El valle asesino
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El valle asesino

Sobre el origen de los mitos

  1. 288 páginas
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El valle asesino

Sobre el origen de los mitos

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«El nombre Frank Westerman representa una nueva clase de literatura».Frankfurter Allgemeine ZeitungLa noche del 21 de agosto de 1986, sin razón aparente, se extingue toda clase de vida humana y animal en un valle en el noroeste de Camerún. Los cuerpos sin vida de gallinas, babuinos, cebúes y pájaros amanecen desperdigados entre la hierba. Y 1.746 personas, entre hombres, mujeres y niños, han sido sorprendidas por la muerte en sus viviendas, ya sea dormidas o en alguna labor cotidiana, sin rastro alguno de violencia. Las casas y las palmeras están intactas. ¿Qué sucedió?El valle asesino analiza cada faceta en torno a esta muerte masiva y misteriosa en un poderoso y poliédrico relato, con aires de thriller, que se extiende hasta Islandia y Hawái. Frank Westerman nos sumerge en una intrincada realidad donde coexisten la ciencia y la omnipresente mitología del continente africano para poner al descubierto la verdad desde tres perspectivas tan distintas como válidas. En este apasionante recorrido intenta dilucidar cómo nacen los relatos, y de qué forma las palabras y los hechos se transforman en mitos.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2017
ISBN
9788417041724
Edición
1

1
Sonó un petardeo: ¡tra tra tra tra tra! Como de disparos.
Abdul Saidu estaba sentado en una roca junto a sus vacas. Abandonó el rebaño para ir a buscar su escopeta de caza.
—No tenía ni idea de lo que estaba pasando.
El hombre fulani que ahora tiene cuarenta y cuatro años era entonces un muchacho de diecinueve. Al cabo de media hora, el fragor desapareció tan de repente como había aparecido.
—Con luna llena volvió a sonar: ¡tra tra tra tra tra! De la colina de enfrente salía humo: ¡aaah! No era la primera vez.
Abdul conocía cada brizna de hierba, cada árbol y cada roca como la palma de su mano. Sabía que el lago pequeño, Njupi, estaba embrujado, pero en esa ocasión el humo y el petardeo salían del lago grande.
—Dos días después de la luna llena. A las cinco. No, entre las cinco y las seis. A esa hora el lago se levantó. El agua invadió las laderas formando remolinos. Abandonó el lago.
Al igual que sus hermanos y primos, Abdul creía que el lago se estaba desplazando, aunque ignoraban hacia dónde, y ese desconocimiento les horrorizaba.
—El lago estaba hirviendo. ¡Waaa aah waaa aah! Como una olla rebosante de agua. Me refugié en el bosque. Detrás de mí sonaba todo el rato ¡kikikikikiki!, y a las ocho de la tarde oí un terrible ¡KKKKKrrrrr! Todo vibraba, el suelo se estremecía. ¡KKKKKrrrrr! La montaña entera echó a temblar. En ningún momento salí de mi refugio. Después de unas tres horas, el ruido se apagó y el agua volvió a su cauce. Entonces fue cuando llegó el humo. Un humo blanco. Venía hacia mí. ¡Qué peste, ¡aaah! Salí corriendo a toda prisa, pero aun así el humo me alcanzó. Sentí un mareo y apenas me sostenía en pie. A la una de la madrugada, todo había pasado.
2
Aunque en el mapa de mortalidad elaborado por los científicos el punto negro se define como: % population dead = 100, y aunque Lower-Nyos es el único pueblo que está marcado con un punto negro, en realidad hubo dos supervivientes. Una mujer fulani que vivía en la cuesta frente a la herrería y una niña de diez años. La niña se había quedado sin voz. Ya llevaba varios días en el hospital de Wum cuando logró articular la primera palabra: Patience. Así era como se llamaba. Enseguida se sentó con ella un agente de policía, encargado de tomarle declaración e instruir el atestado.
Según contó Patience, aquella noche, en plenas vacaciones, le habían dado permiso para que se quedara a dormir en casa de su mejor amiga. Se acostaron en la misma cama. Cuando se despertó, los demás seguían dormidos. Para no molestar a nadie salió al exterior sin hacer ruido. Se sentó a esperar en el corral. Como su amiga no se levantaba, ni tampoco el resto de la familia, Patience volvió a casa. Todo el pueblo estaba dormido, aunque ya era de día, y había muchos borrachos tirados por el camino y entre la hierba. En casa también reinaba el silencio. Patience se sentó a esperar otro rato, hasta que oyó voces en el quarter de los Hausas, el pequeño barrio de los refugiados de Biafra. Se acercó a hurtadillas para que no la vieran. Descubrió a unos hombres que vestían el caftán beis de los pastores. Habían bajado del monte para la oración del viernes. Gritaban tanto que Patience corrió a esconderse.
¿Qué más había hecho?
No se acordaba.
¿Qué era lo que recordaba?
Se le cortó la voz. Nada. En todo caso nada que pudiera describir con palabras.
¿No había llegado a pensar: esto no es normal?
Patience se encogió de hombros.
¿Había comido o bebido algo?
No. O sí, había masticado una caña de azúcar. Con un hilo de voz susurró que se había acurrucado junto al coche de un white father al que no conocía, y que se había ido con él.
¿No fue eso al día siguiente?
«Estalla en llanto», decía el informe. «Fin de la entrevista».
3
La noche del 21 de agosto de 1986 generó un pedazo de historia instantánea. Para los habitantes de la joven República de Camerún, la tragedia de Nyos supuso un estremecimiento de envergadura nacional que logró despertar por primera vez el sentimiento de unidad, hasta entonces inexistente. Un historiador de Yaundé escribía: «La catástrofe convirtió el valle de los muertos en el Hiroshima de Camerún». La súbita muerte de 1.746 vecinos de los Grassfields, junto con sus cabezas de ganado, era uno de esos acontecimientos que quedaba grabado en la memoria para siempre: cualquier persona en sus cabales recuerda dónde se encontraba, qué hacía y con quién estaba en el momento en el que saltó la noticia.
Bole Butake iba a viajar a Iowa City.
Tenía un billete de avión para el miércoles 27 de agosto y le habían citado para que fuera a recoger su visado el lunes por la mañana. Butake, profesor de Artes Escénicas en la Universidad de Yaundé, se puso a hacer cola ante el Consulado de los Estados Unidos en la Rue de Nachtigal. La cola serpenteaba por las esquinas de las calles contiguas al mercado cubierto y entraba en el edificio con desidia y como a tirones. Había quien se cubría la cabeza con el periódico doblado a modo de sombrero para protegerse del sol matutino. De pronto, aquel estado de indolente resignación se vio alterado por una ráfaga informativa: «Más de 1.200 muertos en la circunvalación». La noticia, que emergía del megáfono de un vendedor callejero, se propagaba como la gangrena. Bole era natural de la zona afectada, donde vivía parte de su familia. Estaba indeciso. ¿Tenía que abandonar su puesto en la cola y, por tanto, renunciar a su visado y al viaje a los Estados Unidos? La Universidad de Iowa le había invitado a participar en el taller de escritura creativa más prestigioso del mundo (entre los alumnos de la edición anterior figuraba Orhan Pamuk, que por entonces aún no había alcanzado la fama). ¿Cómo iba a dejar escapar esa oportunidad?
No había más hechos que los que facilitaba Radio Cameroun: personas y animales muertos, supuestos vapores tóxicos, la quarantaine complète decretada por el presidente para todo el valle —además de los rumores sobre la presencia de comandos israelíes—. A Bole no le quedaba otra opción que esperar a ver qué pasaba, y qué mejor sitio que aquella cola. Ya habría tiempo para cancelar el viaje, en el mismo mostrador de facturación del aeropuerto si hiciera falta.
La sala de salidas del aeropuerto Internacional de Duala estaba revolucionada. Habían aterrizado unos cuantos aviones panzudos de transporte modelo C-130 y la terminal de pasajeros tenía que absorber parte de la descarga. Los carros que en circunstancias normales trasladaban las maletas en convoyes de cuatro o cinco vagones iban cargados de palés con agua embotellada, latas de verduras, medicamentos, tiendas de campaña, mantas, botas, máscaras de gas, desinfectantes. Bole Butake abandonó Camerún tras enterarse a través de un parient...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Mapas
  6. Prólogo
  7. I
  8. Destructores de mitos
  9. II
  10. Pregoneros de mitos
  11. III
  12. Hacedores de mitos
  13. Fuentes y agradecimientos