La dama del perrito y otros cuentos
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La dama del perrito y otros cuentos

  1. 105 páginas
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La dama del perrito y otros cuentos

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Información del libro

La maestría con la que retrata la personalidad y la psicología de sus personajes hace de Chéjov un autor de cuentos insoslayable y de lectura fundamental. No debe olvidarse que su fino humor, su ironía elegante, su nitidez para describir las pasiones y su precisión narrativa fueron muy importantes para la evolución de éste genero: el cuento, en el que - así opina Chéjov de los propósitos- " no es posible dar una oportunidad al lector de recuperarse: hay que mantenerlo todo el tiempo en suspenso".

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Información

Editorial
Editorial Cõ
Año
2022
ISBN
9786074576511
Categoría
Littérature
Categoría
Classiques

El monje negro



1
Andrei Vasilich Kovrin, magister, estaba exhausto y tenía los nervios de punta. No siguió un tratamiento, pero ocurrió que, mientras apuraba una botella de vino con un médico amigo suyo, éste le aconsejó que pasara la primavera y el verano en el campo. Por coincidencia, en ese momento llegó una extensa carta de Tanya Pesotskaya donde lo invitaba a pasar una temporada con ella y su padre en Borisovka. Y, en efecto, decidió que necesitaba dar una vuelta por allí.
Pero eran los primeros días de abril, así que primero fue a su propia finca, a Kovrinka, su lugar de nacimiento, donde solitario dejó transcurrir tres semanas. A continuación, cuando los caminos quedaron más transitables, fue en su carruaje a visitar a Pesotski, su antiguo tutor y padre adoptivo, célebre horticultor ruso. De Kovrinka a Borisovka, donde vivían los Pesotski, había apenas setenta verstas, y fue un auténtico deleite cubrir el trayecto en una cómoda calesa de muelles, con los caminos todavía con la blandura que adquieren en la primavera.
La casa de Pesotski era inmensa, tenía columnas, figuras de leones que se desgastaban poco a poco, y un criado vestido de librea a la entrada. El viejo parque de estilo inglés, silendoso y sombrío, se extendía casi una versta de la casa al río, donde terminaba en una ribera cubierta de arcilla y muy escarpada en donde las raíces a flor de tierra de los pinos parecían zarpas peludas. Abajo, la corriente desierta despedía reflejos; arriba, se escuchaba el melancólico piar de las chochas mientras volaban. En pocas palabras, todo invitaba al visitante a sentarse y entonar una canción sentimental. Pero alrededor de la casa, en el jardín y el huerto que, junto con los semilleros, ocupaban algo más de treinta hectáreas, se percibían alegría y buen ánimo incluso en los días de mal tiempo. La maravilla de rosas, azucenas, camelias, de tulipanes de todos los colores, del blanco más puro al negro azabache, la orgía de flores de la finca de Pesotski no la había contemplado Kovrin en ninguna otra parte. La primavera comenzaba apenas, y los ejemplares más encantadores todavía estaban en el invernadero; pero lo que florecía a lo largo de las avenidas y en las terrazas era suficiente para que quien paseara por el jardín se sintiera en un mundo de colores delicados, en particular durante las primeras horas de la mañana, cuando el rocío destellaba en los pétalos.
La parte ornamental del huerto, que el propio Pesotski llamaba con menosprecio "las bagatelas", había provocado en Kovrin, cuando aún era niño, una impresión inolvidable. ¡Cuántas singulares fantasías, complicados prodigios y raptos de la naturaleza no habría allí! Árboles frutales en los que se enredaban otras plantas, un peral en forma piramidal, robles y tilos redondos como pelotas, manzanos que simulaban sombrillas, arcos, monogramas, candelabros, y hasta el número 1862 formado con ciruelos, fecha que conmemoraba el año en que Pesotski se había iniciado en la horticultura. También se veían hermosos y esbeltos árboles con fuertes troncos erguidos como palmeras, los cuales, después de un examen atento, resultaban ser groselleros o casis. Pero lo más exultante del huerto y lo que le daba un aspecto alegre era el continuo vaivén de quienes trabajaban en él. Desde temprano hasta el atardecer, personas que se afanaban como hormigas iban y venían por entre los árboles y arbustos, por avenidas y terrazas, con carretillas, azadas, regaderas...
Kovrin arribó a la casa de los Pesotski a las diez de la noche y encontró a Tanya y su padre, Yegor Semionovich, francamente alarmados. El cielo despejado, lleno de estrellas, y el termómetro pronosticaban una helada al amanecer; y el hortelano Iván Karlovich había ido a la ciudad y a nadie se le ocurría qué hacer. Toda la conversación mientras cenaban se concentró en la inminente helada. Convinieron en que Tanya no se acostaría y a la una de la madrugada iría a revisar las condiciones del huerto, y que Yegor Semionovich se levantaría a las tres o incluso antes.
Kovrin acompañó durante toda la velada a Tanya y después de medianoche salió con ella al jardín. Se sentía frío. Y ya se percibía un fuerte olor a quemado. El amplio huerto que llamaban "comercial", que producía a Yegor Semionovich ingresos anuales por varios miles de rublos, estaba cubierto por una humareda negra, espesa y acre que, envolviendo a los árboles, podría salvar de la helada ese dinero. Las filas de árboles alineados parecían las piezas en un tablero de damas, como si fueran soldados, y su rígida y orgullosa regularidad, junto con el hecho de que todos los árboles eran del mismo tamaño, con troncos y copas idénticos, resultaban una vista monótona y aburrida. Kovrin y Tanya recorrieron las filas. Entre ellas ardían hogueras de estiércol, paja y numerosos desperdicios, y a ratos tropezaban con obreros que vagaban entre el humo como sombras. Sólo estaban en flor los cerezos, los ciruelos y algunos manzanos, pero el humo envolvía todo el huerto y sólo junto a los semilleros pudo Kovrin respirar con plenitud.
—Cuando era niño, el humo me hacia estornudar —dijo y se encogió de hombros—, pero todavía no comprendo por qué el humo sirve de protección contra la helada.
—El humo funciona como las nubes cuando no contamos con ellas... —contestó Tanya.
—¿Y para qué necesitan las nubes?
—Cuando está nublado, temprano por la mañana no cae una helada.
—¿Ah, sí?
Se rió y la tomó de la mano. Le agradaban el rostro ancho, formal y aterido de la joven, sus finas cejas negras, el cuello levantado del abrigo que limitaba el movimiento de su cabeza, y su figura esbelta, con la falda recogida para que el rocío no la humedeciera.
"¡Válgame Dios, cuánto ha creado!", pensó.
—La última vez que estuve aquí, hace cinco años, todavía era usted una niña. Era delgada, con piernas largas, nunca se cubría la cabeza, usaba vestidos cortos y yo le tomaba el pelo... ¡Cómo ha pasado el tiempo!
—Sí, cinco años —suspiró Tanya—. Han ocurrido muchas cosas desde entonces. Con absoluta franqueza, Andriusha —agregó con energía, sosteniéndole la mirada—, dígame ¿se siente usted alejado de nosotros? Tal vez no debiera mencionarlo. Usted es adulto, vive ya su propia vida intensa, es una personalidad... El extrañamiento es natural. Pero, sea como fuere, Andriusha, quisiera que se sintiera con nosotros como en familia. Tenemos derecho a que así nos considere. —Ya los considero, Tanya.
—¿Palabra de honor?
—Sí, palabra de honor.
—Ha mostrado asombro de que tengamos tantas fotografías suyas. Es simplemente que mi padre lo adora. He llegado a pensar que lo estima más que a mí. Está orgulloso de usted, de su erudición, de que sea un hombre excepcional con una carrera brillante, y él cree que usted ha conseguido todo eso porque él fue su preceptor. No puedo quitárselo de la cabeza. ¡Que lo crea!
Apuntaba el alba, y se notaba principalmente en la claridad con que empezaban a distinguirse las nubes de humo y las copas de los árboles. Se oía el canto de los ruiseñores y el cuchicheo de las perdices en el campo. —Ya es hora de dormir —manifestó Tanya—. Y el frío se siente cada vez más —añadió mientras lo tomaba del brazo—. Andriusha, le agradezco que haya venido. Nuestros vecinos son personas poco interesantes y apenas son unos cuantos. Aquí todo es huerto, huerto y más huerto... y pare usted de contar. Troncos, tallos —dijo riendo—, manzanas de Oporto, manzanas reinetas, podas, injertos, acodos..., toda nuestra vida está en el jardín y el huerto, e incluso sólo sueño con manzanas y peras. Por supuesto que todo eso está muy bien, es útil, pero a veces me gustaría ver otras cosas. Cuando usted nos visitaba o pasaba aquí las vacaciones, la casa parecía más iluminada, más fresca, como si a las arañas y a los muebles les hubieran quitado las fundas. Yo era todavía una niña, pero percibía el cambio...
Hablaron un rato, con gran emotividad. De pronto, él pensó que podía volverse adicto de esta criatura grácil, delicada y locuaz, sentirse atraído y enamorarse de ella. ¡Era lo más natural dada la situación de ambos! La idea lo conmovía, lo divertía. Se acercó a aquel rostro simpático e inquieto y canturreó en un susurro los versos de Pushkin:
Onegin, callar no puedo
que estoy loco por Tatyana...
Cuando regresaron a la casa ya se había levantado Yegor Semionovich. Como Kovria no tenía sueño, prefirió charlar con el anciano y lo acompañó de regreso al huerto. Yegor Semionovich era alto, ancho de hombros y robusto. Padecía de problemas respiratorios, pero esto no le impedía moverse tan rápido que era difícil seguirle el paso. Siempre parecía muy preocupado e iba de prisa a todas partes; su expresión daba a entender que si se retrasaba un minuto algo se estropearía. —Hijo mío, esto es un misterio —dijo, deteniéndose para recobrar el aliento—. Como puedes ver, en la superficie del suelo hay helada, pero si pones el termómetro un par de varas arriba de la punta del bastón el aire está templado... ¿Por qué razón?
—Sinceramente, no lo sé —respondió Kovrin riendo. —No. claro que no puede uno saberlo todo... Aunque el cerebro sea inmenso no cabe todo en él. ¿Todavía te interesa la filosofía?
—Sí. Leo temas de psicología, pero principalmente estudio filosofía.
—¿Y no te aburres?
—Al contrario. Es la principal motivación en mi vida.
—Bueno. Dios quiera que... Me alegro mucho por ti... me alegro mucho, muchacho...
De repente aguzó el oído, abandonó la vereda con cara terrible y desapareció entre los árboles en una nube de humo. —¿Quién ha atado este caballo al manzano? —preguntó a gritos, con una desesperación estremecedora—. ¿Quién de ustedes, canallas, granujas, se atrevió a hacerlo? ¡Dios mío, Dios mío! ¡Dañado, maltratado arruinado, estropeado! ¡El huerto está en ruinas! ¡Está destruido! ¡Dios mío!
Cuando regresó con Kovrin, tenía una expresión de enojo e impotencia.
—¿Qué demonios se puede hacer con esta maldita gente? —inquirió tristemente abriendo los brazos—. Stepka trajo anoche un carro y ató el caballo a un manzano. Y el muy torpe apretó tanto las riendas que ha descortezado el tronco en tres sitios. ¡Apenas puedo creerlo! Le hablo y no responde; parpadea como un tonto. Ahorcarle sería poco.
Después se tranquilizó, abrazó a Kovrin y le dio un beso en la mejilla.
—Está bien. Dios quiera... Dios quiera que... —murmuró—. Me alegro de que hayas venido. No imaginas cuánto... Gracias.
A continuación, con el mismo paso apresurado y el mismo gesto de preocupación, recorrió todo el huerto y mostró a su antiguo pupilo las estufas, los invernaderos, los cobertizos para el trasplante, y dos colmenas que elogiaba como el milagro de nuestro siglo. Mientras paseaban salió el sol y alumbró todo el huerto. El calor empezó a dejarse sentir. Parecía que el día iba a ser claro, largo y alegre, y Kovrin pensó que, como sólo estaban a principios de mayo, todavía quedaba por delante todo el verano, también luminoso, extenso y festivo; súbitamente sintió que recorría su cuerpo la sensación gozosa y juvenil que había conocido en su niñez cuando jugaba en este mismo huerto. Y entonces fue él mismo quien estrechó al anciano y lo besó con ternura. Conmovidos, entraron en la casa y tomaron el té en viejas tazas de porcelana, con crema y deliciosos pastelillos; y de nuevo esto hizo que Kovrin recordara su niñez y su adolescencia. En su mente, el presente espléndido se integraba con los recuerdos del pasado; y ambos se combinaban en su espíritu con una sensación de bienestar.
Esperó a que Tanya se despertara, tomó café con ella, salió a caminar y después se encerró en su cuarto y se sentó a trabajar. Leía con gran concentración, tomaba notas, y de vez en cuando levantaba la mirada para observar por la ventana abierta las flores frescas colmadas de rocío. Y sentía que cada una de sus venas temblaba y latía de gozo.


2
En el campo siguió la misma vida vibrante e inquieta que en la ciudad. Leía y escribía mucho, estudiaba el italiano y, cuando paseaba, pensaba con regocijo que pronto reanudaría su trabajo. Todos se sorprendían de lo poco que dormía. Si llegaba a quedarse dormido media hora durante el día, ya no podía pegar los ojos en toda la noche; no obstante, tras una noche así se sentía ágil y alegre.
Conversaba mucho, bebía vino y fumaba cigarros caros. A menudo, si no es que casi a diario, acudían a visitar a los Pesotski muchachas de los alrededores, que tocaban el piano y cantaban con Tanya. En ocasiones venía un joven, también vecino, que era bueno para tocar el violín. Kovrin escuchaba con avidez la música y el canto, aunque se cansaba con ellos y la fatiga lo obligaba a cerrar los ojos sin advertirlo e inclinar la cabeza sobre el hombro.
Una tarde, después de tomar té, se sentó a leer en el balcón. En la sala, Tanya, que era soprano, una de las jóvenes, contralto, y el joven violinista repasaban la conocida sonata de Braga. Kovrin escuchaba la letra —en ruso— pero no conseguía entender su significado. Por fin, dejó de leer y se puso a escuchar con atención hasta que comprendió las palabras: una muchacha que se dejaba llevar por su imaginación oía de noche unos sonidos misteriosos en un jardín, tan bellos y raros que los consideró una armonía celestial que tuvo que regresar al cielo por la incomprensión de los mortales. Kovrin sentía pesados los párpados. Para enfrentar el cansancio, se levantó y caminó por la sala y después por el recibidor. Cuando terminó la canción, se acercó a Tanya, la tomó de la mano y salió con ella al balcón.
—Todo el día de hoy, desde que desperté, me ha perseguido una leyenda —contó—. No recuerdo si la leí o la escuché en algún lado, pero es extraña y grotesca. Para empezar, nada en ella es definido. Hace mil años un monje, vestido de negro, vagaba por el páramo... en Siria o en Arabia... A varias millas de ese lugar, unos pescadores vieron a otro monje de negro que caminaba despacio sobre la superficie del lago. Este segundo monje era un espejismo. Ahora olvide usted todas las leyes de la óptica, que es evidente que la leyenda no reconoce, y siga escuchando. Del espejismo surgió un segundo espejismo, del segundo un tercero, de modo que la imagen del monje negro empezó a reflejarse infinitamente de una capa de la atmósfera a otra. Lo vieron en África, luego en España, después en la India, y todavía más tarde en el Polo Norte... Terminó por abandonar las fronteras de la atmósfera terrestre y ahora recorre todo el universo sin encontrar las condiciones que pudieran hacerlo desaparecer. Quizá lo estén viendo ahora en Marte o en alguna de las estrellas de la Cruz del Sur. Ahora bien, querida amiga, la verdadera esencia, lo fundamental de la leyenda es que, exactamente mil años después de aparecer el monje en el páramo, el espejismo volverá a surgir en la atmósfera terrestre y a ser visible para los hombres. Parece que el plazo de mil años está a punto de cumplirse. De acuerdo con la intención de la leyenda, el monje negro puede venir de un momento a otro.
—¡Qué extraño espejismo! —expresó Tanya con sencillez, pues le desagradó la leyenda.
—Pero lo más sorprendente de todo —concluyó Kovrin riendo— es que no recuerdo dónde me enteré de la leyenda. ¿La leí en alguna parte? ¿La escuché? ¿O tal vez soñé con el monje negro? Realmente no lo recuerdo. Pero la leyenda me atrae. He pensado en ella todo el día.
Acompañó a Tanya de regreso con sus visitantes, salió de la casa y paseó pensativo a lo largo de las terrazas. Las flores recién regadas despedían un aroma húmedo e irritante. En la casa otra vez se escuchaba el canto, y a la distancia el violín parecía una voz humana. Hurgando en su memoria en un intento de recordar dónde se había enterado de la leyenda, Kovrin caminó hacia el parque con lentitud y, sin advertirlo, llegó junto el río.
Por el sendero que discurría junto a la escarpada margen entre raíces desnudas bajó a la orilla del agua, asustando a las chochas e inquietando a un par de patos. Los últimos rayos del sol brillaban en los ordenados pinos, pero la superficie del agua ya estaba oscura. Kovrin caminó apoyado en piedras y troncos para atravesar la corriente. Frente a él se extendía un amplio terreno cubierto de centeno tierno, que todavía no floreaba. Hasta donde abarcaba la vista, no se percibía ni un alma ni una casa; era posible imaginar que, si avanzara por el sendero llegaría al lugar desconocido y misterioso por donde acababa de ponerse el sol y donde, extenso y majestuoso, ardía el crepúsculo.
"¡Qué amplio, libre y tranquilo es esto! —meditó Kovrin, mientras seguía el sendero—. Parece como si el mundo entero estuviera acechándome desde algún lugar en espera de que lo entienda..."
Sin embargo, en ese momento el centeno empezó a mecerse y un ligero viento vespertino agitó levemente los cabellos de Kovrin. En seguida la brisa arreció. El centeno comenzó a crujir y de atrás llegaba el sordo quejido de los pinos. Kovrin se quedó en éxtasis. En el horizonte, como un ciclón o torbellino, de la tierra al cielo se levantaba una gran columna negra. Su forma era borrosa, pero de inmediato se apreciaba que no estaba en un solo lugar, sino que avanzaba con rapidez justo hacia donde estaba Kovrin, y que conforme se acercaba se hacía más pequeña y definida. Kovrin se metió entre el centeno, para dejarla pasar y apenas le alcanzó el tiempo para hacerlo...
Un monje vestido de negro, con el cabello entrecano, cejas oscuras y las manos cruzadas sobre el pecho, pasó junto a él... Sus pies desnudos no rozaban el suelo. Después de alejarse a unos veinte metros de Kovrin, lo miró fijamente, inclinó la cabeza y le dirigió una sonrisa tanto cordial como maliciosa. ¡Pero su rostro era pálido, notablemente pálido y delgado! De repente empezó a crecer, atravesó el río a toda prisa, tropezó en silencio con la orilla arcillosa y los pinos, y se esfumó deslizándose entre ellos.
—Bueno. Aquí está la prueba... —murmuró Kovrin—. La leyenda es verdadera. Por el momento no quiso pensar en una explicación del singular fenómeno y volvió a la casa agradablemente sorprendido, satisfecho de haber presenciado de cerca y con claridad, no sólo el atuendo negro, sino también el rostro y los ojos del monje.
Los visitantes recorrían el parque y el huerto y en la casa todavía se escuchaba música, lo que significaba que sólo él había vislumbrado al monje. Tenía un deseo irresistible de contárselo todo a Tanya y Yegor Semionovich, pero no quería que pensaran que vivió una alucinación y sintieran temor. Era mejor no mencionar el incidente. Por esa razón, se integró al grupo, rió a carcajadas, cantó, bailó la mazurca, manifestó una alegría contagiosa. Y Tanya y los demás pensaron que ese día se mostró inspirado y radiante. Y toda su persona les pareció interesantísima.


3
Después de cenar, cuando ya se habían marchado los visitantes, se dirigió a su habitación y se recostó en el sofá. Quería pensar en el monje. Pero un minuto después acudió Tanya.
—Vea, Andriusha. Son los artículos de papá —dijo mientras le entregaba varios folletos y separatas—. Son magníficos. Escribe muy bien.
—Claro, excelentes —expresó con falsa sonrisa Yegor Semionovich, quien entró tras ella—. No le hagas caso.
Hazme el favor de olvidarte de ellos. Son un excelente narcótico.
—En mi opinión, son excelentes artículos —reiteró Tanya con firmeza y persuasión—. Debe leerlos, Andriusha, y convencer a mi padre de que escr...

Índice

  1. El fracaso
  2. La esposa
  3. En la oficina de correos
  4. Veraneantes
  5. El álbum
  6. La dama del perrito
  7. El camaleón
  8. Boda por interés
  9. Un viaje de novios
  10. La suerte femenina
  11. El misterio
  12. Los hombres que están de más
  13. El monje negro