Un misterio de altos vuelos
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Un misterio de altos vuelos

  1. 224 páginas
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Un misterio de altos vuelos

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La nueva aventura de la detective más sofisticada de los años veinte que ha conquistado a los lectores de medio mundo.Sin perder ni un ápice de su inimitable estilo, la siempre intrépida y sugerente Phryne Fisher vuela aún más alto en esta segunda entrega. Encantada con su nuevo papel de investigadora privada, Phryne hará lo imposible por desbaratar los planes de unos siniestros secuestradores o por evitar las consecuencias de un tenso enfrentamiento familiar, todo mientras planifica su intensa vida amorosa o invita a cenar a una amiga en el lujoso hotel Windsor, por supuesto.Ya sea conduciendo a toda velocidad su Hispano-Suiza rojo, refutando los cargos por homicidio que pesan sobre uno de sus clientes, pilotando un biplano Tiger Moth o simplemente decidiendo qué ponerse para salir, las encantadoras excentricidades de la más clásica y moderna de las heroínas cautivarán de nuevo a su legión de incondicionales admiradores.Como sacada de una novela de Agatha Christie y con un vestuario que haría palidecer a la mismísima Coco Chanel, Phryne Fisher es exactamente lo que cabría esperar de ella: la detective más inolvidable de los felices años veinte.«Miss Fisher siempre consigue ser ella misma y tiene el talento de disfrutarlo cada segundo, logrando que nos quedemos boquiabiertos con su elegante e independiente manera de hacerlo». Cosmopolitan Australia

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Información

Editorial
Siruela
Año
2017
ISBN
9788417041786
Edición
1
Categoría
Literature

Capítulo VII

Retorced una vez la ley ante vuestra autoridad; para hacer un gran bien, haced un pequeño mal.
WILLIAM SHAKESPEARE,
El mercader de Venecia
El Tribunal de Magistrados de Melbourne era un lugar frío y pétreo, y Phryne no se encontraba muy bien. La multitud de abogados no le levantó el ánimo. Todos hombres, según parecía. Entrevió a Jillian al otro lado del deprimente patio y atravesó con trabajo la aglomeración de trajes hasta agarrarla por el brazo.
—Ah, Phryne, he hablado con el fiscal y no tiene objeción ninguna a la libertad bajo fianza, pero vigilada. El policía encargado de presentar el caso es nuestro viejo amigo, y tampoco se opone. No tengo más que entrar y poner en marcha el asunto, así que deberíamos tener a Bill en la calle en un abrir y cerrar de ojos.
Phryne divisó al inspector Benton y lo llamó. El policía se abrió paso entre la multitud hacia ellas.
—¡Señorita Fisher! ¿Cómo va el trabajito de detective?
—Aún tengo mucho que aprender. Gracias por no oponerse a la fianza. Dígame, ¿puedo ver el cuerpo? ¿Y puedo echarle un ojo al arma homicida?
—¿Qué será lo próximo que se pondrán a hacer ustedes las jovencitas? Muy bien, señorita Fisher. Pase por mi despacho cuando haya recuperado a su cliente y le enseñaré el arma. El cuerpo no puede verlo, lo siento, pero sí podrá leer el informe del forense, si le vale con eso.
—Valdrá, valdrá —dijo Phryne complacida.
En realidad, no le gustaban mucho los cadáveres. Le costó llegar hasta el juzgado número uno y allí vio a Jillian Henderson bien plantada. Parecía tan henchida y tan desenvuelta como los pichones urbanos de fuera, e igual de segura de cuál era su sitio.
—Quisiera llamar la atención del tribunal sobre el caso McNaughton, señoría.
Un magistrado muy mayor se puso a buscar sus gafas, las enfocó en Jillian y esbozó una ligera sonrisa.
—Diga, señorita Henderson.
—Solicito la fianza, señoría. He hablado con el agente encargado de presentar el caso y con el letrado fiscal y creo que no tienen ninguna objeción al respecto.
—¿Es así, sargento superior?
Un policía enorme se levantó con esfuerzo.
—Sí, señoría. El agente encargado del caso admite que no hay motivo para que el acusado no deba salir bajo fianza.
—Muy bien, señorita Henderson. Ahora solo tiene que convencerme a mí.
El magistrado se recostó en la silla y cerró los ojos.
Phryne estaba lo bastante cerca como para escuchar al fiscal farfullar:
—¡Maldito viejo cascarrabias! Vamos a estar aquí todo el día.
El letrado repasó sus notas en busca de todos los detalles del crimen.
—Estamos ante un presunto homicidio, señoría. La víctima era el padre de mi cliente. Las pruebas en su contra pueden resumirse en tres puntos: en primer lugar, mantenía discusiones violentas con su padre; en segundo, no ha podido probarse que no estuviese en la escena del crimen cuando su padre murió, y en tercer lugar, es muy fuerte, y el crimen requería fuerza. Dada la falta de mejores evidencias, señoría, yo optaría por plantear que el caso quedara sobreseído en la fase de instrucción. De momento, señoría, incluso suponiendo que mi cliente asesinara a su padre, cosa que negamos rotundamente, no hay motivo alguno para mantenerlo bajo custodia. En su vasta experiencia como magistrado, señoría, sin duda habrá visto a numerosos asesinos domésticos. Nunca vuelven a cometer el crimen ya cometido. A esto añadiría que mi cliente es un hombre de reputación intachable sin ningún antecedente. Nunca ha tenido que comparecer ante ningún tribunal. Está dispuesto a entregar su pasaporte y a ofrecer una fianza, y acepta cualquier tipo de condición de libertad vigilada que su señoría considere oportuna. Como disponga su señoría…
Jillian se sentó. Phryne estaba impresionada. Y también, claramente, lo estaba el magistrado.
—Sí, bueno, no veo razones para no acceder a su petición, señorita Henderson. Póngase en pie, acusado. Le concedo libertad vigilada bajo fianza con la obligación de comparecer ante este tribunal el 17 de agosto de 1928, a las diez de la mañana, momento desde el cual no podrá abandonar las dependencias del tribunal hasta que el caso se haya solventado de conformidad con la ley. Está usted en la obligación de presentarse en la Comisaría de Carlton entre las nueve de la mañana y las nueve de la noche todos los viernes, hasta la fecha de su vista. En caso de que no se presente o no comparezca o de algún otro modo infrinja las condiciones de su fianza, se emitirá una orden para su arresto inmediato y tendrá otro cargo al que enfrentarse, como añadido a los que ya están interpuestos. ¿Queda claro?
—Sí, señor —murmuró Bill.
—¿Acepta su cliente los términos de esta libertad, señorita Henderson?
Jillian se puso en pie de un salto.
—Sí acepta, señoría.
—Bájelo, ujier. Acusado, permanecerá detenido hasta que firme la notificación de su fianza. Después, será libre de irse.
Jillian y Phryne salieron del tribunal.
—Por aquí, para recoger a Bill. Caramba, Phryne, ha sido más fácil de lo que esperaba. El viejo Jenkins debe de estar cansado. Normalmente, se necesita una buena hora de argumentación sólida para convencerlo de librar a alguien de las garras policiales.
La abogada condujo a Phryne fuera del edificio de los tribunales y caminaron por la calle hasta los calabozos. Se encontraban en un edificio mugriento que olía a desesperación y a fenol más o menos en la misma proporción. Phryne lo odió de inmediato.
—Sí, apesta —admitió Jillian tras notar el mohín de Phryne—. Y en cierto modo una nunca logra acostumbrarse. Buenos días, sargento. ¿Cómo está usted en este miércoles deprimente y triste?
—He estado mejor, señorita Henderson. ¿Ha venido a por McNaughton?
—Así es, así que entréguemelo… Aunque ¿seguro que no quieren quedárselo?
—No especialmente —replicó el sargento de guardia, un tipo sombrío con una cara larga y caída—. Iré a ver si han terminado con él.
A los diez minutos regresó con Bill y con la notificación de fianza.
—Por favor, revise sus pertenencias, señor, y firme esto si está todo correcto.
Bill, con aspecto trémulo y apagado, repasó el sombrero, las llaves, la cartera, la pitillera, el mechero, unas cuantas monedas y una bujía.
Firmó. Con toda ceremonia, la copia de la caución quedó plegada y guardada en un sobre. Phryne estaba lo bastante cerca de Bill como para notar que temblaba de impaciencia.
—Listo —le murmuró la detective a Bill—. Saldremos de aquí enseguida.
Phryne le colocó una mano en el brazo, como si Bill fuese a salir corriendo. Jillian, al otro lado, hizo lo mismo. El hombre se contuvo hasta que estuvieron de nuevo en la calle. Una vez allí, inspiró largo y hondo varias veces aquel aire, limpio y fresco en comparación.
—¡Dios mío! Necesito una copa. Vamos, señoras: al hotel Courthouse.
Aunque el Courthouse no era un hotel ideal para señoras, ni Phryne ni Jillian objetaron nada. Bill les ofreció un brazo a cada una y casi echó a correr por la calle hacia el cómodo saloncito con olor a cerveza, en el que pidió una jarra de esa bebida. Phryne tomó ginebra y Jillian, agua tónica, porque tenía una reunión por la tarde y no quería echarle el aliento al cliente.
—Pierden confianza si apestas a alcohol —explicó—. Es una profesión abstemia.
Bill no había hablado después de que llegara la cerveza. Le habían ofrecido un vaso, pero lo rechazó. Tras levantar la jarra sin esfuerzo, engulló la cerveza en lo que pareció un sorbo infinito. Cuando la bajó, la jarra estaba medio vacía.
—Señorita Fisher, yo no maté a mi padre.
—Lo sé. Le presento a Jillian Henderson, una muy amiga mía, que ha asumido su defensa.
—Encantado de conocerla, señorita Henderson. Desde luego, ha hecho un gran trabajo con ese viejo magistrado. A las otras solicitudes les estaba dando un auténtico mal rato. Me quedé sorprendido cuando la vi, pero será un gusto para mí que se ocupe de mi defensa.
Se había producido un cambio. Tres días en la cárcel habían dado una cura de humildad de lo más impresionante a Bill McNaughton. Phryne llamó al camarero y pidió otra jarra.
El camarero la llevó a la mesa y la colocó delante de Bill.
—Esta va por cuenta de la casa, amigo. El jefe dice que es usted una gran publicidad para su bebida.
Bill se echó a reír, se terminó la primera jarra y recuperó solemnidad.
—Si yo no lo maté, y no lo hice, entonces ¿quién fue?
—Eso es lo que estoy tratando de averiguar. Lo único que necesito es que me dé una descripción exacta de las dos personas que vio en su paseo.
—Creo que harás esto mejor sola. Mantenme informada, Phryne. No se olvide de presentarse en comisaría, señor McNaughton, o no tendremos tanta suerte la próxima vez. Adiós —dijo Jillian antes de salir volando a sacar a tres pájaros más de la jaula policial.
Bill la siguió con la vista.
—Señorita Fisher, me siento como el hijo pródigo. Habría estado mejor entre el cerdo y las cáscaras. ¿Tiene idea de cómo es un sitio así?
—Una vez pasé una noche en una prisión turca. Lo que oí y sentí fue como estar en las profundidades del infierno, y había chinches.
—Sí, eso es. Las profundidades del infierno con chinches. Haré lo que sea para evitar volver allí. Bueno, y esa mujer es cosa fina en el tribunal, ¿eh? Se veía a las claras que el magistrado estaba muy complacido. No desperdició ni una palabra. ¿Estaría bien que le mandase flores? La habría besado, pero pensé que no le haría gracia.
—Aquí tiene su tarjeta. Estoy segura de que le encantarán unas flores. Ahora beba. Antes de que vuelva a casa de su madre a por un buen baño, una cama con sábanas y un afeitado en condiciones, hay unas cuantas cosas que necesito decirle.
»Amelia es una artista muy buena, y terminará siendo magnífica. Por tanto...

Índice

  1. Cubierta
  2. Un misterio de altos vuelos
  3. Capítulo I
  4. Capítulo II
  5. Capítulo III
  6. Capítulo IV
  7. Capítulo V
  8. Capítulo VI
  9. Capítulo VII
  10. Capítulo VIII
  11. Capítulo IX
  12. Capítulo X
  13. Capítulo XI
  14. Capítulo XII
  15. Capítulo XIII
  16. Créditos