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Tengo un cachorro de oso
En la primavera de 1990, en medio del arranque de la empresa y de perder todo mi dinero, tuve un hijo. Su madre era Osita, así que, por supuesto, lo llamé Cachorro de Oso. Cachorro, para abreviar. En la partida de nacimiento se llamaba Jack, por mi abuelo, y su madre usaba ese nombre, pero para mí siempre ha sido Cachorro, hasta hoy incluso.
Aunque estaba emocionado y expectante por su llegada, Cachorro apareció en una época muy estresante de mi vida. En 1982, después de vivir juntos unos cuantos años, Osita y yo nos habíamos casado. Pero las cosas empezaron a irnos mal cuatro años después y su hermano mayor, Paul, murió en un accidente de coche. Yo esperaba que la cosa mejorara con la llegada de Cachorro. Los meses anteriores a su nacimiento me los pasé en tensión. Osita estuvo enferma todo el embarazo y a mí me daba miedo que Cachorro también naciera enfermo.
Además, me daba miedo que naciera con dos cabezas o tres brazos.
Nació en el criadero del hospital Cooley Dickinson de Northampton. Llevé a Osita al hospital la noche del 11 de abril en un viejo Jaguar gris. Aparcamos e ingresamos a las 23.45 y Cachorro nació a las 00.15. Yo estuve en la sala de partos durante el acontecimiento. Había leído varios libros sobre el tema y sabía bastante bien qué esperar. Todo me pareció normal, aunque me sorprendió lo pequeño que era.
Llevaba cronometrándolo desde que, ocho meses atrás, supimos que su madre estaba embarazada. Según nos habían dicho los médicos, Cachorro había salido del cascarón con una semana de adelanto. Yo había leído mucho y sabía que los polluelos ganan mucho peso durante las tres semanas anteriores al nacimiento, por lo que esperaba que saliera un poco pequeño, pero era aún más pequeño de lo que pensaba.
Solo pesaba dos kilos y setecientos treinta y siete gramos.
—Es pequeño, pero todo va a salir bien —dijo el médico—. No le hace falta incubadora.
Por supuesto, no tenían ni idea de si todo iba a salir bien o no. Solo lo decían para tranquilizarnos. No le habían hecho ninguna prueba. En aquel momento, no le habían hecho nada más que un reconocimiento externo rápido. Pero yo había estudiado las estadísticas de mortalidad infantil y sabía que ese hospital nos daba unas probabilidades mejores que la media.
Si todo iba bien, no nos quedaríamos allí mucho tiempo. Una noche en el criadero y mandarían a mamá y a Cachorro a casa. Aquel primer día, lo medí discretamente sobre mi antebrazo y observé su tamaño y apariencia. En aquel momento no hacía gran cosa, pero lo miré de cerca para tratar de quedarme con su aspecto y así saber, la próxima vez que lo viera, si tenía al niño adecuado. Me daba miedo no ser capaz de reconocerlo al día siguiente, lo que resultaría tanto embarazoso como humillante.
Su madre estaba emocionadísima, al igual que nuestros padres.
Antes de dejar que lo soltaran entre la población general de polluelos, me aseguré de que le pusieran en la pierna una etiqueta de nailon, con su número de serie, sujeta a una anilla. Tenían una sala enorme en la que todos los bebés, acostados tras un cristal, crecían bajo lámparas de infrarrojos, igual que en la exposición de pollitos de la Feria Estatal. Algunos estaban en incubadoras, pero la mayoría estaba en simples bandejas. Me alegré de que lo hubieran etiquetado porque, a pesar de eso que se dice de que las madres conocen a sus hijos, no se puede distinguir a los bebés de un día de vida excepto por las cosas más generales, como si son niños o niñas. Y supongo que, si uno tuviera un brazo de más o una pierna de menos, sería reconocible, pero la mayoría de bebés que había allí parecían enteros y prácticamente idénticos.
A la mañana siguiente, mis padres vinieron a verlo, por separado, ya que llevaban muchos años divorciados y mi padre se había vuelto a casar. Mi madre llegó la primera, seguida por mi padre y mi madrastra. El padre y la madrastra de Osita también vinieron. Su madre y su segundo marido vivían en Florida y no estaban allí. Pero llamaron. Aquel primer día tuvimos un desfile regular de visitantes.
«Ayyyyyy, míralo. ¡Qué cosita más linda!».
«¡Oye, pequeñín!». Esto, con un golpecito en la barriga.
«Ayyyyyy, es clavadito a ti».
Las chorradas habituales sobre bebés, me imaginé, sobre todo en lo relativo a cuánto se me parecía. ¿Cómo iba a ser «clavadito a mí» un bebé de dos kilos y medio, de rasgos deformes y la cabeza del tamaño de una manzana?
Me alegré de haber apuntado los números que llevaba estampados en la pulsera. En realidad no creía que nadie fuera a cambiarlo intencionadamente por otro niño, pero los errores ocurren. También lo había marcado con un rotulador de tinta indeleble, por si se perdía la pulsera.
Aquel segundo día, mis miedos de la noche anterior sobre el reconocimiento demostraron ser infundados. Cuando llegué, Cachorro y mamá estaban juntos en la cama. Y, solo por si acaso, comprobé sus marcas y etiquetas. Coincidían. Después de irse a casa, aquel mismo día, Cachorro no volvió a pasar la noche en ningún hospital. Así que, gracias a mi marcado y precaución iniciales, tengo un nivel de confianza muy elevado en que el bebé que salió de su madre hace diecisiete años es el mismo chico que vive hoy en mi casa.
Lo trajimos a casa aquella segunda tarde. Yo había comprado, para transportarlo, una cesta que al plegarse se convertía en asiento para el coche. Osita lo envolvió bien y lo sujetó con las correas. Sostuvo la cesta de bebé en el regazo mientras la llevaban a la puerta del hospital en silla de ruedas. Cuando nos marchábamos, me di cuenta de que el hospital no nos había dado gran cosa a cambio de la tarifa de criadero de 4.400 dólares. Ningún accesorio. Ninguna ropa. Ningún juguete. El niño y punto.
Nunca llegué a comprender por qué insistieron en llevar a Osita hasta la puerta en silla de ruedas. Al fin y al cabo, había llegado por su propio pie, caminando y hablando. No estaba enferma y pesaba nueve kilos menos. La insistencia por llevarla así me recordó a un taller mecánico en el que los coches entran solos, pero salen remolcados por una grúa pocos días después. Una especie de retroceso.
Cachorro era tan pequeño que, estirado de una punta a la otra, no alcanza...