Nuevos Tiempos
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Nuevos Tiempos

  1. 168 páginas
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«Amos Oz es un genio literario. Cada uno de sus libros nos afecta, nos conmueve. Y Escenas de la vida rural no es una excepción. Un magnífico libro de relatos de un escritor que nos ofrece el máximo de su talento.» De MorgenEscenas de la vida rural reúne ocho relatos del escritor israelí Amos Oz centrados en un mismo eje común: la vida en Tel Ilán, un imaginario pueblo israelí. En «Herederos», un desconocido llega a casa de Arie Tzelnik, quien, abandonado por su familia, se ha ido a vivir con su madre. El desconocido se presenta como un abogado cuyos planes son internar a la anciana para que Arie y él puedan quedarse con la casa. En «Excavan», se relata la historia de un antiguo parlamentario, Pesaj Kedem, que vive con su hija Rahel. Él es un viejo gruñón que no ha olvidado lo mal que lo trataron sus compañeros de partido. Padre e hija conviven aislados y las pocas visitas que reciben encolerizan al anciano. Con ellos vive también un joven árabe que quiere escribir un libro que compare la vida en los pueblos judíos y árabes. Por las noches, Pesaj Kedem, y más tarde el joven árabe, oyen ruidos de picos y palas debajo de la casa... Y, a modo de epílogo, «En un lejano lugar en otro tiempo» describe el deterioro físico y moral de Tel Ilán, un pueblo en descomposición.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2012
ISBN
9788498419931
Edición
1
Categoría
Literatur
Categoría
Literaturkritik
Escenas de la vida rural
Herederos
1
El desconocido no era un desconocido. Algo en él produjo rechazo y también fascinación en Arie Tzelnik desde el primer momento que lo vio, si es que ese era el primero: a Arie Tzelnik casi le pareció recordar esa cara, esos brazos largos casi hasta las rodillas, era un recuerdo confuso, como de antes de toda una vida.
El hombre aparcó su coche justo delante de la puerta de entrada. Era un coche polvoriento de color beis y en la luna trasera y también en los cristales laterales llevaba todo un puzzle de pegatinas de colores, exclamaciones, proclamas, advertencias y eslóganes de todo tipo. Cerró el coche, pero se entretuvo en comprobar, con una enérgica sacudida, puerta por puerta, si efectivamente todas estaban bien cerradas. Luego dio unas ligeras palmadas sobre el capó, como si se tratara de un viejo caballo al que se ata a una valla y se le indica con unas palmaditas cariñosas que la espera no será larga. Seguidamente empujó la puerta y se dirigió hacia el porche, al que una parra daba sombra. Su forma de caminar era saltarina y algo penosa, como si avanzara descalzo sobre arena caliente.
Desde la hamaca en una esquina del porche, y sin ser visto, Arie Tzelnik estuvo observando al huésped desde el momento en que aparcó el coche. Pero, por más que lo intentaba, no conseguía recordar quién era ese desconocido no desconocido. ¿Dónde y cuándo había coincidido con él? ¿En algún viaje al extranjero? ¿En la oficina? ¿En la mili? ¿En la universidad? ¿O habría sido en el colegio? Tenía una cara pícara y jocosa, como si hubiese hecho alguna travesura y ahora se regodease. Detrás de ese rostro extraño, o por debajo de él, se insinuaban ciertos trazos de un rostro conocido, angustioso, inquietante: ¿el rostro de alguien que alguna vez te hizo daño? O al contrario, ¿con quien tú cometiste una injusticia olvidada?
Como un sueño del que nueve décimas partes se han hundido y solo la punta sigue asomando.
Por tanto, Arie Tzelnik decidió no levantarse ante el recién llegado y recibirle ahí, en su hamaca del porche situado delante de la casa.
El desconocido saltaba y se retorcía apresuradamente por el camino que conducía desde la entrada a las escaleras del porche, mientras sus pequeños ojos se movían sin cesar de derecha a izquierda, como temiendo ser descubierto antes de tiempo, o al contrario, como asustado por si algún perro furioso saltaba de repente sobre él desde los arbustos de buganvillas espinosas que crecían a ambos lados del camino.
El cabello amarillento y ralo, el cuello rojo con la piel arrugada y flácida que recordaba al buche de un pavo, los ojos acuosos y turbios que se movían como dedos curiosos, los largos brazos de chimpancé, todo provocaba una cierta angustia.
Desde su oculto observatorio en la hamaca a la sombra de los pámpanos de una parra, Arie Tzelnik se percató de que el hombre era corpulento pero estaba algo flácido, como si acabara de contraer una grave enfermedad, como si poco tiempo atrás hubiese sido un hombre grueso y últimamente se hubiese consumido, se hubiese encogido dentro de su piel. Hasta la chaqueta de verano que llevaba, una chaqueta con los bolsillos inflados y de color beis turbio, parecía demasiado ancha y le colgaba floja de los hombros.
A pesar de que eran los últimos días del verano y el camino estaba seco, el desconocido se detuvo a limpiarse bien las suelas de los zapatos en el felpudo situado al pie de las escaleras. Luego alzó varias veces un pie tras otro para comprobar que las suelas estuviesen limpias. Solo cuando se quedó tranquilo subió las escaleras y examinó la puerta de reja que había en lo alto y, solo después de haber llamado educadamente varias veces sin obtener respuesta, giró por fin la vista y descubrió al dueño de la casa tumbado relajadamente sobre la hamaca, en una esquina del emparrado que le daba sombra a él y a todo el porche, rodeada de grandes macetas y de helechos en jardineras.
El huésped mostró al instante una amplia sonrisa y a punto estuvo de hacer una reverencia; luego carraspeó para aclararse la garganta antes de exclamar:
¡Tienen un sitio precioso, señor Tzelkin! ¡Fantástico! ¡Realmente es la Provenza de Israel! ¡Qué digo la Provenza! ¡La Toscana! ¡Qué paisaje! ¡El monte! ¡Las viñas! ¡Tel Ilán es sencillamente el pueblo más maravilloso de todo este país levantino! ¡Delicioso! Buenos días, señor Tzelkin. Perdone. Casualmente no estaré molestando, ¿verdad?
Arie Tzelnik respondió con un buenos días seco y le corrigió diciendo que su nombre era Tzelnik y no Tzelkin, e indicó que lo sentía, aquí no solemos comprar nada a los agentes comerciales.
¡Hace muy bien! ¡Por supuesto que hace bien!, clamó el hombre mientras se secaba con la manga el sudor de la frente, ¿cómo vamos a saber si tenemos delante a un vendedor y no a un impostor? ¿O, Dios no lo quiera, incluso a un delincuente que viene a inspeccionar y preparar el terreno a una banda de ladrones? Pero casualmente, señor Tzelnik, yo no soy ningún vendedor. ¡Soy Maftzir!
¿Qué?
Maftzir. Wolf Maftzir. El abogado Maftzir del bufete Lotem & Pruginin. Encantado, señor Tzelnik. He venido, señor, por un tema, cómo decirlo; aunque quizá sea mejor que no intentemos definir el tema y vayamos directamente al grano. ¿Puedo sentarme? Será una explicación más o menos personal, no personal mía, de ningún modo, por asuntos personales míos no habría osado bajo ningún concepto abordarle y molestarle así sin previo aviso. Efectivamente lo intentamos, por supuesto que lo intentamos, lo intentamos varias veces, pero su número de teléfono está protegido y usted no se dignó responder a nuestra carta. Por tanto decidimos probar suerte con una visita sorpresa, y lamentamos mucho la intromisión. Por supuesto que esto no nos parece aceptable, entrometernos en la intimidad del prójimo, y más cuando el prójimo se encuentra en el paraje más bello de todo el país. Sea como fuere, como he dicho, no se trata por supuesto solo de un asunto personal nuestro. No, no. De ningún modo. Y ya que estamos, es justamente lo contrario: me refiero, cómo expresarlo con delicadeza, digamos que me refiero a que es un asunto personal suyo, señor. Un asunto personal suyo y no solo nuestro. Para ser más precisos, es algo concerniente a su familia. O tal vez a la familia en general, y en particular a un miembro de su familia, señor Tzelkin, a un determinado miembro de su familia. ¿No se opondrá a que nos sentemos y charlemos un momento? Le aseguro que intentaré que todo el asunto no lleve más de diez minutos. Aunque, de hecho, eso depende solo de usted, señor Tzelkin.
Arie Tzelnik dijo:
Tzelnik.
Y luego dijo:
Siéntese.
Y enseguida añadió:
Aquí no. Ahí.
Porque el hombre gordo, o gordo en el pasado, aterrizó primero sobre la hamaca doble, justo al lado del anfitrión, pegado a él, una nube de aromas espesos rodeaba su cuerpo como un cortejo, olores a digestión, a calcetines, a polvos de talco y a axilas. Sobre todos esos olores se tendía una fina red de olor a fuerte loción de afeitar. Arie Tzelnik se acordó de pronto de su padre, que también cubría siempre sus olores corporales con un fuerte aroma a loción de afeitar.
Cuando se le dijo aquí no, allí, el huésped se levantó y se tambaleó un poco, con los brazos de mono sujetando las rodillas, se disculpó, cambió de sitio y posó su trasero con los pantalones demasiado anchos en el lugar que se le había indicado, en un banco de madera situado al otro lado de la mesa del jardín. Era una mesa rústica hecha de tablas a medio pulir, parecidas a los travesaños situados bajo las vías del tren. Era importante para Arie que su madre enferma no viera bajo ningún concepto por la ventana a ese huésped, ni siquiera su espalda, ni siquiera su silueta en el emparrado. Por tanto le hizo sentar en un lugar que no se veía desde la ventana.
Mientras que de la voz salmódica y aceitosa la protegería su sordera.
2
Tres años antes, Naama, la mujer de Arie Tzelnik, se había ido a ver a su buena amiga Telma Grant a San Diego y no había vuelto. No le escribió diciendo claramente que había decidido dejarle, sino que antes le insinuó con delicadeza: de momento no voy a regresar. Al cabo de otros seis meses escribió: me quedo algún tiempo con Telma. Y después le escribió: no tienes por qué seguir esperándome. Estoy trabajando con Telma en un centro de rejuvenecimiento. Y en otra carta: Telma y yo estamos bien juntas, tenemos un karma similar. Y volvió a escribir: nuestra maestra espiritual cree que no debemos renunciar la una a la otra. Te irá bien. ¿Verdad que no estás enfadado? La hija casada, Hilla, le escribió desde Boston: Papá, te lo pido por tu bien, no presiones a mamá. Búscate una nueva vida.
Y como entre su primogénito, Eldad, y él no existía ningún contacto desde hacía tiempo, y excepto esa familia suya no tenía a ninguna persona cercana, el año pasado decidió liquidar el piso del Carmel y volver a vivir con su madre en la vieja casa de Tel Ilán, mantenerse con la renta del alquiler de dos pisos en Haifa y dedicarse a su afición.
Así encontró una nueva vida, tal y como le había pedido su hija.
De joven, Arie Tzelnik sirvió en el Comando Marítimo. Desde su más tierna infancia jamás había temido ningún peligro, ni el fuego enemigo ni trepar a los acantilados. Pero con los años le había entrado terror a la oscuridad en una casa vacía. Por eso, finalmente decidió volver a vivir junto a su madre en la vieja casa donde había nacido y crecido, al final del pueblo de Tel Ilán. La madre, Rosalía, era una anciana de unos noventa años, sorda, encorvada y parca en palabras. Ella solía dejar que se ocupase de las tareas de la casa sin interferir, y casi sin hacer comentarios ni preguntas. A veces se le pasaba por la cabeza la posibilidad de que su madre enfermase, o envejeciese tanto que no pudiese sobrevivir sin una atención constante, y él se viese obligado a darle de comer, a limpiarla y a cambiarle los pañales. O a meter en casa a una asistenta, con lo que se acabaría la tranquilidad del hogar y su vida quedaría expuesta a la mirada de extraños. Otras veces esperaba, o casi llegaba a hacerlo, el inminente declive de su madre: tendría una justificación lógica y emocional para trasladarla a una institución apropiada y así toda la casa quedaría a su disposición. Cuando quisiese, podría traerse a una nueva y guapa mujer. O mejor, hospedar a una serie de chicas jóvenes. Incluso podría derribar las paredes interiores y renovar la casa. Comenzaría una nueva vida.
Pero, de momento, vivían los dos, el hijo y su madre, en la vieja casa oscura, en paz y en silencio. Cada mañana llegaba la asistenta con las provisiones de la lista, ordenaba, limpiaba y cocinaba, y tras servir a la madre y al hijo la comida se iba en silencio. La madre se pasaba casi todo el día en su habitación leyendo viejos libros mientras Arie Tzelnik escuchaba la radio en su cuarto o construía aviones de madera balsa.
3
El desconocido sonrió de pronto con una sonrisa pícara, lisonjera, con una sonrisa parecida a un guiño: como proponiendo a su anfitrión, ¿pecamos juntos un poco? Pero también como temiendo que su proposición lo fuese a sentenciar. Y preguntó afectuosamente:
Perdone, ¿me permitiría tomar un poco de eso, por favor?
Y, como le pareció que el anfitrión asentía con la cabeza, el hombre cogió la jarra de cristal que estaba sobre la mesa y se sirvió un poco del agua helada con una rodaja de limón y unas cuantas hojas de menta en el único vaso que había allí, el vaso de Arie Tzelnik, pegó sus labios carnosos al vaso y se lo terminó de cinco o seis tragos grandes y sonoros, luego se sirvió medio vaso más, volvió a tragárselo con sed ruidosa y entonces empezó a justificarse:
¡Perdone! Es que aquí, en este precioso porche suyo, no se nota para nada el calor que hace hoy. Hoy hace mucho calor. ¡Mucho! Y pese a todo, a pesar del intenso calor, ¡este lugar pese a todo está lleno de magia! ¡Tel Ilán es el pueblo más bonito del país! ¡La Provenza! ¡Qué digo la Provenza! ¡La Toscana! ¡Bosques! ¡Viñedos! ¡Casas rurales de hace cien años, tejados rojos y cipreses altos! Y ahora, ¿qué opina, señor? ¿Le resultaría más cómodo que charlásemos un rato más sobre la belleza?, ¿o me permite que vaya sin rodeos a nuestro pequeño asunto?
Arie Tzelnik dijo:
Le escucho.
La familia Tzelnik, los descendientes de Leon-Akavia Tzelnik. Si no me equivoco, ustedes fueron aquí de los primeros del pueblo, de los primeros fundadores, ¿no? ¿Hace noventa años? ¿Incluso casi cien?
El nombre era Akiva-Arie, no Leon-Akavia.
Por supuesto, se sorprendió el huésped, la familia Tzelkin. Respetamos mucho la gran historia de su familia. No simplemente la respetamos, ¡la apreciamos! Primero, si no me equivoco, llegaron los dos hermanos mayores, Boris y Samion Tzelkin, que vinieron desde un pequeño pueblo en la región de Járkov para fundar una colonia agrícola completamente nueva aquí, en medio del paraje agreste de las desoladas montañas de Menashé. Aquí no había nada. Un secarral baldío. Ni siquiera había pueblos árabes en esta loma, solo detrás de las colinas. Luego llegó también el sobrino pequeño de Boris y Samion, Leon, o, si sigue insistiendo, Akavia-Arie. Y después, al menos según la historia comúnmente aceptada, Samion y Boris regresaron uno tras otro a Rusia, y allí Boris mató a Samion con un hacha, y solo el abuelo de usted, ¿el abuelo o el bisabuelo?, solo Leon-Akavia permaneció aquí. ¿No era Akavia? ¿Akiva? Perdone. Akiva. Resumiendo: casualmente resulta que nosotros, los Maftzir, ¡también somos de la región de Járkov! ¡Justo de los bosques de Járkov! ¡Maftzir! ¿Lo ha oído alguna vez? Tuvimos un famoso cantor sinagogal, Shaya Leib Maftzir, y había un Gregory Moiseyevich Maftzir, un gran general del Ejército rojo. Un grandísimo general, pero Stalin lo mató. En las purgas de los años treinta.
El hombre se levantó y, con los dos brazos de chimpancé, hizo un gesto de fusilero en clase de tiro y reprodujo el sonido de una ráfaga de disparos mientras mostraba unos dientes afilados aunque no del todo blancos. Luego volvió a sentarse sonriente en el banco, como si estuviese feliz por el éxito de la ejecución. A Arie Tzelnik le pareció que quizás aquel hombre esperaba un aplauso, o al menos una sonrisa, a cambio de la suya edulcorada.
El anfitrión, a pesar de todo, decidió no devolverle ninguna sonrisa. Apartó un poco el vaso usado y la jarra de agua helada que estaba sobre la mesa y dijo:
¿Sí?
El abogado Maftzir estrechó por tanto su mano izquierda con su mano derecha y la apretó con satisfacción, como si hiciera mucho tiempo que no se encontraba consigo mismo y ese encuentro inesperado le llenase de regocijo. Bajo el aluvión de palabras que fluía de su boca, brotaba sin cesar un torrente subterráneo de inagotable alegría, una corriente del Golfo de arrogancia satisfecha de sí misma:
Bueno, empecemos poniendo las cartas sobre la mesa, como se suele decir. Por lo que me he permitido abordarle hoy es por algo que tiene que ver con asuntos personales que nos incumben a ambos, y además, tal vez también tenga que ver, que viva muchos años, con su querida madre. Es decir, con la honorable anciana. Por supuesto, por supuesto, siempre y cuando usted no se oponga explícitamente a tratar un poco este tema tan delicado.
Arie Tzelnik dijo:
Sí.
El huésped se levantó, se quitó su chaqueta beis del color de la arena sucia, grandes manchas de sudor se marcaban alrededor de las axilas en su camisa blanca, la colgó en el respaldo de la silla, volvió a sentarse...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. ESCENAS DE LA VIDA RURAL
  4. Notas
  5. Créditos