El azar y el destino
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El azar y el destino

Viajes por Latinoamérica

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El azar y el destino

Viajes por Latinoamérica

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Brasil, Bolivia, Colombia, México, Surinam, Nooteboom se adentra en algunos de los países más fascinantes de América Latina.El azar y el destino narra un viaje inaugural, el encuentro de Nooteboom con unos países que progresivamente fueron captando su atención, y que forman «un mapa inconmensurable que ha conocido la tragedia de las tierras conquistadas, de las dictaduras y de la colonización, que ha vivido la revolución, la liberación y el ascenso».Brasil, Bolivia, Colombia, México, Surinam. Cees Nooteboom desembarca en países fascinantes cuyo atractivo aumenta gracias a lo que escribe sobre ellos. En esta obra, marcada por la intensidad de sus reflexiones y vivencias, Nooteboom nos revela su asombro al descubrir una América Latina que lo conmueve a la vez que le aporta nuevas perspectivas como narrador y también como viajero: «nada me había preparado para la violencia, los colores y los sonidos del continente que más adelante visitaría muchas veces. El trópico me abrumó, literalmente, y en realidad me sigue abrumando. Cuando miraba el mapa veía asomar detrás de las fronteras de Surinam un continente gigantesco, Brasil, Venezuela, Bolivia, Argentina, y tenía la firme determinación de visitar esos países infinitamente diversos en mi vida futura. Fue entonces, como principiante, cuando escribí mis primeros relatos de viaje».

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Información

Editorial
Siruela
Año
2016
ISBN
9788416749423
Edición
1
Categoría
Viaggi

Vía el cabo de Hornos a Montevideo
Diario de navegación

1
Resulta extraño cruzar el mundo en diagonal y llegar después de un vuelo de doce horas a un lugar en el que en realidad no tienes nada que hacer. El mundo existe de forma ininterrumpida, de continuo, en todas partes. Ya se ve al aterrizar, hay luces por todos los lados, automóviles en movimiento, trenes, otro avión en el aire. Todo el mundo sabía de mi llegada: la aduana, la policía, los taxistas. En la autopista que lleva a São Paulo hay un atasco. Se oyen los bocinazos monótonos de automovilistas desesperados que quieren llegar a casa. Los camiones y autobuses suenan como tubas, el resto como trompetas y saxofones. Una cacofonía sin estructura, retazos de sonidos que me rondan por el cerebro en busca de una víctima. ¿En qué lugares del mundo hay ahora mismo un atasco? La doble fila de automóviles que lanzan humaredas avanza lentamente. La tarde es gris y sombría a pesar de que aquí es verano. Bloques de pisos de gran altura. Nada me resulta atractivo en ese instante. Unas sombras se mueven detrás de ventanas lejanas, las manchas blancas de los televisores.
Esos son los momentos que preferiría no recordar en mi lecho de muerte. Ese tiempo dilatado, polvoriento, un poco sucio, que al día siguiente me quitarán de encima como un trapo viejo. Primero dormir, primero llegar a esa habitación desconocida y aborrecida que lleva una eternidad preparada para mí entre paredes empapeladas de papel color cartón, el baño con los azulejos de color diarrea, el agua templada del grifo y la radio de los vecinos. Y luego el tiempo que quiere demostrar que transcurre cargado de veneno: a medianoche sale el sol y horas después, por fin, amanece no se sabe cómo. He estado aquí en una ocasión anterior y retornaré a este lugar más adelante. No tengo otra cosa que hacer que dar vueltas por esta ciudad durante todo el santo día hasta proseguir mi viaje a Santiago de Chile.
Al primero que me encuentro es a Cervantes. Aparece sentado en una posición extrañamente erguida con sus dos piernas firmemente plantadas en el suelo. Lo de «dos» no es una exageración, la estatua insiste en este ridículo énfasis. Sus piernas parecen columnas, lisas y altas, como si el escultor no supiera cómo esculpir un calcetín. La cabeza de Cervantes, aún joven, se asienta firmemente sobre la gola. Un hombre que con su idioma viajó hacia este extraño continente sin sorprenderse de que el mundo se hubiera conservado igual que antes: las guerras tal como las vivió él mismo, el cautiverio tal como lo conoció él mismo, soberanos y esclavos. Me mira ligeramente inclinado, ahí debajo de esas palmeras, como si todavía tuviera muchas cosas que contarme. Curiosa profesión la de ser estatua y estar permanentemente sentado para intentar que la gente recuerde algo. ¿Habrá alguien que pase por aquí y piense: debería leerme un libro suyo? No sé si funciona así la cosa. Quedamos a las cinco frente al monumento a Cervantes, para eso sirven las estatuas.
Al día siguiente viajo de costa a costa sobrevolando Paraná, el sur de Paraguay, la inmensa y agreste aridez del norte de Argentina y la dentadura voraz de la Cordillera cubierta de nieve detrás de la cual se extiende Chile como si no formara parte del resto del mundo.
2
Mi vida discurre a través de los escritores. Atardecer en Santiago de Chile. Cena en el Azul Profundo, un restaurante Neruda. En Ámsterdam hay un bar Proust, un restaurante Bordewijk y otro Kafka, pero ninguno de ellos tiene realmente algo que ver con los escritores. Este restaurante, en cambio, es distinto. Fotografías, baupreses, mascarones de proa, poemas, aquí todo remite a Neruda. El poeta podría entrar en cualquier momento y echar a la calle a los huéspedes inoportunos. Más tarde pasaré por delante del palacio de su amigo Allende. El famoso balcón de aquella última fotografía sigue existiendo. En mi memoria veo a aquel hombre asomado al balcón, con su casco blanco y desvalido ligeramente inclinado sobre sus gafas demasiado grandes, armado como si quisiera expulsar desde ahí a Pinochet. Un intelectual perdido en un mundo de violencia. Las estaciones de metro por las que paso se llaman Héroes y Escuela Militar. El ejército aún está muy presente en este país. En la alameda O’Higgins está la antigua confitería Torres, en cuya pared cuelga el retrato de Allende junto con todos los otros presidentes de Chile, señores formales de izquierdas y de derechas portando túnicas con fajines y cruces de honor. El camarero, que se parece a un actor interpretando el papel de viejo ministro, me ve mirar los retratos y dice:
—Todos ellos fueron presidentes y todos han muerto.
A lo que yo le contesto:
—Pero no de la misma manera.
Y él responde trazando un gesto en el aire como diciendo, bah, déjelo, y a continuación intenta explicarme lo que significa la palabra «locos» que he visto escrita en el plano de la ciudad al lado de unos platos de pescado. Yo solo conozco el significado que «locos» tiene en España. El camarero me señala una y otra vez la palma abierta de su mano, confundiéndome todavía más. Hasta que comprendo que la mano abierta es una concha y que un loco (esa acepción no la encontraré en el diccionario) es una especie de molusco que no se ha dejado encerrar en una lata.
Al día siguiente voy conduciendo por un paisaje árido en dirección a la costa chilena. Antonio Skármeta (que primero fue un exiliado chileno en Berlín, luego mi casero en esa misma ciudad y más tarde embajador de Chile ante Alemania) vuelve a ser lo que había sido antes de que tuviera que huir del país durante el régimen de Pinochet: un escritor. Él me ha organizado una visita a la casa de Neruda en la Isla Negra. Skármeta es autor de Il postino, la historia de Neruda y su cartero que adquirió gran popularidad al ser llevada a la pantalla por Michael Radford.
El mar está bravo. Desde la casa veo el rompiente azotando las rocas, una casa que es lo más parecido a un barco. Cartas náuticas, globos terráqueos, mascarones de proa con pechos encarando la espuma del mar, un ángel volando en la madera más oscura, retratos de Ilyá Ehrenburg, de Baudelaire, poemas de Du Bellay, Leopardi, Dante, un armario con las ropas enormes del propio poeta, su esmoquin del Nobel, sus poderosos zapatos, los grandes cuadros de su chaqueta de paño escocés, un pasillo con máscaras, la barra de bar en la que servía a sus amigos cócteles con cointreau y coñac, el mandil que se ponía para ejecutar esa tarea y que no dejaba tocar a nadie, una imagen publicitaria de old scotch whisky, King George IV con un manto de rey y una jarretera al lado del Johnny Walker que corre, vasijas, copas, botellas..., todo una medida mayor que en el mundo normal. Su tumba, abajo en el jardín, consiste en unos bloques que se parecen a unas camas gemelas. Yace ahí junto a Matilde Urrutia, que le sobrevivió doce años. Cerca de la tumba hay dos enormes anclas y encima de la tumba una gran piedra, como si alguien hubiera temido que el poeta se escapara pese a estar muerto. Murió doce días después del golpe de Estado. Pocos días antes de morir aún estaba escribiendo en esta casa su autobiografía Confieso que he vivido. Una autobiografía de amargas palabras que dirige a un mundo que ha traicionado a su país al permitir el triunfo del golpe de Estado. El gobierno democráticamente elegido había sido derrocado de forma violenta, un gobierno que al fin había intentado traer algo de justicia. «La versión de los agresores es que hallaron su cuerpo inerte, con muestras visibles de suicidio. La versión que ha sido publicada en el extranjero es diferente. A renglón seguido del bombardeo aéreo entraron en acción los tanques, muchos tanques, a luchar intrépidamente contra un solo hombre: el presidente de la república de Chile, Salvador Allende, que los esperaba en su gabinete, sin más compañía que su gran corazón, envuelto en humo y llamas». El mar desapacible azota las rocas. Estoy convencido de que el rumor de las olas penetra en el interior de la maciza tumba del poeta y de su mujer, como sucede con la de Chateaubriand en Saint-Malo. De la pluma de Neruda salieron los poemas de amor más bellos al lado de infames odas dedicadas a Stalin. Ese hombre tocó sin cesar el poderoso órgano de su lengua. Medio mundo hispanoparlante le ha robado sus poemas para escribir con ellos cartas de amor. En una placa de mármol que «los españoles del Winnipeg» colocaron en homenaje al poeta figuran sus propias palabras:
Todos fueron entrando al barco
mi poesía en su lucha había logrado
encontrarles patria
y me sentí orgulloso.
Durante la guerra civil, Neruda y sus amigos, entre ellos Diego Rivera, lograron fletar un barco desde París con el que un grupo de intelectuales y artistas españoles pudieron huir de la venganza del régimen franquista. Ese fue el inicio de un largo periodo de exilio español que se extendió por todo el mundo hispanoparlante y que tuvo enormes consecuencias. El barco era el Winnipeg.
3
El MS Deutschland, una hermosa nave de estilo antiguo que me trasladará al cabo de Hornos en una travesía de unas dos semanas y más tarde a Buenos Aires, está en la rada de Valparaíso: 22.400 toneladas, 175 m de eslora, paneles de roble, cobre lustrado. Nada que ver con esos bloques de apartamentos que veo en verano en España. Inevitablemente me viene a la memoria Slauerhoff. ¿Cuántas veces pasaría el poeta por aquí en sus viajes a Sudamérica? Desde la borda debió de ver, como yo ahora, ese cerro sobre el que se alza la ciudad con los blancos picos de los Andes al fondo. Pero no, cuando mucho más tarde busco en Google a Slauerhoff y Valparaíso, voy a parar al sitio web del coro masculino Weespertrekvaartmannen, con sus canciones marineras, pero no encuentro ningún texto de Slauerhoff. Es la fuerza de la leyenda la que me ha pillado. El poeta estuvo en efecto varias veces en Sudamérica, pero al otro lado del continente, adonde me dirijo yo ahora. La consulta me ha servido al menos para encontrar una canción de Sting, titulada Valparaíso:
Red the port light, starboard the green,
How will she know of the devils I’ve seen
Cross in the sky, star of the sea
Under the moonlight, there she can safely go
Round the Cape Horn to Valparaíso.
El pasaje del barco me lo gano con dos conferencias en el camarote del almirante, una de las cuales impartiré junto con mi amigo Rüdiger Safranski, que ya ha realizado este tipo de travesías en otras ocasiones.
—Pues, si es así, formas parte del personal de servicio —me dijo el famoso colega holandés, tan certero en sus observaciones como siempre, cuando le hablé de mi viaje.
—Exactamente —le contesté.
Igual que en 1957, cuando fui por primera vez a Sudamérica en barco y me ganaba el pan limpiando váteres y sirviendo la mesa de los oficiales. El barco surinamés en el que fui entonces naufragó más adelante cerca de Tobago, y las colinas de Tobago fueron lo primero que vi de ese continente.
Servidor del personal de servicio: mis acompañantes a bordo son un guitarrista, una cantante, un pianista clásico de Azerbaiyán, un grupo de bailarinas con las piernas muy largas y un mago. Por si fuera poco, el barco es el decorado de un culebrón televisivo, Traumschiff, que yo nunca he visto pero que es muy popular en el país vecino. Así pues, todos los oficiales auténticos del barco, incluido quizá también el propio médico de a bordo, poseen su doble ficticio, igual que las actrices que mariposean por ahí y que de vez en cuando vemos paseando por la cubierta iluminadas por los focos. Esa escena confiere al conjunto un aire de irrealidad que me agrada.
El capitán auténtico es un guaperas de más de cuarenta años que sería perfecto para interpretar a un oficial alemán en cualquier película bélica inglesa. Además es un auténtico lector. Los que no paran de dar vueltas alrededor del mundo disponen de mucho tiempo. Cuando está en tierra, vive en París. Pasaré muchas horas con él en el puente, un sueño infantil que nunca he dejado de cultivar. El capitán me cuenta que algunos pasajeros vuelven regularmente. Son gente solitaria, dice, personas que en tierra ya no soportan la soledad y que a veces pasan medio año seguido viajando en barco, con la tripulación como sucedáneo de la familia.
Puerto Montt es el primer puerto en el que atracamos entre mucho tráfico de pequeñas embarcaciones cuya carga consiste en bloques de algas negras prensadas. Si te imaginas Chile separado del continente, te das cuenta de lo infinitamente estrecha y extensa que es esa tierra, con sus miles de kilómetros de longitud. Puerto Montt es una ciudad regional, capital de la X Región. Hacia abajo la tierra está cada vez más despoblada y los números de los distritos son cada vez más altos. Puerto Montt es la localidad más importante hasta la Antártica, que es la XII Región. Llevamos navegando ya un par de días, lo suficiente como para habituarnos al horario circular de los días. La vida a bordo tiene algo de monacal. Todo sucede a horas fijas y es imposible sustraerse a ese ritmo. Al cabo de un tiempo uno adapta sus pasos al suave balanceo del barco. La tierra firme te produce luego una sensación rara. Leo el periódico y me informo de la política local. Un grupo de nueve muchachos, con la Cordillera al fondo y el mar al lado, tocan unos enormes tambores. El sonido, excitante, es tan fuerte que alcanza las montañas. En el muelle cuelgan inclinadas unas embarcaciones de madera. En un muro alguien ha escrito que la lectura es un salvavidas que protege del aburrimiento. Doy fe de ello. Llevo días leyendo la increíble historia Sailing alone around the world de Joshua Slocum, el hombre que entre 1895 y 1898 fue el primero en dar la vuelta al mundo en un barco que construyó con sus propias manos. Si hubiera hecho su viaje ahora, nos lo hubiéramos cruzado, porque él navegó en dirección contraria a la nuestra, vía el cabo de Hornos y el estrecho de Magallanes a lo largo de esta costa hacia arriba. Se dirigía a las pequeñas islas de Juan Fernández y San Félix, que Schouten y Le Maire visitaron en 1615 durante su travesía a las Indias Orientales, unas pequeñas manchas muy lejanas en el océano que dejamos a nuestra derecha. No lejos de Montt se encuentra Puerto Varas, un pequeño puerto en el lago Llanquihue. Ahí vuelvo a ver mis algas prensadas. Al parecer se toman con la sopa de pescado. Una construcción de madera se alza en el agua sobre unos altos puntales. Camino sobre una pasarela pasando por delante de todas esas cocinas con pescado, gambas, cangrejos y enormes erizos de mar, y elijo un lugar con vistas al volcán nevado. Local 20, de Silvia. Una galería de madera sobre el mar, un lejano volcán con una gorra de nieve, a mi alrededor el suave arrullo del español chileno. El pequeño transistor situado encima del enorme fogón emite una canción que habla de un gran amor que se fue y mi propio mundo se aleja cada vez más de mí.
4
La isla de Chiloé, el golfo de Ancud, el golfo de Corcovado, aquí las aguas son interiores y conectan con el mar. El barco parece deslizarse por el agua, tal es el silencio, un agua quieta, casi negra, que resplandece como el mármol pulido. En tierra no se vislumbra nada parecido a una vivienda. Al cabo de un rato, avistamos un pequeño puerto en el que no atracaremos, Puerto Aguirre. Fiordos, una imagen invernal a pesar de que estamos en verano. Las colinas pobladas de bosques de árboles bajos que se alzan a izquierda y derecha irradian un halo de misterio. De pie en la cubierta de proa veo cómo el barco hiende el agua. Debido a la lentitud y al silencio parece como si se desplegaran dos grandes pañuelos de seda. En las colinas debe de haber de todo: lechuzas, zorros, serpientes, quizá también seres humanos. Pero no se ve ...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Prólogo
  6. Los decorados de Trinidad
  7. Hilversum a orillas del Demerara
  8. La luna es una antorcha
  9. Al otro lado está Francia
  10. El rey de Surinam
  11. Gran Río
  12. Trinidad
  13. Regreso
  14. Jardín
  15. Cementerio
  16. Candomblé
  17. Partido
  18. Bahía
  19. Una mañana en Bahía
  20. Manaos
  21. Titicaca
  22. Bolivia amarga
  23. Altiplano
  24. Entre las dos Costas Ricas
  25. Llegada a México
  26. El sabor del destino
  27. El grito de Hidalgo
  28. Cadáveres y señores burgueses
  29. El venado y el príncipe rana
  30. Teotihuacán, pirámides del Sol y la Luna
  31. La sombra de Robert Mitchum
  32. Pájaros y ruinas
  33. Bogotá
  34. Vía el cabo de Hornos a Montevideo
  35. Borges
  36. Juarroz
  37. Ruinas en la selva
  38. El ladrón de recuerdos