Cuentos y relatos libertinos
  1. 784 páginas
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Tras los últimos y sombríos años del reinado de Luis XIV las costumbres cambian por completo: la aristocracia se entrega al lujo, convierte el deseo en motor de su vida y hace del amor un juego presidido por una libertad absoluta que provoca unos excesos que los siglos siguientes no alcanzarán. La novela libertina da cuenta de esa realidad, con delicadeza unas veces, con crueldad otras, pero siempre con la mujer como centro de todas las pasiones, capaz de seguir el juego con delicadeza o dejarse arrastrar hasta los límites más arriesgados del deseo. Toda la sociedad del siglo se embarca en un derroche de sentimientos que hizo de esa época un caso único en la historia, mientras la filosofía ilustrada iba sembrando los valores de una libertad más amplia y más igualitaria. De esas transformaciones, de esas galanterías y seducciones, de esos excesos dan cuenta las novelas libertinas seleccionadas en este volumen. En ellas se citan mesalinas, sectas lésbicas, hijos del burdel que muestran al desnudo la sociedad, víctimas de la pasión desbocada de los poderosos, condesas que tienen delicados caprichos de una noche, ingenuas seducidas por las trampas de la galantería, enamorados infieles que se inician en el sexo en cama ajena, o un canapé que, recuperada su forma humana, relata las aventuras que ha visto y soportado...

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Información

Editorial
Siruela
Año
2011
ISBN
9788498415940
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

CUENTOS Y RELATOS LIBERTINOS

Voltaire

El mozo de cuerda tuerto
François-Marie Arouet, Voltaire (1694-1778), encarna con su obra el siglo XVIII, también llamado el «Siglo de Voltaire». Tras estudiar en el colegio Louis-le-Grand, donde asimila la enseñanza mundana y literaria que en él dispensaban los jesuitas, Voltaire no tarda en emprender una vida de cortesanía, aventuras, exilios, enfrentamientos, búsquedas..., que dirigen su pluma hacia todos los campos, ganándole, tras muchos destierros, afanes y desvelos, la gloria desde sus cincuenta años; aun así, no será hasta 1754 cuando pueda descansar, instalándose para pasar sus últimos veinte años en su dominio de Ferney, en la frontera entre Suiza y Francia. Ninguna materia o asunto se resistió a su actividad literaria: el ensayo histórico, la poesía y el teatro le dieron más celebridad que a ninguno de sus contemporáneos; sin embargo, dos siglos más tarde, su fama se concentra de manera especial y casi exclusiva fuera del ámbito erudito: en los cuentos y novelas cortas, en sus ensayos en defensa de ajusticiados por motivos religiosos (Tratado sobre la tolerancia), y en su monumental Correspondencia, donde muestra, sobre todo, una escritura variada, espontánea, llena de sobriedad e inteligencia.
Más que por sus ideas particulares, que la Revolución francesa y las circunstancias sobrepasaron enseguida, Voltaire pervive por la actitud de su pensamiento crítico, abierto a todo, sensible a los sufrimientos de la humanidad y esperanzado en el progreso. La ironía será el arma preferida por Voltaire para luchar contra coerciones intelectuales y tradiciones religiosas.
El mozo de cuerda tuerto es, cronológicamente, el primero de sus cuentos –entre 1714 y 1716–, escrito en el ambiente orientalizante que acababa de difundir la traducción de Las mil y una noches; corresponde, por tanto, a la primera juventud de Voltaire, antes de que un incidente con un noble le obligara a exiliarse en Inglaterra; quien luego será acerbo crítico de los modos de vida inútiles de la aristocracia, vive en esa primera etapa en salones y en compañía de príncipes y duquesas; obligado a escribir un cuento en esos juegos de sociedad, en un día redactó este homenaje a la sensualidad oriental, cuya delicadeza erótica se corresponde con la existencia idílica de ese momento tanto personal como social.

El mozo de cuerda tuerto

(Le crocheteur borgne, 1714-1716)
Nuestros dos ojos no vuelven mejor nuestra condición; uno nos sirve para ver los bienes, y el otro los males de la vida. Mucha gente tiene la mala costumbre de cerrar el primero, y muy pocos cierran el segundo; por eso hay tanta gente que preferiría estar ciega a ver todo lo que ve. ¡Felices los tuertos que sólo están privados de ese mal ojo que echa a perder todo lo que mira! Mesrur1 es un ejemplo.
Habría sido preciso ser ciego para no ver que Mesrur era tuerto. Lo era de nacimiento; pero era un tuerto tan contento con su estado que nunca se le había ocurrido desear otro ojo. No eran los dones de la fortuna los que lo consolaban de los entuertos de la naturaleza, porque era un simple mozo de cuerda2 y no tenía más tesoro que sus espaldas; mas era feliz, y demostraba que un ojo de más y una pena de menos contribuyen bien poco a la felicidad. El dinero y el apetito siempre le llegaban en proporción a la tarea que hacía; trabajaba por la mañana, comía y bebía por la tarde, dormía de noche, y miraba todos sus días como otras tantas vidas separadas, de suerte que la preocupación por el futuro nunca le perturbaba el goce del presente. Como podéis ver, era a un tiempo tuerto, mozo de cuerda y filósofo.
Por azar, vio pasar en una brillante carroza a una gran princesa que tenía un ojo más que él, cosa que no le impidió encontrarla muy hermosa, y, como los tuertos sólo difieren del resto de los hombres en que tienen un ojo de menos, se enamoró locamente. Tal vez alguien diga que, cuando uno es mozo de cuerda y tuerto, no debe enamorarse, y menos de una gran princesa, y, lo que es más, de una princesa que tiene dos ojos; convengo en que es muy de temer no agradar; sin embargo, como no hay amor sin esperanza, y como nuestro mozo de cuerda amaba, esperó.
Como tenía más piernas que ojos, y además eran buenas, siguió durante cuatro leguas la carroza de su diosa, de la que tiraban a gran velocidad seis grandes caballos blancos. En aquel tiempo, la moda entre las damas era viajar sin lacayo ni cochero y guiar ellas mismas: los maridos querían que siempre fuesen solas, para estar más seguros de su virtud, cosa directamente opuesta a la opinión de los moralistas, que dicen que en la soledad no hay virtud.
Mesrur seguía corriendo junto a las ruedas de la carroza, volviendo su ojo bueno hacia la dama, sorprendida de ver a un tuerto con aquella agilidad. Mientras él demostraba así que uno es infatigable porque ama, una bestia salvaje, perseguida por unos cazadores, cruzó el camino real y espantó a los caballos que, con el bocado entre los dientes, arrastraban a la hermosa hacia un precipicio. Su nuevo enamorado, más asustado todavía que ella, aunque ella lo estuviese mucho, cortó los tiros con maravillosa destreza; los seis caballos blancos dieron solos el salto peligroso, y para la dama, que no estaba menos blanca que ellos, todo quedó en susto.
–Quien quiera que seáis –le dijo–, nunca olvidaré que os debo la vida; pedidme cuanto queráis; cuanto tengo es vuestro.
–¡Ah!, con mayor razón puedo ofreceros otro tanto –respondió Mesrur–; mas, si os lo ofreciera, siempre os ofrecería menos, porque sólo tengo un ojo y vos tenéis dos; pero un ojo que os mira vale más que dos ojos que no ven los vuestros.
La dama sonrió, porque las galanterías de un tuerto no dejan de ser galanterías, y las galanterías siempre hacen sonreír.
–Querría poder daros otro ojo –le dijo–, pero sólo vuestra madre pudo haceros ese regalo; pese a todo, seguidme.
Tras estas palabras, se apea de su carruaje y prosigue el camino a pie; también bajó su perrillo, que caminaba junto a ella ladrando a la extraña figura de su escudero. Hago mal dándole el título de escudero, porque, por más que le ofreció el brazo, nunca quiso la dama aceptarlo so pretexto de que estaba demasiado sucio; y vais a ver que fue víctima de su limpieza. Tenía unos pies muy pequeños, y unos zapatos más pequeños todavía que sus pies, de modo que no estaba ni hecha ni calzada para soportar una larga caminata.
Unos pies bonitos consuelan de tener malas piernas cuando se pasa uno la vida en una tumbona en medio de un tropel de petimetres; pero ¿para qué sirven unos zapatos bordados de lentejuelas en un camino de piedras donde únicamente puede verlos un mozo de cuerda, y encima un mozo de cuerda que sólo tiene un ojo?
Melinade (éste es el nombre de la dama; mis razones he tenido para no decirlo hasta ahora, porque aún no estaba inventado) avanzaba como podía, maldiciendo a su zapatero, desgarrando sus zapatos, desollándose los pies y haciéndose esguinces a cada paso. Hacía hora y media poco más o menos que caminaba al paso de las grandes damas, es decir, que ya había hecho cerca de un cuarto de legua, cuando cayó rendida de fatiga.
El Mesrur, cuya ayuda había rechazado mientras estaba de pie, dudaba en ofrecérsela por temor a ensuciarla si la tocaba: sabía que no estaba limpio, la dama se lo había dado a entender con suficiente claridad, y la comparación que durante el camino había hecho entre él y su amada se lo había demostrado más abiertamente todavía. Llevaba ella un vestido de un ligero tejido de plata, sembrado de guirnaldas de flores, que hacía resplandecer la belleza de su talle; y él, un blusón pardo manchado en mil puntos, agujereado y remendado de suerte que los remiendos estaban al lado de los rotos, y no encima, donde, sin embargo, habrían estado más en su sitio. Había comparado sus manos nerviosas y cubiertas de callosidades con aquellas otras dos manitas más blancas y delicadas que los lirios. Había visto, por último, los hermosos cabellos rubios de Melinade, que escapaban a través de un ligero velo de gasa, realzados unos en trenza y otros en rizos; a su lado, él sólo podía poner unas crines negras, erizadas y crespas, que por único adorno sólo tenían un turbante destrozado.
Mientras tanto, Melinade intenta levantarse, mas no tarda en volver a caer, y con tan mala fortuna que lo que enseñó a Mesrur privó a éste de la poca razón que la vista del rostro de la princesa había podido dejarle. Olvidó que era mozo de cuerda, que era tuerto, y únicamente pensó en la distancia que la fortuna había puesto entre Melinade y él; y no recordó siquiera que era un enamorado, porque faltó a la delicadeza que dicen inseparable de todo verdadero amor, y que a veces constituye su encanto y en la mayoría de las ocasiones su hastío; se sirvió de los derechos que a la brutalidad le daba su estado de mozo de cuerda, fue brutal y feliz3. Sin duda, la princesa se hallaba entonces desvanecida, o gemía lamentando su destino; pero, como era justa, a buen seguro bendecía al destino, según el cual todo infortunio lleva consigo su consuelo.
La noche había extendido sus velos sobre el horizonte y ocultaba con su sombra la verdadera dicha de Mesrur y las presuntas desgracias de Melinade4; Mesrur saboreaba los placeres de los perfectos amantes, y los saboreaba como mozo de cuerda, es decir (para vergüenza de la humanidad), de la forma más perfecta; los desmayos de Melinade la ganaban a cada instante, y a cada instante su amante recuperaba fuerzas. «Poderoso Mahoma», dijo una vez como hombre fuera de sí, pero como mal católico, «a mi felicidad sólo le falta que la sienta también quien la causa; mientras estoy en tu paraíso, divino profeta, concédeme otro favor, ser a los ojos de Melinade lo que ella sería a mi ojo si fuera de día». Acabó de rezar, y siguió gozando. La Aurora, siempre demasiado diligente para los amantes, sorprendió a Mesrur y a Melinade en la actitud en que ella misma habría podido ser sorprendida, un momento antes, con Títono5. Mas ¡cuál no sería el asombro de Melinade cuando, al abrir los ojos con los primeros rayos de la aurora, se vio en un lugar encantado con un joven de noble porte y rostro que se parecía al astro cuyo retorno esperaba la Tierra! Tenía mejillas de color rosa y labios de coral; sus grandes ojos, tiernos y vivos a un tiempo, expresaban e inspiraban la voluptuosidad; su aljaba de oro, adornada de pedrerías, colgaba de sus hombros, y sólo el placer hacía resonar sus flechas; su larga cabellera, retenida por un lazo de diamantes, flotaba libre sobre sus caderas, y un paño transparente, bordado de perlas, le servía de indumentaria sin ocultar nada de la belleza de su cuerpo.
–¿Dónde estoy, y quién sois vos? –exclamó Melinade en el colmo de su sorpresa.
–Estáis –respondió él– con el miserable que ha tenido la dicha de salvaros la vida, y que se ha cobrado sobradamente su esfuerzo.
Tan asombrada como encantada, Melinade lamentó que la metamorfosis de Mesrur no hubiera empezado antes. Se acerca a un brillante palacio que hería su vista y lee esta inscripción sobre la puerta: «Alejaos, profanos; estas puertas sólo se abrirán para el dueño del anillo»6. Mesrur se acerca a su vez para leer la misma inscripción, pero vio otros caracteres y leyó estas palabras: «Llama sin temor». Llamó, y al punto las puertas se abrieron por sí mismas con gran estrépito. Los dos amantes entraron, al son de mil voces y mil instrumentos, en un vestíbulo de mármol de Paros; de allí pasaron a una sala magnífica, donde los aguardaba un delicioso festín desde hacía mil doscientos cincuenta años sin que ninguno de los platos se hubiera enfriado todavía; se sentaron a la mesa, y cada uno fue servido por mil esclavos de la mayor hermosura; la comida estuvo acompañada de conciertos y danzas; y cuando hubo acabado, todos los genios acudieron con el mayor orden, repartidos en diferentes grupos, con atavíos tan magníficos como singulares, a prestar juramento de fidelidad al dueño del anillo, y a besar el dedo sagrado de quien lo llevaba.
Había, sin embargo, en Bagdad un musulmán muy devoto que, como no podía ir a lavarse a la mezquita, se hacía traer a casa el agua de la mezquita a cambio de una pequeña retribución que pagaba al sacerdote. Acababa de hacer la quinta ablución, para disponerse a la quinta plegaria, cuando su criada, joven aturdida muy poco devota, se desembarazó del agua sagrada arrojándola por la ventana. Fue a caer encima de un desgraciado profundamente dormido sobre la esquina de un mojón que le servía de cabecera. Fue inundado y se despertó. Era el pobre Mesrur, quien, de regreso de su morada encantada, había extraviado en su viaje el anillo de Salomón. Habían desaparecido sus ricas vestiduras y llevaba puesto el blusón; su hermosa aljaba de oro se había trocado en la escalerilla de madera, y, para colmo de desgracias, había perdido uno de sus ojos en el camino. Volvió a recordar entonces que la víspera había bebido gran cantidad de aguardiente que había abotargado sus sentidos y calentado su imaginación. Hasta entonces, había apreciado ese licor por gusto; ahora empezó a amarlo por gratitud, y volvió alegremente a su trabajo, muy decidido a gastarse el jornal en comprar los medios para encontrar de nuevo a su querida Melinade. Cualquier otro se hubiera afligido por ser un maldito tuerto después de haber tenido dos hermosos ojos, por sufrir el rechazo de las barrenderas de palacio después de haber gozado los favores de una princesa más hermosa que las amadas del califa, y por estar al servicio de todos los habitantes de Bagdad después de haber reinado sobre todos los genios; pero Mesrur no tenía el ojo que ve el lado malo de las cosas.

Godard de Beauchamps

Historia del príncipe Apprio
Se sabe poco de la vida de Godard de Beauchamps, nacido y muerto en París, aunque su época le conociera bastante por su obra dramática, algo más de una docena de comedias convencionales, al modo de lo que pedía la activa vida teatral tanto de la Corte como de París.
Además de autor dramático, en 1730 inicia una carrera como censor; siete años más tarde, una orden del rey le nombraba «Inspector» de censura, para remediar, dice el decreto, «los muchos abusos que se cometen en el comercio de los libros, incluso en la inspección de las balas, fardos y paquetes que se hacen en la Cámara sindical de Impresores y Libreros de París, tanto por particulares como por los síndicos y adjuntos de la Librairie [Censura], sea por falta de atención de su parte, sea que aprovechen la libertad que tienen de inspeccionar solos las dichas balas; lo que da lugar a la introduc...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Filosofar bajo la manta
  4. Estudio preliminar
  5. CUENTOS Y RELATOS LIBERTINOS
  6. Notas
  7. Créditos