ÉMILE GABORIAU
EL VIEJECITO DE LOS BATIGNOLLES
I
Cuando acababa mis estudios de Medicina para ser oficial de salud —eran los buenos tiempos, tenía entonces veintitrés años—, vivía en la calle Monsieur-le-Prince, casi esquina con la calle Racine.
Allí tenía, por treinta francos al mes, servicio incluido, un cuarto amueblado que hoy bien valdría cien; tan grande que pasaba fácilmente las mangas de mi capote sin abrir la ventana.
Como salía temprano para atender las visitas de mi hospital y regresaba muy tarde porque el café Leroy tenía para mí unos atractivos irresistibles, apenas si conocía de vista a los inquilinos de mi casa, todos ellos gente pacífica, rentistas o pequeños comerciantes.
Hubo uno, sin embargo, con quien poco a poco terminé por trabar amistad.
Era un hombre de talla mediana, de fisonomía insignificante, siempre escrupulosamente afeitado y que, gordo como el brazo, se llamaba señor Méchinet.
El portero lo trataba con una consideración muy particular y, cuando pasaba delante de su garita, nunca dejaba de quitarse rápidamente el sombrero.
Como el apartamento del señor Méchinet daba a mi descansillo, justo frente a la puerta de mi cuarto, nos habíamos dado de manos a boca varias veces. En esas ocasiones, teníamos la costumbre de saludarnos.
Una tarde, él entró en mi casa para pedirme algunas cerillas; una noche, yo le pedí prestado tabaco; una mañana ocurrió que ambos salíamos al mismo tiempo y caminamos juntos un trecho de camino hablando...
Esas fueron nuestras primeras relaciones.
Sin ser ni curioso ni desconfiado —uno no lo es a la edad que yo tenía entonces—, gusta saber a qué atenerse sobre la gente con la que uno traba amistad.
Llegué de forma natural, no a observar la existencia de mi vecino, sino a ocuparme de sus hechos y gestos.
Estaba casado, y la señora Caroline Méchinet, rubia y pálida, pequeña, risueña y rolliza, parecía adorar a su marido.
Pero la conducta de aquel marido ya no era regular. A menudo se marchaba antes del amanecer, y con frecuencia el sol se había levantado cuando lo oía volver a su domicilio. A veces desaparecía semanas enteras...
Que la bonita y pequeña señora Méchinet tolerase aquello, eso era lo que yo no podía concebir.
Intrigado, pensé que nuestro portero, de ordinario charlatán como una urraca, me daría algunas aclaraciones.
¡Error! Apenas pronuncié el nombre de Méchinet, me mandó a paseo diciéndome, mientras abría mucho los ojos, que no entraba en sus costumbres «chivarse» de sus inquilinos.
Esa acogida aumentó tanto mi curiosidad que, desterrando toda vergüenza, me dediqué a espiar a mi vecino.
Entonces descubrí cosas que me parecieron enormes.
Una vez lo vi entrar vestido a la última moda, con el ojal endomingado con cinco o seis condecoraciones; dos días después lo vi en la escalera vestido con una blusa sórdida y cubierto con un andrajo de paño que le daba un aspecto siniestro.
Y eso no es todo. Una hermosa tarde, cuando él salía, vi a su mujer acompañarlo hasta la puerta de su piso y allí besarlo apasionadamente, diciendo:
—¡Te lo suplico, Méchinet, sé prudente, piensa en tu mujercita!
¡Sé prudente!... ¿Por qué?... ¿A cuenta de qué? ¿Qué significaba aquello?... ¡La mujer era, por tanto, cómplice!
Mi estupor no debía tardar en multiplicarse.
Una noche, dormía yo profundamente cuando de repente llamaron a la puerta con golpes apresurados.
Me levanto, abro...
El señor Méchinet entra, o más bien se precipita en mi casa, con la ropa en desorden y desgarrada, la corbata y la pechera de la camisa arrancadas, la cabeza sin nada, el rostro totalmente ensangrentado...
—¿Qué ocurre? –exclamé asustado.
Pero él, haciéndome una señal para que me callase, dijo:
—¡Más bajo! Podrían oírlo... Quizá no sea nada, aunque sufro muchísimo... Me he dicho que usted, estudiante de Medicina, sabría sin duda curarme esto...
Sin decir palabra, lo hice sentarse y me apresuré a examinarlo y a prestarle los cuidados necesarios.
Aunque hubiera tenido una gran efusión de sangre, la herida era leve... No era, a decir verdad, más que un arañazo superficial que nacía en la oreja izquierda y acababa en la comisura de los labios.
Una vez terminada la cura, el señor Méchinet me dijo:
—Vamos, ya estoy sano y salvo por esta vez. Mil gracias, querido señor Godeuil. Sobre todo, por favor, no hable a nadie de este pequeño accidente, y... buenas noches.
¡Buenas noches!... ¡Pues sí que estaba yo pensando en dormir!
Cuando recuerdo todas las hipótesis descabelladas e imaginaciones novelescas que pasaron por mi cerebro, no puedo dejar de reírme.
El señor Méchinet asumía en mi mente proporciones fantásticas.
Al día siguiente, vino tranquilamente a darme las gracias de nuevo y me invitó a comer.
Es fácil adivinar que yo era todo ojos y todo oídos al entrar en casa de mis vecinos. Pero por mucho que concentré toda mi atención, no capté nada natural que disipase el misterio que tanto me intrigaba.
A partir de esa cena, sin embargo, nuestras relaciones fueron más seguidas. Decididamente, el señor Méchinet se hacía mi amigo. Era raro que pasase una semana sin que me llevase a comer su sopa, según su expresión, y casi todos los días, en el momento del ajenjo, se reunía conmigo en el café Leroy y jugábamos ...