España
en los grandes músicos
Introducción
El número de compositores que han cultivado lo que llamamos música clásica, culta o de concierto (esta última palabra se aplica ya a todo tipo de actuaciones públicas) sobrepasa, en escuetos diccionarios de música que recogen exclusivamente autores de música culta, unos diez mil músicos. Allí se da noticia únicamente de la vida y obra de los más destacados, desde el siglo XII, en cuyo transcurso aparecen los primeros nombres, hasta la actualidad.
Al plantearnos un recorrido por la relación que mantuvieron con España compositores que figuran en los conciertos de los más importantes auditorios del mundo, hemos elegido figuras fundamentales de los tres últimos siglos: XVIII, XIX y XX. Son autores valorados al menos como grandes en lo que llamamos Occidente, aunque ya son aplaudidos en cualquier lugar del globo donde haya un cierto grado de cultura.
No he querido recurrir a los compositores de los siglos XV, XVI y XVII relacionados con nuestro país. Eso nos hubiera llevado a un libro excesivamente voluminoso. Piénsese que a la Península Ibérica llegaron músicos tan importantes como Pierre de la Rue (1460-1518); Martín Agrícola (1486-1556); Pierre de Manchicourt (c. 1510-1564); Nicolás Gombert (c. 1500-1556); Johannes Wreede (1430-c. 1482), conocido entre nosotros como Urreda; Gérard de Turnhout (c. 1520-1580); Philippe Rogier (c. 1561-1596); Mathieu Rosmarin, llamado en Madrid Mateo Romero (1575-1647); Peter Philips (c. 1560-1628); Johannes Ockeghem (c. 1425-1497); Joan Brudieu (c. 1520-1591); Cornelius Canis (c. 1510-1561); Philippe de Monte (1521-1603); Andrea Falconieri (c. 1585-1656); Henry Butler (c. 1590-1652), conocido como Enrique Botelero; Fabrizio Caroso, Cesare Negri, etc.
Pero las salas de concierto y la audiencia que se congrega en ellas acude en su mayor parte, con el ánimo de escuchar a una orquesta sinfónica cuyo repertorio se centra principalmente en obras y autores de los siglos XVIII, XIX y XX.
En todas partes son los músicos de los tres últimos siglos quienes ostentan el protagonismo cuando se habla de música sinfónica o de cámara.
Por una clara falta de apoyo en la edición, derivada de una escasa cultura musical, los compositores cultos españoles son muy poco conocidos (salvo los casos particulares de Albéniz, Granados, Falla o Rodrigo) en el mundo de los conciertos públicos, pero nuestro país mantiene en sus ciudades más pobladas una vida musical aceptable, donde no faltan conciertos con el mejor repertorio de los grandes compositores. Y este libro trata de exponer la relación que muchos de ellos mantuvieron con nuestro país, a veces incluso componiendo obras «españolas» o utilizando ritmos y cadencias con carácter hispano.
Quizá sorprenda a algunos que no figuren en este libro compositores como Domenico Scarlatti, Rossini, Rimski-Kórsakov, Prokófiev, Fauré, Antón Rubinstein, Ginastera, Freitas, Lecuona, Stravinski, Mercadante, Hahn, y otros muchos que visitaron en su día nuestro país. Pero también amaron aspectos de la cultura española notables maestros que nunca llegaron hasta él, entre ellos algunos tan importantes como Schubert y Wagner. Si este libro tiene el éxito que le deseamos, hay otro preparado con los músicos anteriormente citados y otros muchos como Balákirev, Lalo, Séverac, Verdi, Dukas, Ponce, Villa-Lobos, Shostakóvich, Rajmáninov, Bernstein, Nono y un largo etcétera de compositores que no están en este libro. Y es que nunca me gustaron los libros muy voluminosos, tal vez porque vivo en Torrelodones y leo mucho en los trenes y luego en el metro, autobuses, etc.
Por lo demás creo que esta obra, quizá ya un poco voluminosa, va a ser disfrutada por cualquier persona que ame la buena música. Sin ella el mundo tendría menos color y emoción, y escaso sentido.
Confío en tener tiempo para lanzar un segundo libro en esta acogedora y sobresaliente editorial.
ANDRÉS RUIZ TARAZONA
Joseph Haydn
Es grande la relación de Haydn con España debido, sobre todo, al entusiasmo que su música despertó entre nosotros.
Su música, aunque le falta
de voz humana el auxilio,
habla, expresa las pasiones,
mueve el ánimo a su arbitrio.
Esta estrofa forma parte de una poesía dedicada a Haydn por el músico y escritor español Tomás de Iriarte (1750-1791), aunque no pertenece al tantas veces citado poema La música (Madrid, 1779). Por su temprana muerte, el autor del melólogo Guzmán el Bueno no pudo conocer las grandes obras corales de Haydn, es decir, sus oratorios La creación (1798) y Las estaciones (1801). Sabemos que había escuchado el bellísimo Stabat Mater y un oratorio anterior, El regreso de Tobías, cuyo texto fue escrito por Giovanni Gastone Boccherini, hermano de Luigi, el compositor, en Talavera de la Reina.
Pero está claro que cuando Iriarte escribió los versos que encabezan este comentario, hacia 1775, la música vocal de Haydn, muy numerosa por entonces, sobre todo si consideramos sus óperas (tan poco apreciadas hasta nuestra época), era apenas conocida en España. Es cierto que, en tiempos del poeta canario, Haydn aún no había creado las grandes misas de su última época, pero ya había compuesto, además de lo citado, muchas canciones, cantatas, duetos, tercetos y cuartetos vocales, arias sueltas (escribió dos para la ópera del compositor Vicente Martín y Soler Una cosa rara), ofertorios (dos de ellos dedicados a san Juan de Dios, el santo portugués tan vinculado a Andalucía) y otras muchas obras vocales.
Es cierto que Carlos III había obsequiado al maestro de Rohrau con una tabaquera de oro e incrustaciones de diamante en agradecimiento por la partitura de su ópera La isla deshabitada (1779), con libreto de Pietro Metastasio. No obstante, insistimos, la fama de Haydn entre los filarmónicos españoles se debía, ante todo, a su música instrumental. Ello explica estos versos de La música de Iriarte:
Tiempo ha que en sus privadas academias
Madrid a tus escritos se aficiona,
y tú su amor con enseñanza premias;
mientras él cada día
con la inmortal encina te corona
que en sus orillas Manzanares cría.
Los ilustrados españoles facilitaron casi de inmediato la difusión en nuestro país de la música de Haydn, hasta el punto de hacer escribir a Iriarte que «si el elogio de Joseph Háyden (sic), o Héyden (sic), se hubiera de medir por la aceptación que sus obras logran actualmente en Madrid, parecería desde luego excesivo o apasionado».
Goya pinta el retrato de don José Álvarez de Toledo y Gonzaga (actualmente en el Museo del Prado) apoyado sobre un fortepiano y con un cuaderno en las manos cuya portada dice: «Cuatro canciones con acomp. de Haydn». En una amistosa correspondencia, en carta fechada en Esterházy el 27 de mayo de 1781, Haydn escribe al editor Artaria de Viena, pidiéndole las señas de Boccherini, que se encontraba en una de las residencias del infante don Luis Antonio de Borbón, la de Arenas de San Pedro. «Nadie sabe aquí decirme dónde queda este sitio de Arenas», escribe Haydn, «pero presumo que no es lejos de Madrid. Le agradecería me diera usted información al respecto, para poder escribir directamente a Herr Boccherini».
Carmen Muñoz Roca-Tallada, la desaparecida condesa de Yebes, ha puesto de relieve en su libro La condesa-duquesa de Benavente: una vida en unas cartas —sobre María Josefa Alonso Pimentel, condesa-duquesa de Benavente y Osuna— la relación de esta y Franz Joseph Haydn a través del encargado de negocios de Viena don Carlos Alejandro de Lelis. María Josefa guardaba en su archivo gran parte de la obra de Haydn y llegó a negociar con él para que crease música con destino exclusivo a su palacio madrileño de la cuesta de la Vega.
No es pues de extrañar que Haydn acabase escribiendo una obra grande para satisfacer un encargo español. Este se produjo en el año 1785 gracias a la iniciativa de don José Sáenz de Santamaría, marqués de Valde-Íñigo, y de Francisco de Paula Miconi, marqués de Méritos. Este último era hijo de Tomás Miconi, viajero, escritor, músico y científico genovés que actuó esta vez como mediador ante Haydn para que cumpliese los deseos del canónigo Santamaría, que no eran otros sino dar lustre a la cofradía religiosa del oratorio de la Santa Cueva. Esta cueva era una cripta que se hallaba junto a la iglesia gaditana del Rosario. El error tantas veces cometido de que Die sieben letzten Worte unseres Erlösers am Kreuze —conocida en español como Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz— fue escrita para la catedral de Cádiz proviene del prólogo a la edición de la versión coral de la obra, realizada para Breitkopf y Härtel (Leipzig, 1801). El prólogo de la misma lo redactó Georg August Griesinger, quien cita literalmente al propio Haydn. Allí se recogen estas líneas del maestro, muy interesantes para conocer el contexto en el cual surgió la composición de Las siete palabras: «Se tenía entonces la costumbre de ejecutar un oratorio durante la Cuaresma en la iglesia principal de Cádiz, a cuyo efecto no eran ajenas las circunstancias que se citan a continuación. Las paredes, ventanas y pilares de la iglesia se encontraban tapizadas de paño negro y solo la única gran lámpara, colgada del centro, iluminaba la sagrada oscuridad. Al mediodía se cerraban todas las puertas, comenzando entonces la música. Después de un preludio apropiado subía el obispo al púlpito, decía una de las siete palabras y realizaba una meditación. Tan pronto había terminado bajaba del púlpito y se hincaba de rodillas ante el altar. La música llenaba esta pausa. El obispo subía y bajaba del púlpito por primera vez, por segunda vez, por tercera vez y así sucesivamente, interviniendo en cada caso la orquesta de nuevo al final de sus parlamentos».
Como vemos, Haydn resalta los elementos románticos con la Santa Cueva, templo neoclásico de Torcuato Benjumeda que acababa de decorar en Cádiz Francisco de Goya con tres bellos lienzos alusivos a la eucaristía.
La versión de Las siete palabras enviada por el compositor austrohúngaro a España estaba escrita para dos flautas, dos oboes, dos fagots, cuatro trompas, dos trompetas, timbal y cuerda; es decir, era una versión exclusivamente orquestal. Constaba de una introducción, siete sonatas (que glosan cada una de las siete frases —no palabras— de Cristo en la cruz) y un final, indicado Presto e con tutta la forza, conocido como «Il terremoto». Como hemos visto, estos movimientos se intercalaban durante las siete meditaciones que seguían a cada sermón, basado en cada una de las frases de Jesús:
I. Pater dimitte illis, non enim sciunt, quid faciunt (Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen) (Lucas 23, 34).
II. Amen dico tibi hodie mecum eris in paradiso (Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso) (Lucas 23, 43).
III. Mulier ecce filius tuus. […] Ecce mater tua (Mujer, ahí tienes a tu hijo. […] Ahí tienes a tu madre) (Juan 19, 26-27).
IV. ¡Elí, Elí! ¿lama sabactani? / Deus meus Deus meus ut quid dereliquisti me (¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?) (Mateo 27, 46 y Marcos 15, 34).
V. Sitio (Tengo sed) (Juan 19, 28).
VI. Consummatum est (Todo está cumplido) (Juan 19, 30).
VII. Pater in manos tuas commendo spiritum meum (Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu) (Lucas 23, 46).
El attacca subito final, «Il terremoto», corresponde al momento estremecedo...