El buen esclavo
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El buen esclavo

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"Un relato en el que se cruzan asesinatos en serie con la compleja personalidad e inteligencia de un inspector en retirada, obligado a dar lo mejor de sí para desenmascarar el mayor enigma de su carrera y resolver el reto al que le convocan. El escenario del envite podría ser cualquier ciudad del mundo, pero es Sevilla, que describe el autor desde las entrañas de su barrio más independiente, popular y auténtico, Triana." (Paco Oliver, periodista) "El inspector Tomás Viñuelas, ya viejo para investigaciones demasiado atribuladas, ha de resolver un caso de asesinatos en serie en el que, paso a paso, irá descubriendo algo más que la atrocidad de los crímenes. Sevilla, una ciudad vitalista y turbadora, una chica de hace años y desaparecida, un juego justiciero y perverso. El juego del asesino le revelará a Tomás el poder devastador que un buen esclavo desata cuando decide ajustar las cuentas con sus amos." (Rafael Morales, gestor cultural)"Un thriller que recuerda a las mejores películas de David Fincher. Oscuro, íntimo y exprimiendo al máximo el escenario en el que se desarrolla: Sevilla, cuyas calles son tan protagonistas como el Inspector y su antagonista." (Javier Oliver, Cortometrajista)

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Información

Año
2020
ISBN
9788478988532
El relato del inspector II
Capítulo 3
15 de enero de 2014
Esta mañana recibí en el correo genérico de la web de la policía un correo del asesino. No sé si pretende hacernos quedar como imbéciles o pretende enemistarme con todo el cuerpo de policía. No me recordó ningún perfil que se le aproximara. El tipo prácticamente nos lo ha contado todo.
Cuando el inspector jefe entró en mi despacho visiblemente nervioso, aunque con la cólera contenida, y posó aquellos folios impresos sobre mi mesa, me miró como si yo tuviera algo que ver. Es una persona de gran tamaño y con una voz que atraviesa el granito. Su cabeza carente hasta el absoluto de pelo estaba encendida como señalizador aéreo de altura. En una mano llevaba los papeles y con la otra parecía estar estrangulándome el cuello si se hubiera encontrado conmigo. Por suerte me encontraba sentado al otro lado de la mesa. Estaba recién llegado a Jefatura, aún conservaba puesto el abrigo tan negro como enorme y cuello de piel de borrego, lo que reforzaba el aspecto amenazador. Le bastaron dos pasos para acercarse tanto a mi mesa que llegó a empujarla hacia mí. No parecía aquel adulador de ayer, cuando por teléfono me regaló un caso que desde el principio le resultaba de lo más molesto.
—Al parecer le conoce a usted muy bien, Viñuelas.
Sin darme tiempo a reaccionar, mientras yo cogía aquellos papeles, continuó.
—Me cago en la mar salá. Espero que pueda explicarme esto.
—Por favor, señor. Deje que lea al menos de qué se trata.
Tras él entraba Luis, el veterano agente que sumé a mi equipo en el escenario del segundo crimen. El inspector le habló sin volverse siquiera.
—¡Lárguese y cierre la puerta! —gritó mientras golpeaba mi mesa dejando caer mi lapicero y dejando caer una lluvia de colores sobre mi mesa.
La carta comenzaba con una especie de análisis de los medios de comunicación con un objetivo que al principio no alcancé a comprender. De golpe y de forma indirecta se declara el autor de los crímenes. En ningún momento pretende justificar los hechos, más bien estaba molesto por la inexactitud de su proyección mediática. Le interesa solo lo que sucede a los hechos. Es como si todo formase parte de un plan que no quiere ver cómo se desvía.
No tengo experiencia anterior de un asesino en serie, pero sé que la notoriedad y la planificación pueden ser características de algunas tipologías. Hasta ahí la sorpresa era relativa. El vuelco en el corazón me lo dio el resto de la carta.
Comienza con una fecha posterior en un día a cuando la recibimos, ayer, en la tarde del día 14. El día en que apareció el cadáver de Ramón Bonilla. ¿Quién pone en una carta la fecha en la que supone que se va a leer? Lo pensé, pero al principio no le di demasiada importancia. Podría ser una confusión. Pero el asesino muestra seguidamente una pasión por los detalles que no se corresponde con esos errores. Supuse entonces que las horas de diferencia entre la redacción y envío del correo pudieran corresponderse con un proceso de dudas de si enviarla un día u otro. Pero también descarté esa posibilidad. Me pareció que nuestro hombre ya tenía muy claro el proceso que quería seguir. Que ya lo había pensado por completo y que ahora solo lo había puesto a funcionar.
La primera lectura de la carta despertaba en mí demasiadas preguntas. No me fue posible responder al inspector jefe con nada que pudiera satisfacerle. Tampoco me pareció que absolutamente nada pudiera satisfacer a aquel arrebato de jefe. Le pedí que me dejara aquellas hojas e irme a casa. Necesitaba estar solo para pensar cada frase. De lo que sí estaba seguro era de que ninguno de los caracteres que se encontraban en ellas era gratuito. Era preciso que me concentrara en la carta. Tenía que salir de aquella algarabía en la que mi jefe estaba convirtiendo mi despacho. Me dio el permiso para salir antes del mediodía y así lo hice. No sin antes ordenar el caos en el que había convertido mi mesa.
Aquella mañana era de esas en las que Sevilla se rebela contra la helada brisa de invierno. Deja pasar a través del azul cobalto de su cielo una cálida luminosidad que amarillea suavemente el espacio, generando islas soleadas en las que burlar al frío. Cuando llegué a casa cogí mi libreta de notas y me senté en el patio junto al enorme cactus, en una isla soleada. Se lo regalé a mi exmujer cuando aún éramos novios. Era pequeño, no más de una cuarta, a ella le encantaban. Aún recuerdo transportar su colección desde la casa de sus padres a la que iba a ser la nuestra. Una bandeja de madera que agradeció mis cuidados dejando sobre la piel de mis brazos infinidad de púas imperceptibles a la vista, pero perfectamente patentes para mis terminaciones nerviosas. Llegó un año en el que el cactus que le regalé empezó a crecer sin reparos en nuestra terraza del piso en Triana. Creció y empezó a florecer de forma espectacular. Al mismo ritmo que nuestros vínculos se fueron desvaneciendo. En la nueva casa, tomó un ritmo aún más acelerado, a la misma vez que se acercaba el fin de nuestro matrimonio. Y aquí sigue. Pienso que ya es a mí a quien pertenece. Como un recuerdo de cuando nuestros sentimientos de complicidad eran grandes y él incipiente. Mi trabajo me ha ofrecido momentos sumamente desagradables. Conozco bien algunas de las cosas más aborrecibles. Es por eso que no suelo despegarme de las cosas que para mí alguna vez significaron felicidad. Cuando afronto alguna investigación, como la que ahora me ocupa, me ayuda a pensar que la vida no es solo eso. No me despego fácilmente del pasado, lo considero una justificación para seguir adelante con renovadas intenciones. Sin la menor duda será este mi último caso y sé que no será agradable. Prefiero tener cerca todo lo que alguna vez fue deseable.
Al contrario que para nuestro asesino, para mí son importantes los porqués. Las causas de las que derivan nuestras decisiones. El pasado nunca nos abandona del todo. Paradójicamente, a mí me ayuda a continuar sintiéndome más seguro. Desplegué las hojas, saqué punta a mis lápices y abrí mis bolígrafos rojo y negro. Era el momento de pensar.
En la continuación del correo pasaba a describir sus crímenes con todo lujo de detalles. Desgranaba cada acto con naturalidad sorprendente. Dice que quiere ayudarme, no hacerme perder el tiempo. Esto concuerda con su idea de mirar hacia adelante, no preocuparse del porqué ni del cómo, sino del para qué. Quiere que nos concentremos en su objetivo. Nos aboca más a comprender su proyecto. No pretende ayudarnos. Solo quiere dejar claro que es él el que tiene el control. He leído que también es un aspecto clásico de los asesinos en serie. Mantener el control que en su vida cotidiana es incapaz de tener.
Sentí un escalofrío cuando releí el párrafo en el que describe mi presencia en el lugar del segundo crimen. Estaba junto a mí. Ese criminal no pertenece a otro lugar que el nuestro. Estuvo entre nosotros y es tan corriente que no llamó nuestra atención. Y tan cerca como para saludarme. Su necesidad de control es evidente y la esgrime sin miedo ni rubor. Quiere demostrarme que no teme a nada, que todo el plan, su fin, está programado.
Dice que puedo cambiar la contraseña de la dirección de e-mail que me ha creado, pero es tan extravagante que sin duda tiene una lectura oculta. También debía pensar sobre ello.
Mas por lo que a mí respecta, el móvil motor es el verdaderamente importante a la hora de llegar al criminal. El móvil como fin o logro no es más que un intento de hacer razonables sus actos. Darle un sentido a lo que no lo tiene. No siempre es el criminal consciente de aquello que lo lleva a cometer un crimen. Por eso a veces utiliza ciertas voces que en su interior le llaman a hacerlo o se convence de que su víctima lo merecía, dando al crimen la categoría de inevitable. Son criminales en cierto modo más asequibles, ya que su falta de consciencia sobre lo que determinaron sus actos les hace ir dejando huellas de las que no se percatan.
En cambio, «el asesino de los dos dedos» premedita el rastro que deja. Tanto que no tiene reparos en hacerme una relación de sus actos previos a crimen. Aunque insiste en la importancia de la finalidad de sus actos se preocupa de que el camino sea fielmente reconocido. Cuando alguien pone tanto énfasis en lo que está por hacer, sobreponiéndolo sobre lo que le ha llevado hasta aquí, a mí me da la impresión de que quiere pasar página. Pero, en cambio, les pregunta: «Si me dices por qué creo que mereces morir, solo te mataré». Parece que son ellos los que tienen una página pendiente. Es desconcertante. Aunque sí está claro que para él lo importante es el plan para resolver un problema, esa es su parte. Pero yo necesito saber el problema. Cuando conozca la pregunta sabré dónde buscarle. Esa es mi parte.
Parece claro que el asesino conocía bien los movimientos de sus víctimas. Tuvo que espiarlas por algún tiempo. En primer lugar, tendría que preguntar a las personas de su entorno más próximo por si advirtieron algo extraordinario las veces que se encontraban con las víctimas. En segundo lugar, cotejar la lista de relaciones próximas buscando posibles coincidencias. Mi tercer objetivo se centraría en las circunstancias profesionales. Tienen una clara mención en la carta. Deben de estar relacionadas con la elección de las víctimas. La cuarta misión, la de recoger todas las pistas y datos habidos y por haber que corroboren o no los hechos que narra en la carta. Puede que encontremos algún cabo suelto que él no haya querido contarme.
No me sentía cómodo con alusiones tan directas a mi persona. Podría llegar a producir el efecto de convertir el caso en una cuestión personal. Eso no es bueno para el funcionamiento de un equipo de trabajo. Preferí entonces hacer una transcripción de la carta en la que eliminar toda alusión directa hacia mí. Tales como «estimado inspector», «Todo el mundo le conoce a usted…». Mantuve, en cambio, y a mi pesar, aquello que se refería a mis aptitudes como policía, ya que formaba parte del hilo argumental de su pensamiento.
Bien. Iba siendo hora de reunir por primera vez a mi equipo.
***
Después de telefonear a Jefatura para que pusieran en conocimiento de mis agentes la reunión que íbamos a tener aquella misma tarde, hice un almuerzo rápido en la cocina con una ensalada de verduras y jamón york. Algo que me ayudara a aligerar la sensación de constreñimiento que la lectura de aquel loco me había dejado en el estómago. Aquel tipo estaba planificando un juego poniendo cadáveres en el tablero. Como si fueran juguetes los había enfrentado a una muerte garantizada, como un niño decide fríamente qué muñeco debe morir y lo deja caer al suelo. Los acusa de algo que ha de ser grave, pero cuenta con la posibilidad de que ellos no lo sepan. Y finalmente me escoge a mí, me coloca como una pieza más en este juego macabro. Y ahora he de jugar, aunque me parezca el caso más repugnante con el que me he topado cuando estoy a un paso de jubilarme.
Me hubiera encantado tener a mano algún purito de los que hace años fumaba, pero hace suficiente tiempo que lo dejé por completo como para no haber rastro en mi casa de alguno. Afortunadamente, al pasar al salón me encontré con mi guitarra española enfundada, pero con las hebillas abiertas. Las partituras de los estudios sencillos de Leo Brouwer dispersas junto a ella me recordaron que las había escogido para pasar la tarde de ayer, antes de quedarme dormido en el sofá. Son estudios con cierta complejidad rítmica que producen muy buenas sensaciones la primera vez que se consiguen ejecutar sin fallos. Cada vez que los toco, recuerdo mis esfuerzos originales para que aquellos compases adquirieran un sentido melódico reconocible. No dejo de acudir a ellos porque me hacen revivir esa sensación maravillosa de aprender a hacer algo y me ayudan a mantener un espíritu de mejora constante. Al mismo tiempo transmiten una potencia energética contenida que era precisamente lo que no dejaba vivir a mi estómago. Me pareció una buenísima idea dedicarles un tiempo y así liberar ese malestar que no me iba a dejar pensar en toda la tarde. Elegí el estudio VII. Es rápido como el diablo y, durante su ejecución, sentí como le arañaba la piel al monstruo y ponía en carne viva su alma. Así me sentí al llegar al compás diecinueve. Me detuve en el acorde de séptima mayor porque no me apetecía continuar con los siguientes. Estos van extinguiéndose y yo lo que deseaba era machacar a ese monstruo. Ya era hora de empezar de la caza.
Volví a guardar mi guitarra después de limpiar los rastros del roce de mi piel en el mástil y en la caja hasta recuperar el lustre del barniz. Cuidar el instrumento que me había proporcionado la fuerza necesaria para seguir era la forma de mi agradecimiento. Fue la primera vez que advertí la íntima relación que este caso tejería con mi rutina diaria y mis formas de sentir.
Eran las cinco de la tarde y la oscuridad y el frío empezaban a cernirse sobre Sevilla. La cita era a las cinco y media. Había que recibir y organizar a mis compañeros de viaje.
Capítulo 4
15 de enero de 2014
Poco antes de las cinco y media de la tarde me encontraba en la esquina del edificio de Jefatura. Miré durante un espacio de tiempo a la estatua de Juan Pablo Duarte, que se encuentra en el centro de la rotonda de la que parte la avenida de la República Argentina, justo frente a Jefatura. Por un momento tuve la duda de si acercarme o no. Tenía la impresión de estar siguiendo el juego de un monstruo. Bien podría ser una trampa, pero es cierto que la comprobación era absolutamente necesaria. La carta lo expresaba claramente, pero ¿por qué nadie me hizo referencia a ello esta mañana? ¿Es que mi jefe no habría ya hecho la comprobación de lo que en ella se decía? ¿Era posible que no hubiera reparado en ello? No sabía si era peor no encontrar lo que la carta decía o efectivamente encontrarlo. ¿Sería más sensato preguntar primero a mi superior? El carácter del inspector jefe es tremendo, su pasión por el control es algunas veces irritante y se deja llevar por su deseo de protagonizarlo todo. Si no está tendré la sensación de que, aun poniéndome al mando, no me consulta sus acciones. Y si está, veré que la irritación que le produjeron las alusiones directas a mí le nubló su capacidad de hacer lo correcto. De modo que siente como si mi intervención le desplazara. Las dos posibilidades me incomodaban. Pero yo sabía que iba a ser incapaz de tolerar la incertidumbre mientras entrara en Jefatura sin haber tomado contacto con el contenido de aquella intrigante carta. Así que crucé la calle hacía la rotonda de la glorieta de la República Dominicana y la atravesé hasta el pedestal de la estatua. Esta se encuentra justo en el borde que da a la calzada de acceso a la avenida de la República Argentina, de modo que era por atrás donde debía buscar. Bajo las flores que rodean el pedestal de piedra encontré una parte de la tierra especialmente removida. Me quité los guantes y escarbé con mis propias manos al menos una cuarta de profundidad en la tierra helada hasta que toqué lo que debía de ser una bolsa de plástico. Efectivamente, una simple ojeada me bastó. No tenía que abrir la bolsa de plástico transparente para saber que en su interior iba a encontrar los calzoncillos de Pedro Cáceres.
Un súbito escalofrío recorrió mi cuerpo solo de pensarlo. Fue como si estuviera viendo de nuevo aquel cadáver, con los ojos como platos y la cara blanca como la nieve. Después de tantos años de servicio no puedo evitar estremecerme ante la sensación de estar siendo vigilado en aq...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Página de derechos de autor
  4. Dedicación
  5. Todo empieza
  6. El relato del inspector I
  7. El primer correo
  8. El relato del inspector II
  9. El segundo correo
  10. El relato del inspector III
  11. El tercer correo
  12. El relato del inspector IV
  13. El último correo
  14. El relato del inspector V
  15. El inspector y el asesino
  16. Epílogo
  17. Episodio inédito
  18. Índice
  19. Contraportada