de insultar a Trish Pharaoh y a McAvoy le ha dolido.
–¿Quería usted algo, señor?
La voz de Colin Ray cambia. Se vuelve agresiva.
–Sí, hijo. Quiero algo. Puede usted decirle que Shaz y yo vamos a llevar a un tipo a la comisaría. Neville el Racista. Bebe en Kingston. Ha accedido a charlar un rato, así que no hay que preocuparse en emitir un comunicado de prensa. Le vamos a dejar que eche un vistazo a una sala de interrogatorios y veremos si eso le refresca la memoria.
A McAvoy se le acelera el corazón. Se pone en pie, demasiado deprisa, y arrastra el teléfono fuera del escritorio.
–¿Cuál es su relación con el asunto? –tartamudea.
–A nuestro Neville no le gustan los extranjeros –dice Ray–. A decir verdad, odia a esos desgraciados. Y tiene un humor de perros. Lo que dijo su amiga la profesora me dejó pensando. Creo que nuestro amigo Neville quería dar una lección a uno de ellos y decidió cargárselo y echarle la culpa a otro. Hacer que pareciera un trabajo que quedó pendiente en África o donde sea. Hay menos de cien metros desde Kingston a la Santísima Trinidad y Terry, el barman, dice que el sábado por la tarde Nev faltó a su cita en el pub durante una hora larga. Esa no es su rutina habitual. Lo normal es que esté allí mientras está abierto. Neville afirma que fue a comprar un regalo para su nieta, pero…
–¿Nieta?
La incredulidad inunda la voz de McAvoy.
–¿Qué edad tiene?
–Cerca de los sesenta. Pero está fuerte como un toro.
–Inspector jefe. Vi al asesino. Estaba en forma. Era rápido. No creo…
–Solo dígaselo a Pharaoh cuando acabe de acicalarse.
La comunicación se corta.
McAvoy apoya la frente en la mano. Siente correr la sangre en su cabeza. ¿Podría ser tan fácil? ¿Podría ser un simple crimen por od...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. El oscuro invierno
  4. Prólogo
  5. Primera parte
  6. Segunda parte
  7. Tercera parte
  8. Cuarta parte
  9. Epílogo
  10. Agradecimientos
  11. Notas
  12. Créditos