El fuego y el sol
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El fuego y el sol

Por qué Platón desterró a los artistas

  1. 132 páginas
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El fuego y el sol

Por qué Platón desterró a los artistas

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En este libro, basado en las conferencias que dictó en Roma en 1976, Iris Murdoch examina la visión de Platón sobre el arte y, en particular, las razones de la manifiesta hostilidad del filósofo hacia él. Para ello la autora, al tiempo que realiza un sintético recorrido por los elementos que fundamentan las teorías platónicas sobre la Belleza, busca una explicación al hecho de que el pensador griego atribuyera tanta importancia en su obra al papel que desempeña la Belleza, pero, paradójicamente, denigrara a los artistas. Apoyándose en el contraste entre las engañosas sombras del fuego de la Caverna y la luz del sol, iluminadora de la Verdad, Murdoch pone de relieve la labor primordial que desempeñan los creadores en la revelación de lo trascendente. Su certero examen se ve además enriquecido con las ideas sobre esta inagotable y apasionante cuestión de figuras tan destacadas como Kant, Kierkegaard, Freud, Tolstói o Jane Austen.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2016
ISBN
9788416854301
Edición
1
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays

Para empezar, Platón no desterró a los artistas ni sugiere en ningún sitio que se destierre a alguno. En un pasaje memorable de la República (398 a) afirma que si un poeta dramático tratara de visitar el estado ideal se le escoltaría cortésmente hasta la frontera. En otras ocasiones Platón no es tan cortés, y así en las Leyes propone un meticuloso sistema de censura. Desperdigadas de principio a fin a lo largo de su obra hay duras críticas —y, ciertamente, menosprecios— dirigidas contra quienes se dedican al arte. Esta actitud es desconcertante y parece requerir una explicación. Sin embargo, lo que suena como una pregunta interesante puede que merezca una respuesta sin interés; y hay algunas respuestas bastante obvias a la pregunta de por qué Platón fue tan reacio al arte. En la República (607 b) habla de «una antigua desavenencia entre la filosofía y la poesía». Los poetas habían existido, igual que los profetas y los sabios, desde mucho antes de la aparición de los filósofos, y fueron los proveedores tradicionales de conocimientos teológicos y cosmológicos. Heródoto (ii. 53) nos cuenta que los griegos sabían poco de dioses hasta que Homero y Hesíodo les enseñaron; y Heráclito (fr. 57) ataca a Hesíodo —a quien llama «maestro de la mayoría de los hombres»— como autoridad rival. Por supuesto, cualquier teórico de la política muy preocupado por la estabilidad social (y Platón tenía buenas razones para estarlo, como Hobbes) es probable que considere las ventajas de dicha censura. Los artistas son unos entrometidos, también unos críticos independientes e irresponsables; los géneros literarios afectan a las sociedades (República 424 c), y los nuevos estilos arquitectónicos acarrean cambios de mentalidad. Cabe la posibilidad, relacionada con lo anterior pero más extrema, de que, simplemente, Platón no apreciara el arte (no todos los filósofos lo aprecian); a veces lo llama «juego», pero si lo hubiera considerado en esencia trivial aunque peligroso, le habrían cabido menos dudas a la hora de hostigarlo. Es cierto que, en general, los griegos carecían de nuestra reverencial concepción de las «bellas artes», para la cual no existe un término específico en su lengua pues la palabra techné abarca arte, artesanía y habilidad.
Sin embargo, tras semejantes consideraciones sigue una sintiéndose incómoda. Hemos tendido a considerar el arte, o, al menos, lo hemos hecho hasta hace muy poco, como un gran tesoro espiritual. ¿Por qué Platón, que tenía a la vista parte del mejor arte creado nunca, no pensaba así? Le impresionaba cómo los artistas fueran capaces de producir lo que no podían explicar (quizá este hecho le sugiriera algunas ideas), y, aunque a veces —por ejemplo, en la Apología y en el Ion—, sostiene este argumento contra ellos, no siempre lo hace. Más de una vez habla de la inspiración del artista como de una suerte de locura divina o sagrada de la cual podemos recibir grandes bienes y sin la cual no habría buena poesía (Fedro 244-245). La técnica por sí misma no hace a un poeta. Los poetas pueden comprender intuitivamente cosas fundamentales (Leyes 628 a); quienes lo logran sin pensamiento consciente están dotados de un don divino (Menón 99 d). Y, aunque, como sugieren las bromas en el Protágoras, Platón tenga una pobre opinión de los críticos literarios («Las disputas sobre poesía me recuerdan a las fiestas de pueblo», 347 c), estaba obviamente al corriente de las más cultas discusiones, y hasta de las más ínfimas, acerca del gusto y las valoraciones literarias (la sopa deberá servirse con cucharón de madera y no de oro, Hippias Mayor 291 a). Incluso concede, no sin vacilaciones (República 607 d), que en un futuro algún amante de la poesía que no sea poeta podría hacer una defensa de la misma (como efectivamente hizo Aristóteles). Pero, aunque Platón concede a la Belleza un papel crucial en su filosofía, prácticamente la define para excluir el arte, y acusa a los artistas, de forma constante y rotunda, de debilidad moral o, incluso, de envilecimiento. Le viene a una la tentación de buscar razones más hondas para semejante actitud y de intentar destapar al hacerlo (como Plotino y Schopenhauer), pese a Platón, una estética platónica más exaltada en los diálogos. También podría una formular la interesante pregunta de si Platón no estaría de algún modo en lo cierto al ser tan suspicaz con el arte.
Platón pinta la vida humana como un peregrinaje desde la apariencia hasta la realidad. La inteligencia, al buscar satisfacción, va desde la aceptación acrítica de la experiencia sensible y del comportamiento hacia una comprensión más sofisticada y moralmente más iluminada. Cómo ocurre esto y qué quiere decir, queda explicado en la teoría de las Ideas. Al describir la teoría, Aristóteles (Metafísica 987 a-b) le atribuye un doble origen: la búsqueda socrática de definiciones morales y las tempranas creencias heracliteanas de Platón. También (990 b) relaciona su origen con el argumento de «lo uno sobre lo múltiple» y con el «argumento desde las ciencias». ¿Cómo es posible que cosas diferentes puedan compartir una cualidad común? ¿Cómo, siendo los sentidos, sensa, un flujo, podemos obtener conocimiento, que es lo opuesto a la mera opinión o creencia? Más aún: ¿qué es la virtud?, ¿cómo podemos aprenderla y conocerla? El postulado de que las Ideas (Formas) son para la mente objetos inmutables, eternos y no sensibles, fue diseñado para responder a estas preguntas. Buscar la unidad en la multiplicidad es una característica de la razón humana (Fedro 249 b). Tiene que haber cosas indivisibles y estables que podamos conocer, y que estén apartadas del muy diverso y fluctuante mundo del «devenir». Estos entes estables son garantes por igual de la unidad y de la objetividad de la moral, así como de la fiabilidad del conocimiento. En la República (596 a) se nos dice que hay Ideas para los grupos de cosas que tienen el mismo nombre; sin embargo, Platón no interpreta sino gradualmente este amplio aserto. Los primeros diálogos plantean el problema de lo uno y lo múltiple bajo la guisa de intentos de definiciones de cualidades morales (coraje, piedad, templanza), y las primeras Ideas que nos presenta son morales, aunque también aparecen otras Ideas no morales, muy generales, como la de «tamaño», en el Fedón. Posteriormente, hacen su aparición Ideas matemáticas y «lógicas» y, en diferentes ocasiones, también son admitidas Ideas de datos que proporcionan los sentidos1. La Idea de Belleza es celebrada en el Banquete y en Fedro, y la Idea del Bien surge en la República como un iluminado y creativo principio primigenio (la luz del Bien hace que el conocimiento y también la vida sean posibles). En Fedro y en Fedón, las Ideas se ven envueltas en una discusión sobre la inmortalidad del alma. Somos conscientes de las Ideas —y, por ello, capaces de disfrutar del discurso y conocimiento—, porque nuestras almas estuvieron antes de nacer en un lugar donde aquellas podían ser vistas con claridad: la doctrina de la reminiscencia o anamnesis. Una vez encarnada, el alma tiende a olvidar esa visión, pero con un entrenamiento adecuado o insinuación puede recordarla (en el Menón, el esclavo es capaz de resolver el problema de geometría). La relación entre la Idea indivisible y la multiplicidad de sus muchos particulares o instancias se explica de diversos modos, nunca enteramente satisfactorios, mediante metáforas de participación e imitación. En líneas generales, los primeros diálogos hablan de una «naturaleza compartida», y los últimos de copias imperfectas de originales perfectos. El empleo de las Ideas en la doctrina y en el debate sobre la anamnesis tiende a imponer la imagen de estas como entes por completo independientes del mundo sensible («residen en otro lugar») y se hace cada vez más hincapié en esta «independencia» (una concepción estética). El peregrinaje que restaura nuestro conocimiento de este mundo real queda explicado en la República mediante las alegorías del Sol y de la Línea cuatripartita, así como por el mito de la Caverna (514). Al principio, los prisioneros que están dentro de la Caverna se hallan encadenados de cara a la pared del fondo, sobre la cual lo único que pueden ver son las sombras que arroja el fuego que arde a sus espaldas; sus propias sombras y las de los objetos que se mueven en el espacio que hay entre ellos y el fuego. Más tarde, lograrán darse la vuelta y verán el fuego y las cosas cuyas sombras son proyectadas. Más tarde aún, escaparán de la Caverna, verán el mundo exterior bajo la luz del sol, y, finalmente, el Sol. El Sol representa la Idea del Bien a cuya luz se contempla la verdad; revela el mundo —hasta entonces invisible— y es, a la vez, fuente de vida.
Existe, por supuesto, una abundante literatura sobre la interpretación de este mito, sobre la relación entre «la Línea» y «la Caverna», y sobre cuán estrictamente hemos de tomar las distinciones que Platón hace sobre los estadios inferiores del proceso de iluminación. Consideraré que la Caverna ilumina la Línea y que hemos de conceder importancia a estas distinciones. Todo lo que ocurre en la Caverna ha de ser estudiado minuciosamente, y la «mitad inferior» de la historia no es solamente una imagen explicativa de la «mitad superior», sino que posee significado por sí misma. Así, se ve pasar al peregrino por diferentes estadios de conciencia en los cuales la realidad superior es estudiada por primera vez bajo la forma de sombras o imágenes. Estos niveles de conciencia tienen (quizá Platón no está preparado para ser demasiado claro acerca de esto, 533 e, 534 a) objetos con diferentes grados de realidad, y a estos estadios de conciencia, cada cual con su propia forma de deseo, les corresponden diferentes partes del alma. La parte más baja del alma es egoísta, irracional e ilusa; la parte central es agresiva y ambiciosa; la más elevada es racional y buena, y conoce la verdad que yace más allá de cualquier imagen e hipótesis. El hombre justo y la sociedad justa están en armonía bajo la dirección de la razón y de la bondad. Esta armonía racional proporciona también a los (indestructibles) niveles inferiores la mejor de las satisfacciones posible. El arte y el artista son condenados por Platón a exhibir la más baja e irracional suerte de conciencia: eikasia, un estado de vaga ilusión infestado de imágenes. En términos del mito de la Caverna, este es el estado de los prisioneros que miran la pared del fondo y ven solo las sombras que proyecta el fuego. En realidad, Platón no dice que el artista esté en un estado de eikasia pero lo da a entender claramente y es cierto que la totalidad de su crítica al arte extiende e ilumina el concepto de una conciencia confinada a las sombras.
Empezaré considerando primero lo que Platón piensa del arte y, después, su teoría de la Belleza. Donde más completa aparece expuesta su visión del arte es en los Libros III y X de la República. Los poetas nos confunden cuando retratan a los dioses como inmorales e indignos. No debemos dejar que Homero o Esquilo nos cuenten que un dios hizo sufrir a Níobe, o que Aquiles, cuya madre al fin y al cabo era una diosa, arrastró el cuerpo de Héctor tras su carro o que ejecutó a los troyanos cautivos junto a la pira funeraria de Patroclo. Tampoco se nos debería obligar a describir a los dioses riendo. Los poetas, y también los autores de historias para niños, deberían ayudarnos a respetar la religión, a admirar a la gente buena y a ver que no hay crimen sin castigo. La música y el teatro deberían alentar la calma estoica en lugar de emociones tempestuosas. Estamos infectados por la interpretación o por el disfrute de un papel de maldad. De esta manera el arte puede causar un daño psicológico acumulativo. Lo armónico de un sencillo motivo —arquitectónico o decorativo— o los objetos artesanales disfrutados desde la infancia pueden hacernos felices al suscitar armonía en nuestra mente; pero el arte siempre es malo para nosotros en la medida en que es mimético o imitativo. Tomemos por caso al pintor que pinta una cama. Dios crea la Idea o Forma original Cama (argumento pintoresco este: en ningún otro lugar sugiere Platón que Dios hace las Ideas, que son eternas). El carpintero hace la cama sobre la que dormimos. El pintor copia dicha cama desde su punto de vista hallándose, por tanto, a tres instancias de la realidad. No comprende la cama, no la mide y no podría hacer una. Evita el conflicto entre lo aparente y lo real que impele la mente hacia la filosofía. En vez de cuestionar las apariencias, el arte las acepta inocente o deliberadamente. De la misma manera, el escritor que retrata a un médico no posee los conocimientos de un médico, sino que simplemente «imita el discurso de un médico». No obstante, como estas obras causan fascinación, sus autores son tomados indebidamente por autoridades, y la gente sencilla los cree. Seguramente, cualquier hombre serio preferiría producir cosas reales, sean camas o actividad política, mejor que cosas irreales que son meros reflejos de la realidad. El arte o la imitación pueden ser tildados de «juego» y descartados por ello, pero cuando los artistas imitan lo malo están aumentando la suma total de lo malo en el mundo; y es más fácil copiar a un hombre malo que a un hombre bueno, porque el hombre malo es cambiante, entretenido y extremado, mientras que el bueno es tranquilo y siempre el mismo. A los artistas les interesa lo que es bajo y complejo pero no lo que es simple y bueno. Inducen lo mejor del alma a «relajar la guardia». Así, imágenes de maldad y exceso pueden conducir incluso a que personas buenas se dejen arrastrar en secreto, mediante el arte, a emociones que en la vida real se sentirían avergonzadas de abrigar. Las bromas crueles y el mal gusto nos divierten en el teatro, y luego nos comportamos groseramente en casa. El arte da expresión y, a la vez, gratifica lo más bajo del alma, al tiempo que nutre y aviva bajas emociones que deberían dejarse fenecer.
La ferocidad del ataque es impactante, aunque, como cabía esperar, se expresa con urbanidad. A duras penas puede una considerarlo «inocente». Tampoco es, seguramente (como Bosanquet sugirió en A History of Aesthetic, capítulo III2), una reductio ab absurdum («si el arte no es más que esto, es un fracaso»), aunque la reflexión es a veces casi jubilosa. Naturalmente, los griegos carecían de lo que Bosanquet llama «punto de vista estético diferenciado», de lo que parece que ha carecido, con evidente impunidad, cualquiera que haya vivido antes de 1750...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Nota del traductor
  5. Dedicatoria
  6. El fuego y el sol