Capítulo 1
27 de octubre, 11:00 horas.
Corría la tercera semana de octubre en las altas llanuras. El verano se había alargado insólitamente, agostando el paisaje y tiñendo las vigas herrumbrosas del viejo puente de un tono marrón cansado y desvaído.
Coroné la colina y detuve el Lincoln Town Car color plomo junto a la construcción de armadura Pratt. No había muchos ejemplos de este tipo de arquitectura en la zona del río Powder y los pocos puentes que quedaban se los subastaban a los rancheros para su uso privado. Yo había crecido viendo estos viejos puentes de acero y lamentaba que el último de ellos fuera a desaparecer.
Volví la vista al pueblo que se asomaba a las orillas del anémico río, apretujado contra las colinas de escoria como la hoja sibilante de un cuchillo afilado. El agua, la tierra y el puente compartían el mismo tono sepia y marchito.
Le dije a Perro que esperase en el asiento de atrás y me apeé del coche, me puse el sombrero y una chaqueta de piel de caballo gastada y eché a andar por el suelo de tierra. Estudié la superficie ancha y polvorienta del puente y, entre las rendijas de las vigas, las esquirlas fulgurantes del río Powder. El Departamento de Transportes de Wyoming lo había sentenciado y, en consecuencia, lo había precintado con carteles amarillos: lo desmontarían la próxima semana. A su derecha distinguí los estribos que habían construido donde pronto descansaría el nuevo puente.
Contra un poste de la línea telefónica se apoyaba un remolque de la compañía Range que contenía una caja de distribución y un teléfono de plástico azul que percutía con suavidad la madera empapada en creosota, como un telégrafo largamente olvidado.
—¿Se ha perdido?
Me giré y observé al viejo ranchero que se había detenido detrás de mí con una anticuada GMC del 55, un modelo con una parrilla delantera semejante a una mueca congelada. La camioneta iba cargada de heno hasta los topes. Me eché hacia atrás mi sombrero nuevo y lo miré.
—No, solo estoy echando un vistazo.
Avanzó perezosamente y detuvo el cacharro al ralentí sin quitarle ojo a Perro, mi coche último modelo y la matrícula de Montana.
—¿Trabaja en el metano?
—No.
Me escrutó con los ojos entrecerrados para darme a entender que no se acababa de creer lo que le estaba contando. Tenía los ojos tan verdes como las algas que crecen en los abrevaderos para caballos.
—Por aquí vienen muchos tipos del gas y del petróleo con la intención de comprarle los derechos minerales a la gente. —Me estudió a conciencia, deteniéndose en el sombrero negro nuevo, las botas y los vaqueros recién planchados—. Es fácil perderse por estas carreteras.
—No me he perdido. —Observé su carga, las diminutas flores azules que el sol había secado entremezcladas con el heno y el bramante naranja y cobalto que indicaba que había sido previamente desherbado. Cubos bobos, solíamos llamar a las balas de treinta kilos. Me aproximé y toqué el heno, rico en alfalfa—. Confirmado. Apuesto a que tiene una buena finca en los alrededores.
—Bastante buena, pero con esta sequía el terreno está tan seco que habría que estrujar a un hombre para que escupiese.
Como si quisiera darle énfasis a su declaración, lanzó un escupitajo que se coló por los agujeros oxidados de los bajos de la camioneta hasta el suelo; el tono del esputo era bastante similar al del río.
Asentí mientras bajaba la vista hasta la gravilla manchada.
—Un amigo mío dice que estas balas pequeñas son las culpables de que los ranchos familiares estén desapareciendo. —Volví la vista hacia su cargamento: llevaba por lo menos doscientos kilos—. Después de cargar con un par de miles de estas en agosto uno comienza a plantearse si no sería mejor buscar otra manera de ganarse la vida.
Al oír mi comentario me taladró con la mirada.
—¿Tiene un rancho?
—No, pero me crie en uno.
—¿Por dónde cae?
Sonreí y me metí las manos en los bolsillos del vaquero, mirando el remolque sobrecargado y oxidado y luego la estructura ruinosa que salvaba la distancia entre el aquí y el allí.
—¿Va a cruzar el puente con esta camioneta?
El hombre soltó otro escupitajo que aterrizó cerca de mis botas y luego se limpió la boca con el puño de su camisa vaquera.
—Llevo cruzando esa maldita puente sesenta y tres años. No veo ninguna razón para dejar de hacerlo.
La puente; llevaba mucho sin oír ese arcaísmo. Eché un vistazo a los carteles amarillos que acordonaban el puente y al aspecto lamentable de la estructura condenada.
—Parece que, a partir de la semana que viene, no le quedará más remedio.
Asintió y se pasó una mano morena por el rostro curtido.
—Sí, supongo que en Cheyenne les sobra el dinero y no saben en qué gastarlo. —Esperó un instante antes de continuar—: La autopista estatal queda a unos seis kilómetros retrocediendo por esa carretera.
—Ya se lo he dicho, no me he perdido.
Notaba que continuaba observándome. Estaba seguro de que había advertido la cicatriz que tenía encima del ojo, la del cuello, el trozo de oreja que me faltaba, las manos laceradas. Es más, intentaba interpretar la indiferencia que se adquiere cuando uno lleva ejerciendo de sheriff un cuarto de siglo. Asentí, a la vez que volvía la vista al puente para no darle oportunidad a...