CARLOS QUÍLEZ
Vallbona: La ley de la calle
Vallbona
22 de marzo de 1984
Calle Obispo Irurita, número 2
Barrio de Vallbona. Ciudad de Barcelona
11:25 h
—Apestas a colonia.
—Patrichs.
—¿Patrichs?
—Sí, Jesule... Patrichs, se acabó eso de ir de aquí para allá con el costo metido en quesos de bola o en sacos de café. Los perros de la pasma se las saben todas. Lo único que los despista es la colonia, y no toda... solo Patrichs y alguna más.
—Anda pasa, Pichón, no te quedes en la puerta que me vas a atufar el barrio...
Jesús Alarcón Colmenero, alias «el Marqués» o «Jesule». 34 años, atracador de bancos.
Siete detenciones y dos ingresos en prisión.
Adicto a la heroína.
Antonio Mengual Ortiz, alias «el Pichón». 21 años, camello.
Dos detenciones y ningún ingreso en la cárcel.
Adicto a la heroína.
Jesule había pasado los dos últimos años en la Modelo. Acababa de pagar una condena de tres años y medio por una tentativa. Ya en la calle, se refugió en su barrio, donde nació y creció, y hasta donde no llegaron las mejoras ni las inversiones de las que disfrutó la ciudad con motivo de los recientes mundiales de fútbol.
En aquella época, uno de cada diez vecinos de Vallbona tenía antecedentes penales, en la mayoría de los casos relacionados con tráfico de drogas y atracos.
Vallbona era una especie de pozo, un recodo en la zona norte de la ciudad, donde se amontonaban algo más de cien pisos y casas, la mayoría construidas sin los permisos ni autorizaciones preceptivas. Esas viviendas estaban rodeadas de barracas, y el barrio en su conjunto estaba cercado, de un lado, por el río Besós (durante la década de los ochenta, el río más contaminado de Europa, según la Unión Europea); del otro, por la línea del tren y, en dirección Barcelona, por una hilera de huertos clandestinos que se prolongaban hasta el inicio del barrio de la Trinidad, que a su vez estaba presidido por la Cárcel de Jóvenes. Un agujero... Y junto con el barrio de la Mina de Sant Adrià, el de Sant Cosme en el Prat de Llobregat y el de Can Tunis en la zona sur y portuaria de Barcelona, eran los supermercados del hachís y la heroína de la gran conurbación barcelonesa.
Jesús salió de la cárcel como entró, pelao y con lo puesto.
Y volvió a la que era su casa, donde vivieron esos dos años unos gitanos amigos de la familia que se encargaron de cuidarla. Volvió a lo suyo: los bancos. El redil de su profesión.
Jesule se acababa de hacer un banco en Badalona. Seiscientas mil pesetas de botín. Y lo hizo como siempre, en solitario, con gorro, gafas y postizos, y una pistola de pastel.
En 1986, los grupos Omega y Antiatracos de la Jefatura Superior de Policía contabilizaron 908 robos a entidades bancarias solo en la ciudad de Barcelona. Jesús Alarcón era uno de esos atracadores bregados, autóctonos e insaciables que, al amparo de una novia diabólica llamada heroína, que se propagaba como la peste en aquellos años, provocaron una angustiosa sensación de alarma social, fruto de su incontinencia criminal y de la violencia extrema de sus acciones.
A Jesule le gustaba zumbar en Badalona. Aquella es una ciudad muy bien comunicada por carretera con Barcelona y con una aceptable red de trasporte público.
Dos días antes de su encuentro con el Pichón, Jesús Alarcón cogió un tren en la estación de Renfe de Torre del Baró con el que se dirigió a la estación de Arco de Triunfo. Allí hizo transbordo y cogió un convoy camino de la estación de Badalona.
A medida que se acercaba el momento, Jesule notaba en su garganta la sequedad que provocan los nervios. Eran las doce de la mañana. «El mostrador ya estará suficientemente lleno de billetes», pensó. Así que, como era habitual en él, se metió en un bar y pidió café y coñac. Tres o cuatro copas de Magno casi seguidas.
El ardor del licor en el estómago le indicó que aquel era el momento. Pagó, salió camino de la sucursal y a pocos metros de ella se puso los postizos, la peluca y las gafas.
—¡Esto es un atraco... cabrones! ¡Estaros todos quietos que voy muy burro y no sé lo que hago!
Con la mano izquierda sacó una bolsa de tela de esas que se utilizan para comprar el pan mientras que con la derecha empuñaba su pistola apuntando de un lado a otro, de forma acompasada, como si se tratase de un partido de tenis, a los tres clientes y a los cuatro empleados de la sucursal.
Jesule arrambló con todo el dinero que sus manos tuvieron a su alcance y en menos de treinta segundos se había dado a la fuga. Salió del banco a paso ligero pero sin estridencias. Mientras caminaba, se retiraba los p...