Noticias de Berlín
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Noticias de Berlín

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A partir de marzo de 1989, Cees Nooteboom vivió en Berlín durante un año y medio; allí fue testigo de uno de los giros de mayor trascendencia histórica del siglo XX: la caída del Muro y la reunificación de Alemania. En este libro, bajo la premisa de que «vivir no es lo mismo que viajar», Nooteboom describe el cambiante paisaje de un país sobre el que ha escrito de manera recurrente en su obra; dibuja un retrato íntimo de los paisajes de Heine y Goethe, impregnados de romanticismo y de mitología, y nos lleva con él a las ciudades barrocas alemanas que visitó más de una vez durante su estancia. Con su curiosidad innata y su mirada siempre crítica y alerta, el autor nos aproxima de forma hábil e inteligente a la cotidianidad de Berlín, de uno y otro lado del Muro, durante aquel período crucial en la historia de Alemania y de Europa. Y, con textos tan elocuentes como diversos sobre la gente, la política, la arquitectura y la cultura, integra un relato único y sólido de los acontecimientos que incluye interesantes reflexiones, algunas casi visionarias, sobre la compleja transición de Alemania a la reunificación. Como colofón de esta obra imprescindible, Nooteboom confirma la importancia de Alemania en las escenas europea y mundial, y nos habla de su reciente encuentro con la actual canciller alemana.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2014
ISBN
9788416208548

PARTE I

Prólogo

Paso fronterizo

13 de enero de 1963. A ambos lados de la autopista los paisajes blancos prosiguen hacia otras partes de Alemania. Llevamos ya un día entero conduciendo por la autopista más irreal de Europa, una autopista a través de un país que no existe. Ni ciudades ni pueblos, solamente indicadores de gasolineras y áreas de servicio. Esto no es atravesar un país, es errar por la superficie de la tierra. Tan solo en Helmstedt el pasado y la política desembocan en sus símbolos: guardias, puestos de guardia, banderas, alambradas, letreros. Las pequeñas casas avanzan poco a poco hacia nosotros, y en el cielo arrecido ondean las banderas de Estados Unidos, Inglaterra y Francia. ¿Cómo hubiese explicado alguien este futuro a un alemán hace treinta años?
Aquí, el control es sencillo. Una vez más, para no dar pie a equívocos, se nos recuerda que abandonamos el Oeste y entramos en el Este. Los mismos uniformes alemanes pero distintos. Se nos hace bajar del coche, se nos indica que hemos de ir a un barracón. Un pensamiento pueril: de modo que esto es. Lo observamos todo con ojos ávidos, pero ¿qué hay que ver? Estoy en una pequeña cola junto a un mostrador bajo. Sentados detrás de una mesa hay un hombre y una mujer. El hombre, de uniforme, con botas, exhala nubecillas de vaho. Tiene frío. Y la verdad es que hace frío. La mujer, sentada más cerca de la estufa de cerámica, hojea mi pasaporte. Mira la foto, me mira a mí, vuelve a mirar la foto. Soy yo. ¿Cuánto dinero llevo encima? Lo apunta en un papelillo grisáceo, con una hoja de calco debajo. ¿Cámara fotográfica? ¿Radio? ¿Moneda extranjera? ¿Dinero suelto? Anotan todo y he de firmar. El pasaporte y el papelillo desaparecen a otra sección. La copia se queda en el cajón de un armario. Heme aquí archivado para la eternidad con mis 450 marcos, mis 18 florines y mis 20 francos belgas. A través de la ventana medio escarchada veo unos árboles cubiertos de nieve, una alambrada cubierta de nieve, una alta torre vigía construida con gruesos troncos. No hay nadie en ella. Me dan un formulario rosa a rellenar en otra habitación. Hay unas sillas metálicas, pero hace demasiado frío para sentarse. Luego se me devuelve el pasaporte y tengo que pagar una cantidad. Debajo de la pequeña mesa de madera veo las grandes botas negras de la mujer que rechinan contra el suelo. ¿Qué hay que ver en realidad? Nada, un control de una precisión un tanto irreal que a ellos se les hace tan largo como a nosotros, y la verdad es que es largo.
Tomo un periódico de un montoncito que está para eso. El periódico parodia el estilo bullanguero y sensacionalista del Bild-Zeitung de Alemania Occidental, y de ahí que se llame Neue (Nuevo) Bild-Zeitung. La exposición agrícola de la RDA en Tamale (Ghana septentrional) es visitada a diario por numerosos africanos. Y el problema de la reunificación de las dos Alemanias debe de resolverse por medio de vías pacíficas, ha declarado el vicepresidente de Tanganica en Dar es-Salaam. En las páginas interiores, una escultura moderna junto a una escultura de Alemania del Este. Pregunta: ¿quién salvaguarda mejor la cultura nacional alemana? Observo una vez más a los uniformados y me pregunto hasta qué punto estarán ellos interesados en eso de la cultura nacional alemana. De la pared cuelgan citas de Ulbricht y de otros sobre la paz, sobre la productividad, sobre la democracia. Al otro lado de la puerta, el viento afilado. Y, como servida en bandeja, esta zona fronteriza. Abren e inspeccionan los coches, la gente muestra la documentación, un soldado ruso pasea por la nieve; aquí ondean otras banderas, banderas de un rojo más vivo; un oficial telefonea desde una garita, las barreras suben y bajan continuamente. Leo los letreros: «No te dejes manipular. Di no a las provocaciones contra la RDA. La RDA ha salvado la paz en Alemania»1. Fotografías de gran tamaño de unos trabajadores junto a unos altos hornos. Fotografías de gran tamaño de unos obreros en una fábrica de automóviles. Fotografías de gran tamaño de Ulbricht. Todo ello gris, gélido e increíblemente alemán.
Se nos permite continuar. Mostramos el pasaporte, se alza la barrera, vuelta a mostrar el pasaporte, otra barrera se alza. Y entonces, de pronto, estamos fuera. El mismo paisaje blanco –el incidente ya olvidado– se extiende hasta perderse en la niebla de la lejanía. En el bosque a nuestra derecha, alambradas y torres vigía. Y de golpe, sobre un pequeño puente, la imagen siniestra de dos hombres con trajes blancos y caperuza, hombres de nieve, con un perro negro jadeante con la lengua afuera, tirando de la correa. Llevan largos fusiles al hombro, desaparecen con el perro por el bosque, cazadores de hombres. Seguimos por la misma autopista. A veces, a lo lejos, la sombra de un pueblecillo, granjas arracimadas en torno a una iglesia. ¿Qué estarán haciendo allí ahora? Por una sola vez, una algazara de chiquillos, como un movimiento inesperado, el hallazgo de un pintor. Y a intervalos regulares, carteles: «Damos la bienvenida a los delegados del VI Congreso del SED». Sigue siendo aún la misma vieja autopista de Hitler, se nota: después de cada placa de cemento, una pequeña sacudida, un saliente de alquitrán. ¿O se trata quizá del rayado que se ve en los mapas de los libros de Historia? ¿Son acaso los finos trazos que señalan las conquistas, los ocasos, los cambios? Imperios romanos que fueron sacros, principados, repúblicas, marcas, Terceros Reich, zonas. Luchando contra las feroces arremetidas de la nevasca, avanzamos lentamente con el coche, criaturas micromaníacas, escarabajos sobre estos campos coloreados por la historia de la que nada se ve.
15 de enero de 1963. Podría imaginarse en la antigua Grecia, o en cualquier otra antigüedad, una ciudad dividida en dos por un muro. Y en torno a ella, historias y leyendas, un proverbio prácticamente en desuso, una comedia de Tirso de Molina descubierta en un olvidado rincón de la biblioteca de Salamanca, una adaptación de Moliere, y luego, por supuesto, unas cuantas horas de cinerama, una anécdota en la que los símbolos crecen como la mala hierba, patrimonio cultural. Pero la clase de antigüedades a las que nos referimos se remonta solo a un par de milenios, más o menos la edad que hemos alcanzado nosotros en la serie de civilizaciones imbricadas a la que todavía pertenecemos. Quizá sea ese el motivo por el que algo incorregiblemente antiguo se pega a nuestro comportamiento, un grato arcaísmo contra el que no podrá ningún viaje a la Luna. Basta con ponerse alguna vez junto a ese muro, y guiñar los ojos: el trasiego de lansquenetes medievales que te gritan alto ahí y te cortan el paso, que bajan un puente o levantan una barrera, y entonces de repente te encuentras en el País de los Otros. Quien es capaz de recorrer millones de kilómetros en unos cuantos días, de buscar planetas en su propia casa y de escindir átomos, es igualmente capaz de construir un muro de unos dos o tres metros, infranqueable para sí, como también lo habría sido para un egipcio o un babilonio; se siente como un hombre de la Edad Media que hubiera de deponer sus armas a las puertas de la ciudad, como un ateniense que se ahoga en el Spree, como un europeo que pasa de Berlín Oeste a Berlín Este.
Berlín Oeste. Primero se coge la Kurfüstendamm, adornada con altas luces blancas, hasta la iglesia conmemorativa, la Gedächtniskirche, corroída y mutilada, y luego se sigue. Para asombro de uno, se ve que también en el Oeste hay ruinas, fabulosos monumentos vaciados, con ventanas hueras sin habitaciones que les respalden, coágulos de guerra, puertas condenadas por las que padre ya nunca más saldrá riendo a pasear a Werner, el perro. El único paso para no alemanes no militares (!) está en la Friedrichstrasse, pero por equivocación vamos a parar a la Puerta de Brandeburgo. Nieve y luz de luna. En la explanada petrificada ante ella, nada, ni gente ni coches. Al final de la explanada, las negras columnas, y sobre ellas el carro triunfal. Furiosos corceles tiran de un ser alado que blande una corona de laurel hacia el Este. Debajo, hasta un cuarto de la altura de las columnas, los dientes ciegos del Muro. Un policía germano-occidental nos corta el paso y nos da a entender con señas que no podemos seguir. Nos detenemos, pues, y observamos lo que no ocurre. Dos tanques rusos encaramados a unos pedestales imponentes, recuerdo de 1945. Vemos a los dos centinelas rusos, siluetas entre el mármol.
La Friedrichstrasse no queda muy lejos de aquí. El mismo control que en Helmstedt, documentos, papeles insignificantes, contar dinero, barreras, un grabado clásico por el que nos movemos del modo más humano posible. En la calle hay dos tapias bajas construidas de tal modo que si un coche quisiera pasar a gran velocidad entre ellas tendría que efectuar dos virajes demenciales. Una vez que están cumplidas las formalidades, se nos permite continuar, y la ciudad sigue entonces como suelen hacerlo las ciudades tras los muros: igual, pero distinta. Puede que sea cosa mía, pero a este lado huele distinto, y todo es más pardo. Nos dejamos llevar por el coche, Wilhelmstrasse, Unter den Linden, nombres con los que nunca he tenido nada que ver, pero que según el modo en que otros los pronuncien, dejan un cierto regusto melancólico o no. Y, claro está, no es de extrañar que al oír Unter den Linden (literalmente, ‘bajo los tilos’) siempre me haya imaginado algo verde claro. Más extraño es que concluya en seguida que no es el invierno la causa de la falta de verdor. Edificios, de vez en cuando ruinas, calles, la avenida de Carlos Marx flanqueada por altos edificios. Poco tráfico. Muchos anuncios luminosos. ¿Me resulta quizá decepcionante? ¿Hubiera deseado un decorado más dramático? Y a todo esto, ¿con qué derecho? Ante un monumento, dos soldados petrificados haciendo la guardia. Un tren de vapor pasa por un viaducto junto a la Alexanderplatz, por lo demás nada que contar: de vez en cuando carteles con consignas que tienen aspecto de poco leídas, eslóganes que se hablan a sí mismos.
Vamos a una boîte. Todos los grandes clubes y restaurantes de aquí tienen los nombres de las capitales del Pacto de Varsovia. Este se llama «Budapest». Está lleno. Dos hombres que no son alemanes forman la pequeña orquesta que toca animadas melodías. La gente baila el twist. El ambiente es provinciano y no demasiado alegre. Muchas chicas solas. Detrás nuestro, en una mesa pequeña, tres jóvenes oficiales del Ejército Popular. Están bebiendo una botella de vino tinto de Bulgaria. Uno de ellos se levanta, alza su copa y dice: «...meine Herren, zum Wohl!» (‘¡Señores, a su salud!’). Un camarero con una chaqueta color azul ejército del aire... y así sucesivamente. Verdaderamente no hay nada que contar. La gente nos mira como se nos miraría en Limoges o en Nyköping; pero uno no puede evitar seguir planteándose interrogantes. ¿Cuántos de los aquí presentes tienen familiares en el Oeste? ¿A cuántos les gustaría marcharse y cuántos querrían impedir que aquellos se fueran? Preguntas retóricas, para las que media hora después, cuando abandonamos el Este por el mismo puesto de control, hallo respuesta en un impreso de confección oriental. Se trata de un pequeño panfleto, naranja, con un título que recuerda a las clases de catequesis: «¿Qué he de saber del Muro?». Está dividido en diez apartados: «1) ¿Cuál es la verdadera ubicación de Berlín?; 2) ¿Ha caído el Muro del cielo?; 3) ¿Era necesario el Muro?; 4) ¿Qué ha impedido el Muro?; 5) ¿Estaba la paz verdaderamente amenazada?; 6) ¿Quiénes viven tras el Muro?; 7) ¿Quiénes son los que verdaderamente imposibilitan el contacto entre familiares y amigos?; 8) ¿Supone el Muro una amenaza para alguien, quienquiera que sea?; 9) ¿Quién empeora las cosas?; 10) ¿Es el Muro un aparato de gimnasia?».
La respuesta a la última pregunta no es demasiado amigable: «Se lo decimos muy abiertamente: No. Este muro de protección constituye la frontera nacional de la RDA. La frontera nacional de un Estado soberano ha de ser respetada. Así ocurre en todo el mundo. Quien no la respete habrá de atenerse a las consecuencias».
P. D. Algunas reflexiones a posteriori. 1) ¿Hasta qué punto ve Bonn el Muro con buenos ojos? Si toda Alemania Oriental se hubiera quedado vacía –lo que en aquellos momentos no era impensable– todo este hinterland habría estado poblado de eslavos. Una perspectiva poco atrayente para los alemanes, que siguen soñando con la reunificación. 2) ¿Hasta qué punto ve Moscú el Muro con buenos ojos? ¿Acaso es Ulbricht un aliado más interesante para Moscú que, por ejemplo, Salazar para nosotros? 3) Lo increíblemente alemán que es ese Muro. En palabras de un taxista de Berlín Oeste: «Esto no le habría podido ocurrir a ningún otro pueblo».
17 de enero de 1963. Las tres de la tarde. Bajo el azote de la nevasca atravesamos la desierta explanada frente a la estación. En el vestíbulo de la estación, desnudo, de color cemento y que huele a Alemania Oriental, aún no hay nadie. Un par de periodistas ingleses, italianos y norteamericanos tiritan de frío en este vacío, manteniéndose en pie tan solo ante el rumor de que Nikita Serguéievich Jrushchov llegará a las tres o las cuatro, las cinco, las seis o las siete. El frío es indescriptible.
Deambulamos de acá para allá, perseguidos continuamente por las miradas curiosas, a veces esquivas y a veces agresivas, de los alemanes orientales presentes. El vestíbulo es soberbio. De largas lanzas doradas cuelgan las banderas de color sangre, rojo y oro que también desde Berlín Oeste, al otro lado del Muro, se pueden ver ondear en los altos edificios y en las fábricas: las banderas de la luna, de lo inalcanzable. Las lanzas, en posición oblicua, tienen un cierto aire medieval, como si estuvieran a la espera de un torneo de los de antaño. Un obrero adorna el podio con pequeñas macetas. Seguro que a Jrushchov le encantará. Y la verdad es que el decorado, un decorado propio de la fiesta de gala de un instituto de bachillerato, es fabuloso: las paredes tapizadas con telas de colores, las plantas erguidas en sus macetas, y en el centro una tribuna que parece de madera contrachapada, sobre la que luego alguien dirá cosas que por lo general no se oyen en la gala de un instituto.
Un hombre viejo sube ahora a la tarima, se coloca detrás de los micrófonos y grita tenso: «Eins, zwei, drei!» (‘¡Uno, dos, tres!’). Resuena por toda la sala. Detrás de mí, sobre unos andamios grises, los cámaras de la televisión germano-oriental, unos hombres grisáceos con gorros de piel, ajustan los equipos. Llevan aquí desde las seis de la mañana. Ya no hay rincón en el que no se haya colado el frío. Sobre todo a los italianos parece molestarles, y lo dejan patente. Yo sigo dando vueltas y leo las entusiastas y alentadoras consignas de bienvenida que plagan no solo la estación sino toda la ciudad. «En honor al VI Congreso del Partido, por el desarrollo de la ciencia y de la técnica»2.
No hay palabras para evocar la tosca realidad que impera. Es un mundo atrasado, pueril y pasado de moda, pero un mundo que existe y no sin razón. Y es justamente esa realidad la que resulta alienante, ese pasado, en otro tiempo lleno de inspiración y ahora momificado, que pretende anunciar el porvenir. Rodeado por los jirones de un mesianism...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Noticias de Berlín
  4. Parte I
  5. Parte II
  6. Parte III
  7. Parte IV
  8. Epílogo
  9. Glosario
  10. Apéndice de la Parte I
  11. Notas a esta edición
  12. Notas
  13. Créditos