dos
El semáforo se puso en verde y la mujer cruzó la calle. Caminaba mirando al suelo, porque hacía poco que había dejado de llover y en los socavones del asfalto habían quedado charcos que recordaban aquella inesperada lluvia de principios de la primavera. Caminaba con un paso elegante, medido por la ceñida falda de un traje de chaqueta negro. Veía los charcos y los evitaba.
Cuando llegó a la acera de enfrente se detuvo. Pasaba la gente, atiborrando la tarde ya entrada con sus pasos hacia casa, o en libertad. A la mujer le gustaba sentir la ciudad chorreando por encima de ella, de manera que se quedó un rato allí, en mitad de la acera, incomprensible como una mujer que hubiera sido abandonada allí mismo, bruscamente, por su amante. Incapaz de encontrar una explicación.
Después se decidió por su derecha, y en esa dirección se acomodó al paseo colectivo. Sin prisas, iba flanqueando los escaparates, ajustándose un chal sobre el pecho. A pesar de la edad, caminaba, alta y segura, ennobleciendo su pelo blanco con la juventud de su porte. Blanco, lo tenía recogido en la nuca, y sujeto con una pinza oscura, de muchacha.
Se detuvo delante de una tienda de electrodomésticos, y durante un rato se quedó mirando fijamente la pared de televisores que ofrecía la inútil multiplicación de un mismo presentador del telediario. Pero con matices de colores distintos, que despertaban su curiosidad. Empezó un reportaje de alguna ciudad en guerra y ella comenzó a caminar de nuevo. Cruzó la Calle de Medina y luego la placita del Divino Socorro. Cuando llegó frente a la Galería Florencia se dio la vuelta para contemplar la perspectiva de luces que se alineaban dentro del vientre del edificio hasta desembocar en el otro lado, en la Avenida del 24 de Julio. Se detuvo. Levantó la mirada buscando algo en la bóveda de hierro que dibujaba la gran entrada. Pero no encontró nada. Dio algunos pasos dentro de la galería, luego paró a un hombre. Se disculpó, y le preguntó cómo se llamaba aquel lugar. El hombre se lo dijo. Entonces, ella le dio las gracias y le dijo que aquélla iba a ser una hermosa tarde para él. El hombre sonrió.
De ese modo se puso a caminar a lo largo de la Galería Florencia y, en cierto momento, vio un pequeño quiosco a unos veinte metros de ella, que sobresalía de la pared de la derecha, rizando por unos metros el limpio perfil de la galería. Era uno de esos quioscos en que se venden billetes de lotería. Siguió caminando unos instantes, pero cuando llegó a unos pasos del quiosco se detuvo. Vio al hombre de los billetes, que estaba allí sentado, leyendo un periódico. Lo tenía apoyado sobre algo, frente a sí, y lo estaba leyendo. El quiosco tenía todas las paredes de cristal, excepto la que se apoyaba en el muro. Dentro se veían al hombre de los billetes y un montón de tiras de colores que colgaban de lo alto. Había una pequeña ventanilla, en la parte frontal, y ésa era la ventanilla desde la que el hombre de los billetes hablaba con la gente.
La mujer se echó para atrás un mechón de pelo que le había caído sobre los ojos. Se dio la vuelta y, por un instante, se quedó observando a una muchacha que salía de una tienda empujando un cochecito. Luego volvió a mirar el quiosco.
El hombre de los billetes leía.
La mujer se acercó y se agachó hacia la ventanilla.
–Buenas tardes –dijo.
El hombre levantó los ojos del periódico. Estaba a punto de decir algo, pero cuando vio el rostro de la mujer se detuvo, y ya no prosiguió. Se quedó así, mirándolo.
–Quería comprar un billete.
El hombre asintió con la cabeza. Luego, sin embargo, dijo algo que no era apropiado.
–¿Hace mucho que espera?
–No, ¿por qué?
El hombre sacudió la cabeza, mientras seguía mirándola fijamente.
–Por nada, perdone –dijo.
–Quería un billete –dijo ella.
Entonces el hombre se volvió y paseó su mano entre las tiras de billetes que colgaban a su espalda.
La mujer le señaló una, más larga que las demás.
–Ésa..., ¿puede cogerlo de esa tira de ahí?
–¿Ésta?
–Sí.
El hombre arrancó el billete. Echó un vistazo al número e hizo un gesto de aprobación con la cabeza. Lo dejó sobre la repisa de madera que había entre él y la mujer.
–Es un buen número.
–¿De veras?
El hombre no respondió porque estaba observando el rostro de la mujer, y lo hacía como si estuviera buscando algo.
–¿Ha dicho que era un buen número?
El hombre dirigió su mirada hacia el billete:
–Sí, tiene dos ochos en posición simétrica y suma pares.
–¿Qué quiere decir?
–Si traza usted una línea en mitad del número, la suma de las cifras de la derecha es igual a la de las de la izquierda. En general, eso da suerte.
–¿Y cómo lo sabe usted?
–Es mi trabajo.
La mujer sonrió.
–Tiene razón.
Dejó el dinero sobre la repisa.
–Usted no está ciego –dijo.
–¿Cómo dice?
–Usted no está ciego, ¿verdad?
El hombre se echó a reír.
–No, no lo estoy.
–Qué curioso...
–¿Y por qué debería estar ciego?
–Bueno, los que venden billetes de lotería siempre lo son.
–¿De verdad?
–Quizás no siempre, pero muy a menudo..., creo que a la gente le gusta que sean ciegos.
–¿En qué sentido?
–No lo sé, me imagino que tendrá que ver con toda esa historia de que la fortuna es ciega.
La mujer lo dijo y luego se echó a reír. Tenía una risa hermosa, sin cansancio en su interior.
–Generalmente son muy viejos, y miran a su alrededor como pájaros tropicales en el escaparate de una tienda de animales.
Lo dijo con una gran seguridad.
Luego añadió:
–Usted es distinto.
El hombre dijo que, en efecto, no estaba ciego. Pero viejo sí era.
–¿Cuántos años tiene? –preguntó la mujer.
–Tengo setenta y dos años –dijo el hombre.
Luego añadió:
–A mí ya me va bien hacer este trabajo, no tengo problemas, es un buen trabajo.
Lo dijo en voz baja. Tranquilo.
La mujer sonrió.
–Claro. No quería decir que...
–Es un trabajo que me gusta.
–Estoy segura de ello.
Cogió el billete y lo metió en un bolso negro, elegante. Luego se volvió hacia atrás, como si tuviera que comprobar algo, o ver si había gente esperando, detrás de ella. Al final, en lugar de despedirse y marcharse, dijo algo.
–Me pregunto si le apetecería tomar una copa conmigo.
El hombre acababa de poner el dinero en la caja. Permaneció con la mano suspendida en el aire.
–¿Yo?
–Sí.
–Yo... no puedo.
La mujer lo miraba.
–He de tener el quiosco abierto, no puedo marcharme ahora, no tengo a nadie aquí que..., yo no...
–Sólo una copa.
–Lo siento..., de verdad que no puedo hacerlo.
La mujer asintió con la cabeza, como si hubiera comprendido. Pero luego se agachó un poco hacia el hombre y dijo:
–Véngase conmigo.
El hombre dijo otra vez:
–Lo siento.
Pero ella repitió:
–Véngase conmigo.
Era algo extraño. El hombre cerró el periódico y se bajó del taburete. Se quitó las gafas. Las metió en una funda de paño gris. Luego, con mucho cuidado, se puso a cerrar el quiosco. Hacía un movimiento tras otro, muy lentamente, en silencio, como si fuera una tarde cualquiera. La mujer esperaba de pie, tranquila, como si el asunto no le concerniera. De vez en cuando, alguien pasaba por allí y se giraba para mirarla. Porque parecía estar sola, y era hermosa. Porque ya no era joven, y parecía estar sola. El hombre apagó la luz. Bajó la pequeña puerta metálica y la fijó al suelo con un candado. Se había puesto un sobretodo ligero, que le caía un poco en los hombros. Se acercó a la mujer.
–Ya estoy.
La mujer le sonrió.
–¿Sabe adónde podríamos ir?
–Por aquí. Hay un café donde podemos estar tranquilos.
Entraron en el local, encontraron una mesa, en una esquina, y se sentaron el uno frente a la otra. Pidieron dos vasos de vino. La mujer le preguntó al camarero si tenían cigarrillos. De manera que se pusieron a fumar. Luego hablaron sobre cualquier cosa, y sobre aquellos a los que les tocaba la lotería. El hombre dijo que, generalmente, no conseguían mantenerlo en secreto, y lo más divertido era que la primera persona a la que se lo decían era siempre un niño. Probablemente, había una moraleja en todo aquello, pero él no había conseguido nunca comprender cuál era. La mujer dijo algo sobre las historias que tienen una moraleja y las que no la tienen. Estuvieron un rato así, hablando. Luego, él dijo que sabía quién era ella, y a qué había venido.
La mujer no dijo nada. Se quedó esperando.
Entonces el hombre prosiguió.
–Hace muchos años, usted vio a tres hombres asesinar a su padre, a sangre fría. Yo soy el único, de esos tres, que sigue vivo.
La mujer lo miraba, atentamente. Pero no podía saberse lo que estaba pensando.
–Usted ha venido hasta aquí para buscarme.
Hablaba tranquilo. No estaba nervioso, nada.
–Y ahora ya me ha encontrado.
Luego se quedaron un rato en silencio, porque él ya no tenía nada más que decir, y ella no decía nada.
–Cuando era niña, mi nombre era Nina. Pero todo terminó aquel día. Ya nadie ha vuelto a llamarme con ese nombre.
–...
–Me gustaba: Nina.
–...
–Ahora tengo muchos nombres. Es distinto.
–Al principio, me acuerdo de una especie de orfelinato. Nada más. Luego llegó un hombre que se llamaba Ricardo Uribe y me llevó consigo. Era el farmacéutico de un pueblecito en medio del campo. No tenía ni mujer, ni parientes, nada. Le dijo a todo el mundo que yo era su hija. Él había llegado allí hacía pocos meses. La gente lo creyó. Durante el día me dejaba en la trastienda de la farmacia. Entre un cliente y otro me daba clases. No sé por qué, pero no le gustaba que me fuera sola por ahí. Lo que hay que aprender lo puedes aprender aquí conmigo, decía. Yo tenía once años. Por la noche, se sentaba en el sofá y hacía que me tumbara junto a él. Yo apoyaba la cabeza en su regazo y me quedaba escuchándolo. Explicaba extrañas historias de guerra. Sus dedos me acariciaban el pelo, adelante y atr...