Tristán e Isolda
  1. 496 páginas
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El TRISTÁN de EILHART VON OBERG es el único poema altomedieval sobre los amores entre este héroe y la reina Isolda que ha sobrevivido completo hasta nuestros días. La historia de esta inmortal pareja de amantes comenzó a componerse en la segunda mitad del siglo XII, y de los múltiples manuscritos en los que se plasmó solo se conservan fragmentos. Con estas limitaciones, la versión de Eilhart von Oberg resulta una pieza clave para reconstruir fielmente una de las novelas de amor más originales y complejas de la literatura universal.Por su parte, los casi veinte mil versos que nos han llegado del TRISTÁN E ISOLDA de GOTTFRIED VON STRASSBURG paradójicamente constituyen, a pesar de su fragmentariedad, una visión del mundo global, codificada en sus aspectos filosóficos y teológicos, que a través del culto a la pasión erótica desarrolla diversas concepciones místicas medievales. De ahí se derivan las numerosas y polémicas interpretaciones de la obra, que, lejos de producir un consenso entre los estudiosos, no hacen sino sugerir la inagotable vigencia que anima esta historia de extraña e intensa belleza.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2016
ISBN
9788416638161
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

Tristán e Isolda

Si no se tiene por buenos a quienes deparan bien al mundo, nada valdría cuanto de bueno acontece en el mundo. Todo aquel que no interprete como bienintencionado lo que un hombre bueno hace con la mejor de las intenciones para el bien del mundo, actúa de forma equivocada. A menudo he oído que se desprecia aquello que en realidad se desearía tener y aunque ya son demasiadas las cosas nimias, en tales casos se quiere lo que normalmente se rechaza. Es propio que el hombre elogie lo que ha menester y sepa gozar de ello mientras le siga gustando. Respeto y valoro a los hombres que aciertan a sopesar el bien y el mal y que son capaces de calibrarnos a mí y a cualquier otro según nuestra verdadera valía. El prestigio y la alabanza promueven el arte, siempre que el arte sea digno del elogio. Donde el arte es adornado con elogios, allí florece de muy diversas maneras. Al igual que no prestamos atención a la obra que no ha ganado ni alabanzas ni prestigio, así también gusta aquella con prestigio y que no ha dejado de ser elogiada. Hoy en día hay muchos que tienen por malo lo bueno, mientras que dan por bueno lo que carece de valor. Tales personas no ayudan, sino que son un obstáculo. Las dotes artísticas y una inteligencia aguda armonizan con facilidad. Mas si interviene la envidia, se apagan el arte y la inteligencia. ¡Perfección, qué estrechos son los senderos que hasta ti conducen, y qué arduos tus caminos! ¡Afortunado aquel que pise tus senderos y caminos y transite por ellos!1
Si paso sin provecho el tiempo que para vivir me ha sido concedido, entonces no ocuparé en este mundo el lugar que me ha sido asignado.
Una tarea me he impuesto para alegría de los hombres y satisfacción de los corazones nobles, para esos corazones hacia los que me siento atraído, para esos hombres cuyo interior puedo ver. No me refiero a todos los hombres; no me refiero a aquellos de los que oigo decir que no soportan ningún dolor y solo desean vivir alegremente. ¡Dios les conceda el que vivan alegremente! Para estos hombres y para esa vida mi historia resulta incómoda: sus vidas y la mía son dispares. Me refiero a otros hombres, a aquellos que saben portar en unión su dulce amargura, su grato pesar, su férvido amor, su ansioso dolor, su grata vida, su dolorosa muerte, su grata muerte, su dolorosa vida. Tal es la vida a la que aspiro, a tales hombres quiero pertenecer, con ellos condenar o salvarme2. A ellos he consagrado mi vida hasta ahora y con ellos, que en las horas difíciles me aportaron consejo y ayuda, he pasado mi tiempo. Para su diversión me he impuesto la tarea de aliviar su dolor mediante mi historia y de aligerar un poco sus preocupaciones. Si alguien tiene ante sus ojos algo que pueda dar ocupación a su espíritu, entonces siente cómo este se libera de sus inquietudes. Es una buena medicina contra las penas del corazón. Todos coinciden en ello: si un hombre inactivo se ve harto cargado de una aflicción añorante, la inactividad solo sirve para aumentar la aflicción añorante. Si a la aflicción añorante se le une la inactividad, crece aún más la aflicción añorante. De ahí que sea bueno buscar con todas nuestras fuerzas una actividad si se porta un hondo pesar y un dolor añorante en el corazón. Así el espíritu encuentra en qué ocuparse y ello tiene gran valor para él. Sin embargo nunca aconsejaría que un hombre que busca una inclinación se ocupe en algo que no encaje en esa inclinación pura. El que ama puede meditar sobre una historia de amor dolorosa y leyéndola hacer más llevadero su tiempo. Pero abunda una opinión que casi estoy por suscribir: cuanto más se ocupa el deseo añorante con historias de amor dolorosas, tanto mayor se hace el dolor. Estaría de acuerdo con esta opinión, de no ser por algo que me hace rebelarme. Quien posee un amor profundo, por mucho que le duela, no deja que su corazón renuncie a él. Cuanto más arden sus férvidos deseos de amor en su hoguera de amor, mayor es el dolor con el que puede amar. Tal aflicción es tan grata y el dolor tan bueno, que ningún corazón noble prescinde de ellos, pues son los que lo convierten en aquello que es. Es tan cierto y seguro como la muerte, y yo mismo lo he experimentado con mucho dolor: el que ama con perfección gusta de las historias de amor dolorosas3. Quien quiera por tanto escuchar una historia de amor, que aquí permanezca. Yo le contaré acerca de nobles amantes que fueron a mostrar un anhelo puro: un amante y una amante, una mujer y un hombre, Tristán e Isolda, Isolda y Tristán.
Yo sé bien que han sido muchos los que han contado acerca de Tristán, y a pesar de ello no han sido muchos los que lo han hecho con acierto.
Mas si yo hiciera lo mismo y dijera que no me gustan sus historias, no me comportaría como debo. No será ese mi proceder; contaron bien sus historias, movidos por la mejor intención y para beneficio de la humanidad. Es verdad que lo hicieron con buena intención; porque lo que el hombre ha hecho con buena intención, eso es también bueno y justo. Pero no por ello deja de ser cierto lo que dije respecto a que no contaron la historia con acierto. No la contaron tan bien como Tomás de Britania, que conocía muy bien las historias y sabía contarlas, y que habiendo leído sobre las vidas de todos los príncipes en libros britanos supo referírnoslas.
De lo que este ha relatado de la vida de Tristán, yo mismo busqué lo que era cierto y verdadero en libros romances y latinos, esforzándome por darle forma a este poema al modo suyo. Largo tiempo hube de buscar, hasta que en un libro encontré toda su historia. Es mi determinación presentar lo que de esa historia de amor allí leí ante todos los corazones nobles, para que en ella encuentren ocupación. Su lectura les hará a todos bien4. ¿Bien? Sí, bien en lo más íntimo. Torna grata la inclinación de cada uno y ennoblece el ánimo. La lealtad hace más firme y perfecciona la vida, a la vida puede darle nuevas fuerzas. Porque al leer u oír acerca de lealtad tan pura, la lealtad y otras virtudes se le aparecen gratas al hombre sincero. Inclinación, lealtad, constancia, honra y muchos otros valores en ningún otro gustan tanto como allí donde se habla de amor y se lamenta un dolor hondo por culpa de una inclinación. La inclinación es tan portadora de dicha, es un afán tan portador de dicha, que nadie que no se haya sometido a sus enseñanzas puede poseer perfección u honra. Pero por mucho que más de una vida valiosa se haya visto elevada por una inclinación, por muchas ventajas que de ella broten, no todos, por desgracia, se afanan en pos del amor. Por desgracia son muy pocos los que encuentro dispuestos a portar en sus corazones el anhelo puro hacia la persona amada, ya que no soportan la miserable aflicción que a veces se oculta en el corazón en tales casos. ¿Por qué no habría de estar dispuesto un hombre a sufrir un mal a cambio de un bien mil veces mayor, a cambio de mucha alegría, una aflicción? Quien por una inclinación nunca padeció dolor, tampoco gozó de alegría a causa de una inclinación. Inclinación y dolor fueron de siempre inseparables en el amor. A través de los dos hay que adquirir honra y fama o sucumbir sin conseguirlos. Si aquellos, de quienes trata esta historia de amor, no hubieran llegado a padecer por su inclinación dolor, por su férvida dicha aflicción añorante en sus corazones, entonces sus nombres y su historia no hubieran despertado la alegría y la dicha en tantos corazones nobles. Todavía hoy seguimos escuchando una y otra vez con agrado cómo se habla de su lealtad inconmovible, de sus inclinaciones mutuas, de su dolor, de su dicha, de su aflicción. Aunque haga mucho tiempo ya que están muertos, sus bellos nombres siguen vivos. Su muerte pervivirá para siempre en el buen recuerdo de los hombres, de aquellos que se beneficiarán, pues dará lealtad a los que buscan lealtad, y honra a los que buscan honra. Su muerte estará siempre presente para nosotros los vivos y será nueva cada vez. Porque dondequiera que aún se oye hablar de su lealtad, de la pureza de su lealtad, de su amor, de su sufrimiento, ahí está el pan de todo corazón noble. Con ello vive la muerte de los dos. Leemos acerca de su vida; leemos acerca de su muerte, y ello nos resulta tan grato como el pan.
Su vida y su muerte son nuestro pan. Así vive su vida, así vive su muerte. Así siguen viviendo, aunque hayan muerto. Su muerte es pan para los vivos5.
Quien reclame que se le cuente acerca de su vida, de su muerte, de su dicha y de su dolor, que abra el corazón y los oídos. Encontrará todo cuanto pide.
Vivía en Parmenia un noble, joven aún en edad según he leído. Tal y como nos cuenta su historia respetando la verdad, era por nacimiento de rango semejante a un rey. Poseía tantas tierras como un príncipe y era de complexión hermosa y soberbia. Era leal, osado, espléndido y poderoso. A quienes debía causar dicha, el noble irradió mientras tuvo vida tanta dicha como un sol. A todos hacía dichosos, pues era ejemplo de caballeros, honor de su parentela y esperanza de su patria. Tenía todas las ventajas que ha de tener un noble, excepto el deseo de volar demasiado alto y de vivir únicamente según su voluntad. Ello le perjudicaría más tarde, pues por desgracia ha sido siempre y sigue siendo cierto que la juventud emprendedora y las riquezas acaban trayendo consigo la presunción. Nunca pensó, como muchos que detentan posiciones elevadas, en tener paciencia. Volver mal por mal, responder a la violencia con la violencia, esa era su actitud.
Ahora bien, a la larga no es posible que alguien retribuya todo cuanto le acontece con la severa medida del emperador Carlos. Bien sabe Dios que en este intercambio hay que pasar por alto muchas cosas, si no quiere uno acabar perjudicado. Quien no puede soportar una derrota, sufre una derrota mayor y a menudo incluso la muerte. Así se captura al oso, que se venga de cada golpe hasta que se ve abrumado por estos6. Creo que también a él le sucedió esto, pues se vengó tantas veces que acabó perjudicado. Pero el que sufriera perjuicio no ocurrió por maldad, como en el caso de la mayoría de las personas, sino por la inexperiencia de sus pocos años. Pues en la flor de su juventud luchó con el ímpetu de un joven noble contra su propia fortuna. Tal fue la consecuencia de su alegre imprevisión, que floreció junto con su arrogancia. Actuó igual que todos los hombres jóvenes, que rara vez se muestran precavidos. No quiso tomar en consideración ningún peligro, sino que vivió alegremente. Cuando se inició su vida de caballero, ascendiendo como el lucero del alba para contemplar riendo el mundo, creyó que podría seguir siempre así, viviendo en una dicha incesante —lo cual es imposible—. No, la primera parte de su vida de caballero transcurrió con rapidez. Cuando el sol de la mañana de su alegría vital empezaba a relucir, su crepúsculo irrumpió de pronto, aquel que hasta entonces había permanecido oculto. Y oscureció su mañana. Su nombre nos lo revela esta historia. Ahí está dicho: se llamaba Rivalín, con el sobrenombre de Canelengrés. Muchos creen y lo dicen que este señor era de Leonís, y que había sido rey de esa tierra. Tomás, sin embargo, nos asegura haber leído en las fuentes que procedía de Parmenia y que había recibido otras tierras adicionales de manos de un bretón, por lo que le debería obediencia. Este bretón se llamaba el duque Morgan.
Después, en fin, de que el príncipe Rivalín hubiera pasado, tal y como correspondía a su elevado rango, y con éxito, unos tres años como caballero y adquirido todas las artes de la caballería, así como cuanto precisaba para emprender una guerra (tenía tierras, seguidores y posesiones) —si ocurrió por la necesidad de defenderse o fue por soberbia, no lo sé; en cualquier caso así reza la historia—, atacó a Morgan como si este le hubiese faltado en algo. Cayó sobre sus tierras con tal violencia, que le desmanteló muchos castillos. Las ciudades tuvieron que rendirse y empeñar sus riquezas y sus vidas, por poco que les gustara, hasta que él hubo acumulado dinero y bienes suficientes para acrecentar su ejército. De esta forma, adondequiera que se dirigiese con sus tropas, ya fueran castillos o ciudades, era capaz de imponer su voluntad. Pero también él sufrió graves pérdidas. Pagó con la vida de muchos hombres valientes, puesto que Morgan se defendió, oponiéndosele a menudo con su ejército e infligiéndole muchas pérdidas. Pues es propio de la guerra y la vida de la caballería el perder y el ganar. Así es como transcurren las guerras: las pérdidas y las ganancias prolongan las hostilidades. Sospecho que Morgan haría lo mismo: desmantelar igualmente sus castillos y ciudades, dejándole a veces sin gentes y sin bienes y causándole tanto daño como le fuera posible. Mas ello no le sirvió de mucho, pues una vez y otra Rivalín lo rodeaba y lo debilitaba y lo continuó haciendo hasta que lo tuvo en una posición en la que era imposible defenderse y no podía escapar a ningún otro lugar más que a los más fuertes y mejores de sus castillos. Estos son los que Rivalín puso bajo asedio, hostigándolo con numerosos combates y escaramuzas. Siempre le perseguía hasta las mismas puertas, ante las que a menudo celebraban torneos y competiciones espléndidas. Así le venció por el poder de su ejército y arrasó sus tierras saqueando y quemando, hasta que Morgan se mostró dispuesto a negociar, consiguiendo con apuros que se estableciera un armisticio y se acordara un año de paz, que consolidaron ambos con intercambio de rehenes y juramentos, como es habitual. Después de esto, Rivalín regresó a casa con su comitiva orgulloso y contento. Recompensó a sus hombres con generosidad, haciéndoles a todos ricos. Contento les dejó —como correspondía a su elevada posición— que regresaran a sus hogares.
Tras haber tenido Canel tanto éxito, no pasó mucho tiempo antes de que emprendiera un nuevo viaje —esta vez de placer—. Y se pertrechó con gran esplendor, como lo suele hacer quien anda en busca de honores. Todo el apresto y los objetos que habría de necesitar durante un año fueron depositados a bordo de un barco. Mucho había oído acerca de lo distinguido y principal que era el joven rey de Cornualles, Marc, cuyo prestigio era mayor cada día y en cuyas manos unía los países de Cornualles e Inglaterra. Cornualles le pertenecía por herencia. Inglaterra, en cambio, era suya desde que los sajones habían expulsado a los britanos de Gales, quedándose allí como señores y dándole ellos su nombre al país. Lo que antes se llamó Britania pasó así a llamarse Inglaterra por los hombres de Gales. Después de tomar posesión del país y repartírselo entre sí, todos querían ser pequeños reyes y no deber obediencia a nadie. Esto se convirtió en la perdición de todos ellos. Pues empezaron a guerrear y a matarse entre sí hasta confiar finalmente sus vidas y sus tierras a la protección de Marc. Desde entonces el país le sirvió con tal lealtad y sumisión como ningún reino anterior sirviera a rey alguno. De él dice también la historia que en todos los países vecinos, que conocían su fama, no había otro rey más respetado. Ahí era adonde quería ir Rivalín. Ahí pensaba quedarse, pasando un año junto a él, para ganar en perfección, aprender nuevos lances de armas dentro de las normas de la caballería y refinar sus modales. Su disposición distinguida le decía que, si conocía costumbres extranjeras, podría mejorar las suyas y acceder de esta manera a nueva fama. Con este propósito se puso en camino. Confió su país y sus gentes a la custodia de un mariscal, un señor de su país cuya lealtad conocía. Se llamaba Rual li Foitenant. Entonces Rivalín se hizo a la mar al punto en unión de doce acompañantes. No precisaba más; ellos bastaban como comitiva. Sucedió así que al llegar a Cornualles y enterarse —aún en el mar— de que el renombrado Marc estaba en Tintayol, se dirigió hacia allí. Tocó tierra, lo encontró y se alegró mucho de ello. Cuando llegó a la corte, el distinguido Marc le recibió con todos los honores y con él a los suyos. Los festejos con los que recibieron a Rivalín fueron tan esplendorosos, y con tales honores le colmaron, como no le habían sido dispensados antes en ningún otro lugar. Eso le produjo gran satisfacción y le encareció la vida cortesana. A menudo pensaba: «En verdad ha sido Dios mismo quien me ha traído hasta este pueblo. La fortuna me sonríe. Cuanto hasta ahora había escuchado de los atractivos de Marc lo encuentro aquí confirmado. Vive con distinción y elegancia». Y así fue a contarle a Marc por qué había venido. Cuando Marc hubo escuchado su relato y conocido sus intenciones, le dijo:
—¡Sed bienvenido en el nombre de Dios! Mi vida y todo cuanto poseo ha de estar a disposición vuestra.
Canelengrés se sentía a gusto en la corte, y la corte no cesaba de prodigarle alabanzas. Ricos y pobres le amaban y estimaba...

Índice

  1. Cubierta
  2. Tristán e Isolda
  3. Tiempo de clásicos
  4. Introducción. Víctor Millet
  5. Tristán e Isolda, de Eilhart von Oberg
  6. Prólogo
  7. Tristán e Isolda
  8. Tristán e isolda, de Gottfried von Strassburg
  9. Prólogo
  10. Tristán e Isolda
  11. Bibliografía
  12. Créditos