Ocho fantasmas ingleses
  1. 216 páginas
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Ocho destacados escritores contemporáneos reinterpretan las clásicas historias de fantasmas en esta inquietante colección de relatos ambientados en las localizaciones más misteriosas de las islas británicas.Inglaterra es por excelencia la tierra de las apariciones y los lugares encantados. Para este libro, ocho prominentes novelistas británicos tuvieron la oportunidad de elegir un edificio perteneciente al English Heritage —una institución pública que protege y promueve el patrimonio histórico inglés— y permanecer en él después del horario de visita habitual. Inmersos en la historia, la atmósfera y las leyendas sobre esos emplazamientos, canalizaron la parte más oscura de su fantasía para crear las extraordinarias historias de fantasmas contemporáneas recogidas en este volumen.La mansión jacobea de Audley, el fuerte romano de Housesteads, los castillos de Dover, Kenilworth, Pendennis y Carlisle, el palacio de Eltham y un búnker de la Guerra Fría situado en York. Entre los muros de estos famosos lugares encantados, cada autor encontró la inspiración necesaria para reinterpretar a su manera las clásicas ghost stories, que llevan aterrorizando desde hace generaciones a cuantos lectores se acercan a ellas.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2019
ISBN
9788417996338
Edición
1
Categoría
Literatura

OCHO FANTASMAS INGLESES

SARAH PERRY
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Huyen de mí quienes
antes me buscaban3

—¿Te he hablado alguna vez de mi amiga Elizabeth? —me preguntó Salma.
Estábamos en la cafetería de la mansión Audley End. Habíamos ido a pasear a su bebé (afortunadamente dormido para entonces) por las estancias sombreadas de aquel lugar y a contemplar mientras tanto, con el debido respeto, las escayolas de los techos y las extintas aves acuáticas que vadeaban aguas en ninguna parte al otro lado de las cristaleras.
—No, que yo recuerde.
—Bueno, tanto como amiga... —Salma hizo una pausa y con la mano derecha meneó el carrito adelante y atrás. Su rostro, que solía mostrar una mirada alegre y benévola, estaba alterado. Vi en él una mueca de desprecio pasajera—. Nunca fuimos íntimas.
—No me habías hablado de ella antes.
De nuevo esa mirada de desprecio, que contenía además un cierto toque de repugnancia. Me resultaba inquietante, así que aparté la vista y miré al punto en el que la pradera de césped daba paso a una casona más apartada.
—Trabajó aquí, el año pasado o el anterior, no sé. Ahora está muerta. —Lo dijo con tan poca expresividad que no supe cómo responder—. Mira, tráeme un café, y algún dulce si acaso, que te voy a contar una historia.
No podía quejarme mucho ante la perspectiva de oír uno de los relatos de Salma, dado que tenía el don de sacar una anécdota de una hora a partir de un incidente de un minuto. Diligente, le llevé una cafetera bien caliente y un platito con algo dulce. Su hijo se había despertado y tenía hambre, y Salma lo amamantaba con satisfacción; entretanto, la cafetería había empezado a llenarse, de manera que lo que me contó a continuación llegó a mis oídos y a los de nadie más. Todo esto ocurrió hace al menos diez años: no he vuelto a ver a Salma desde entonces, pero aquella historia se quedó conmigo, como algo que me hubiesen contado de pequeña para asustarme.
Elizabeth (me dijo) era una de esas personas atractivas y atrayentes a las que quisieras detestar, pero es imposible. La ropa vieja y andrajosa le quedaba como si fuese de terciopelo y seda; era una belleza; tenía muchos amigos y parecía que sus padres nunca le hubieran hecho ningún mal. De niña era una artista dotada y más tarde se convirtió en una dotada restauradora. Había vivido en París, donde reparó el telón de una ópera dañado en un incendio, y en una ocasión descubrió un mural art nouveau oculto tras la escayola en una casa en Norfolk. A finales del último verano del siglo pasado, la llamaron para trabajar en Audley End. Había nacido en Essex, así que estaba familiarizada con la mansión, con su largo camino de acceso bordeando el césped soleado y con el famoso seto de tejo recortado que simulaba nubes de tormenta. Por entonces estaba casada, y si bien el trabajo de una semana en su condado natal carecía del glamur de un tapiz bohemio en Praga, le permitiría alojarse con su esposo en la casa en la que se había criado, junto a unos padres por los que sentía devoción.
La tarea para la que la habían contratado no tenía nada que ver con ninguna que hubiese desempeñado antes. Sus herramientas de trabajo eran la lana y las sedas, y tenía las yemas de los dedos rugosas por los pinchazos de las agujas. Pero en Audley End iba a ser una de las tres personas que devolverían su antigua gloria a un gran panel jacobino. Se trataba de una pieza tallada en roble que había perdido brillo y lustre.
La mujer llegó temprano a la casa, alegre como siempre, si bien algo nerviosa, y salieron a recibirla a la puerta.
—¡Vaya! Pase, pase. Elizabeth, ¿verdad? No me gusta abreviar los nombres. Yo, por ejemplo, me llamo Nicholas, nada de Nick. Bueno, pues aquí estamos: todo listo.
Habían llegado al salón principal. En los estandartes suspendidos sobre sus cabezas se leían inscripciones en latín. Las persianas estaban bajadas. Un par de botas excéntricamente grandes colgaba sobre una escalera de piedra blanquecina que conducía a una galería de piedra igual de blanquecina, y había un nido de avispas cubierto por una vitrina de cristal, sobre un pedestal. Era una mañana cálida, con una neblina blanca y alta que prometía un día sofocante, y sin embargo, mientras estrechaba las manos de sus compañeros, Elizabeth tiritaba por el frío gélido que subía del suelo de piedra.
—Buenos días —dijo como saludo a los jóvenes a los que Nicholas dio paso animadamente.
—Ade —se presentó el primero, sonriendo mientras le estrechaba la mano a Elizabeth—. Este es Peter, que no habla mucho.
Peter también sonrió, con una expresión teñida de una especie de placer burlón que hacía redundantes las palabras. Elizabeth sintió de repente esa cálida camaradería que va vinculada a un propósito común.
—Bueno —intervino Nicholas, orgulloso, como si él mismo hubiese tallado el panel—. ¿Qué le parece?
A decir verdad, la primera respuesta de Elizabeth fue de desagrado. El panel, vasto y oscuro, ocupaba toda la anchura del salón. En el centro tenía una puerta en arco cubierta de terciopelo rojo y flanqueada por cuatro bustos enormes que parecían los reyes y reinas de una baraja de cartas. El conjunto estaba engalanado con guirnaldas talladas y ramilletes de melocotones, uvas y peras hechos en madera, todos en apariencia excesivamente maduros; los ojos de Elizabeth se detuvieron en una granada abierta que dejaba a la vista su depósito de semillas, y la mujer casi creyó percibir el aroma de la fruta pudriéndose. Aquí y allá se veían más rostros: hombres verdes sonrientes y mujeres sin extremidades, con pechos bulbosos y duros. Todo era de estilo jacobino, admirable a su manera; no obstante, Elizabeth se notó reticente a cruzar la mirada con todos aquellos ojos imperturbables.
Observándola, Nicholas esbozó una sonrisa.
—Curioso, ¿verdad?
El hombre se le acercó entonces en un gesto de confianza; durante un instante, pareció que iba a desvelarle un...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Cita
  6. Entre estas cuatro paredes
  7. OCHO FANTASMAS INGLESES
  8. Diccionario geográfico de sitios encantados del English Heritage
  9. Notas biográficas