Una muerte solitaria
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Una muerte solitaria

  1. 312 páginas
  2. Spanish
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Información del libro

«El amor, la codicia, la venganza… todas estas grandes emociones están presentes en la serie de Johnson, que debería convertirse en una lectura obligada.»The Denver PostCuando encuentran a la anciana Mari Baroja envenenada en la residencia de ancianos de Durant, el sheriff ?Walt Longmire se ve envuelto en una investigación realizada cincuenta años atrás. La conexión entre la víctima y la comunidad vasca de Wyoming, la lucrativa industria de la extracción de metano y la vida privada de Lucian Connally, el antiguo sheriff… todo conduce a una intrincada red de medias verdades y turbias alianzas. Con la ayuda de su amigo, Henry Oso en Pie, su atractiva ayudante, Victoria Moretti, y el nuevo agente, Santiago Saizarbitoria, la tarea del sheriff ?Longmire será conectar los hechos actuales con los que tuvieron lugar en el pasado.Una muerte solitaria es un relato fascinante que ahonda en la atroz perversidad que se esconde donde menos la esperamos, incluso en los lugares más hermosos.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2013
ISBN
9788415803041
Edición
1
Categoría
Literature
Una muerte solitaria
1
–En los viejos tiempos, tenían que utilizar fuego.
Lo que el viejo vaquero quería decir es que quienes tenían la desconsideración de morir en Wyoming en mitad del invierno, se encontraban con un metro y medio de tierra congelada que los separaba de su lugar de descanso eterno.
–Solían encender una fogata y dejaban que se consumiera un par de horas para que se derritiese el hielo y poder cavar la tumba.
Jules desenroscó el tapón de una petaca que había sacado del bolsillo delantero de su raída chaqueta vaquera y se apoyó en su pala gastada. En el exterior estábamos a dos grados bajo cero y él solo llevaba encima su chaqueta vaquera. No estaba temblando, probablemente la petaca tuviera algo que ver.
–Ahora solo usamos las palas cuando la excavadora deja caer al hoyo algún terrón suelto –el hombrecillo echó un trago de la petaca y continuó desbarrando con su debate filosófico–. El ataúd tradicional chino es rectangular, tiene tres resaltes y nunca entierran a nadie vestido de rojo porque podría convertirse en un fantasma.
Yo asentí e hice lo posible por mantenerme firme en mitad del vendaval. Él echó otro trago y no me ofreció ninguno.
–Los antiguos egipcios extirpaban los órganos principales y los guardaban en vasijas.
Asentí una vez más.
–Los hindúes queman el cuerpo, una práctica que me parece admirable, pero cuando incineramos a mi tío Milo acabamos perdiéndolo, porque la tapadera de la urna estaba suelta y se nos escurrió por los agujeros del suelo oxidado de un Jeep Willy's, en la carretera del curso alto del río Powder –meneó la cabeza al pensar en tan ignominioso final–. No es así como quiero pasar el resto de la eternidad.
Volví a asentir y levanté la vista en dirección a las montañas Big Horn, donde continuaba nevando. De alguna forma, llegado el caso, las hogueras parecían más románticas que la maquinaria de construcción o que el Jeep Willy's.
–Los vikingos solían colocar a los muertos en una barca con todas sus pertenencias, luego les prendían fuego y dejaban que se perdieran en el mar, pero eso me parece una forma absurda de desaprovechar las cosas, por no mencionar la pérdida de una buena barca –se detuvo, pero continuó–. Los vikingos consideraban que la muerte no era más que otro viaje y que no había forma de saber lo que acabarías necesitando, así que mejor llevar todo contigo.
Aquel carpintero granuja posó sus feroces ojos azules en mí y echó otro trago en honor a sus ancestros, pero continuó sin invitarme a mí a ninguno. Hundí las manos en los bolsillos de mi chaqueta del uniforme, tensando así la estrella bordada de la oficina del sheriff del condado de Absaroka, y bajé un poco la cabeza mientras él seguía disertando. Nos habíamos visto las caras en el terreno profesional: él había sido inquilino en mi cárcel cuando el sobrino del antiguo sheriff, mi ayudante por aquella época, lo detuvo por intoxicación etílica y le pegó una paliza. Yo, a mi vez, le había pegado una paliza a Turco, para consternación de Ruby, mi recepcionista-telefonista, y luego lo había mandado a la patrulla de carreteras, con la esperanza de que encajara mejor en un entorno más jerarquizado.
–Los mogoles solían montar el cuerpo en un caballo para que galopase hasta caer –yo emití un profundo suspiro, pero Jules pareció no notarlo–. Los indios de las llanuras probablemente acertaran con lo de colocar a los muertos sobre un armazón de madera. Si ya no vales para nada más, mejor ser pasto de los buitres.
Ya no lo podía soportar más.
–¿Jules?
–¿Sí?
Me giré y lo miré fijamente.
–¿Es que no te callas nunca?
Él se colocó hacia atrás su ajado sombrero de cowboy y echó un último trago sin dejar de sonreír.
–No.
Asentí por última vez, me giré y eché a andar colina abajo, alejándome del linde de álamos añosos, por el mismo paso que antes había abierto entre la nieve. Jules también había coincidido conmigo en mis tres visitas anteriores, así que sabía cuál era mi patrón de conducta.
Supongo que lo de ser enterrador te vuelve solitario.
Uno podía distinguir fácilmente las tumbas nuevas por las lápidas relucientes y los montones de tierra. Gracias a nuestras numerosas conversaciones unilaterales, sabía que había una red de cañerías bajo el cementerio, con grifos que se utilizaban en primavera para ayudar a que el terreno se empapara y así alisar las nuevas tumbas, pero, por el momento, era como si la tierra se negara a aceptar a Vonnie Hayes. Había transcurrido casi un mes desde su muerte y yo regresaba todas las semanas.
Cuando alguien como Vonnie muere, esperas que el mundo se pare y, por un breve instante, quizá sea cierto que el mundo se detenga. Puede que no suceda con el mundo exterior, pero el interior sí que queda en suspenso.
Se tardaban unos diez minutos en regresar al supermercado IGA del centro de Durant, donde había dejado a mi primera ayudante reclutando a la fuerza a los futuros miembros del jurado del sistema judicial local. Entré en la zona de aparcamiento, me rasqué la barba mientras aparcaba y contemplé el dos por uno en haces de leña envueltos en plástico, apilados a la entrada del supermercado. Durante mi mandato como sheriff, que ya rozaba el cuarto de siglo, nos habíamos visto obligados a hacer las veces de patrulla de reclutamiento del condado de Absaroka en unas ocho ocasiones. El condado solía rotar al jurado, pero trabajaban con tantos registros obsoletos que un alto porcentaje de las citaciones eran devueltas sin entregar y las que llegaban a su destino solían ser ignoradas. Mi consejo de que dejáramos en blanco el nombre del destinatario fue desestimado sin más.
Contemplé a la apuesta mujer que sostenía un sujetapapeles a la entrada del supermercado. A Victoria Moretti no le gustaba que la llamaran apuesta, pero eso es lo que yo pensaba de ella. Sus rasgos eran demasiado pronunciados como para considerarla simplemente guapa. Su mandíbula era un poco más fuerte de lo normal, su mirada color oro bruñido demasiado afilada. Vic era como uno de esos hermosos peces tropicales que ves en un acuario, pero más te vale no meter la mano dentro, ni siquiera te atrevas a darle un golpecito al cristal.
–De todas las mierdas que me obligas a hacer, creo que esta es la que más odio con diferencia. Soy titulada en orden público, ya ni recuerdo cuántas horas eché para acabar el máster, me gradué en la Academia de Policía de Filadelfia entre el 5 % de los mejores. Tengo cuatro años de servicio de patrulla y dos distinciones... Soy el ayudante que más antigüedad tiene –sentí un fuerte codazo en el estómago–. Joder, ¿me estás escuchando?
Observé cómo mi tremendamente competente y condecorada ayudante acosaba a un hombre de mediana edad abrigado con un chaquetón, copiaba sus datos del permiso de conducir y le informaba de que más le valía acudir enseguida a los juzgados si no quería ser acusado de desacato al tribunal.
–Bueno, ahí va otro hito de mi carrera.
Me quedé mirando cómo aquel incauto comprador balanceaba sus bolsas y se marchaba en dirección al coche.
–Oye, hay sitios peores para montar una emboscada, al menos aquí tenemos provisiones de sobra.
–Se supone que nevará otros veinte centímetros esta noche.
Volví la vista hacia los accesos, que estaban completamente despejados.
–No te preocupes, puedes entrar, hacerlos salir de ahí y luego hacer las compras de última hora –estaba dando golpecitos en el cristal y recibiendo a cambio todo el oro bruñido del mundo.
–¿Cuántos talis más necesitamos?
–Dos –Vic echó un vistazo a través de las puertas de cristal automáticas situadas detrás de nosotros.
Dan Crawford estaba en la registradora más alejada, pasando por caja el fastidio que sentía por abusar de manera tan oficial de su clientela. Ella me devolvió la mirada.
¿Talis?
–En este país, el proceso se remonta a la Masacre de Boston. Cogieron a los espectadores que había en la sala para que hicieran las veces de miembros del jurado durante el proceso de un soldado británico. Talis viene del latín, significa «transeúnte». Eres italiana, deberías saber estas cosas.
–Soy de Filadelfia, donde votamos pronto y a menudo y donde el nombre de todos los miembros del jurado termina en vocal.
Aparté la mirada en dirección a las montañas que se levantaban al oeste del pueblo y a la oscuridad candente que acechaba tras la cordillera. No podía evitar pensar que hacía una hermosa noche para sentarse junto a la chimenea. Contratas Red Road había prometido instalarme un tiro con triple aislante para el pasado fin de semana, pero, por el momento, lo único que habían hecho era abrir un agujero en mi tejado del tamaño de una escotilla grande. Decían que el conducto de la chimenea que iría hasta el t...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Dedicatoria
  4. Cita
  5. UNA MUERTE SOLITARIA
  6. Créditos