Panorama de narrativas
  1. 160 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Índice
Citas

Información del libro

El Santo, Luca, Bobby y el narrador son cuatro adolescentes de clase media y profundamente católicos. La aparición de Andre, una chica de clase alta y costumbres liberales, supondrá el derrumbe de todas sus certezas. Hasta entonces, han sido jóvenes llenos de grandes palabras (amor, deseo, dolor, muerte...) cuyo auténtico significado desconocen. Al igual que en la historia de Emaús, en la que se relata cómo Cristo, ya resucitado, se apareció a dos de sus discípulos y éstos no supieron reconocerlo hasta que fue demasiado tarde, los cuatro protagonistas se enfrentan a la realidad sin saber reconocer todos sus matices, aferrados a una fe monolítica. «El tema puede descolocarnos –catolicismo, fe, calvario, resurrección–, pero los lectores que disfrutaron con Océano mar, Novecento, Seda pueden estar tranquilos: encontrarán de nuevo a su autor, y en óptima forma» (Domenico Starnone, La Repubblica). «Baricco ha escrito su novela más valiente y más hermosa» (P. di Paolo, Gli altri).

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Información

Año
2011
ISBN
9788433943880
Categoría
Literatura

Emaús

Igual que el amor inmenso fue inmenso el padecer.
Giovanni Battisti Ferrandini, El llanto de María (c. 1732)
Tenemos todos dieciséis, diecisiete años –pero sin saberlo de verdad, es la única edad que podemos imaginarnos: a menudo sabemos el pasado. Somos muy normales, no se concibe otro plan que el de ser normales, es una inclinación que hemos heredado con la sangre. Durante generaciones nuestras familias han trabajado limando la vida hasta eliminar cualquier clase de evidencia –cualquier forma de aspereza que pudiera hacernos visibles para el ojo lejano. Con el tiempo, acabaron adquiriendo cierta competencia en el ramo, maestros de la invisibilidad: la mano, segura; el ojo, sabio –artesanos. Es un mundo en el que, al salir de las habitaciones, uno apaga la luz –los sillones en el salón están forrados con papel celofán. Los ascensores tienen a veces un mecanismo por el que sólo introduciendo una monedita puede uno acceder al privilegio de una subida asistida. El uso para el descenso es gratuito, si bien, por regla general, no se considera esencial. En el frigorífico se conservan las claras de los huevos en un vaso, y al restaurante uno va ocasionalmente, y siempre en domingo. En los balcones, cortinas verdes protegen del polvo de las calles plantitas coriáceas y mudas, que no prometen nada. La luz, a menudo, es considerada una molestia. Por muy absurdo que pueda parecer, vivimos, si es que eso es vivir, agradecidos a la niebla.
De todas formas, somos felices, o por lo menos creemos que lo somos.
Con el equipamiento de serie de la normalidad viene incluido, irrenunciable, el hecho de que somos católicos –creyentes y católicos. En realidad, ésa es la anomalía, la locura con la que refutamos el teorema de nuestra simplicidad, pero a nosotros nos parece todo muy normal, reglamentario. Uno cree y no parece que exista otra posibilidad. No menos baladí: uno cree con avidez, y con hambre; no con una fe tranquila, sino con una pasión incontrolada, lo mismo que una necesidad física, una urgencia. Es la semilla de alguna forma de locura –la condensación evidente de una tempestad en el horizonte. Pero ni padres ni madres leen la borrasca que se avecina, por el contrario, tan sólo leen el falso mensaje de una callada aquiescencia a los designios de la familia: de manera que nos dejan que nos vayamos mar adentro. Jóvenes que pasan su tiempo libre cambiando las sábanas a enfermos olvidados en su propia mierda –esto no se les aparece a ninguno de ellos como lo que en verdad es –una forma de locura. O el gusto por la pobreza, el orgullo por las ropas miserables. Los rezos, el rezar. El sentimiento de culpa, eso siempre. Somos unos inadaptados, pero nadie quiere darse cuenta de ello. Creemos en el Dios de los Evangelios.
De manera que el mundo tiene, para nosotros, confines físicos muy inmediatos, y confines mentales fijos igual que una liturgia. Y ése es nuestro infinito.
Más lejos, más allá de nuestras costumbres, en un hiperespacio del que no sabemos casi nada, están esos otros, figuras en el horizonte. Lo que salta a la vista es que no creen –aparentemente no creen en nada. Pero también cierta desidia ante el dinero, reflejos brillantes de sus objetos y de sus gestos, la luz. Lo más probable es que, simplemente, sean ricos –y nuestra mirada es la mirada desde abajo de toda burguesía sorprendida en el esfuerzo de su ascensión –miradas desde la penumbra. No sé. Pero percibimos claramente que en ellos, padres e hijos, la química de la vida no produce fórmulas exactas sino espectaculares arabescos, como si hubiera olvidado su función reguladora –ciencia ebria. La consecuencia que se deriva de ello son existencias que no comprendemos –escrituras cuya clave se ha perdido. No son morales, no son prudentes, no sienten vergüenza, y son así desde hace un montón de tiempo. Evidentemente, pueden contar con graneros repletos hasta lo inverosímil, porque malgastan sin cálculo la cosecha de las estaciones, ya sea dinero, pero también mero saber, o experiencia. Mezclan indistintamente bien y mal. Queman la memoria, y en las cenizas leen su futuro.
Van solemnes, e impunes.
Desde lejos, nosotros los dejamos pasar ante nuestros ojos y luego, a lo mejor, también por nuestros pensamientos. Incluso puede ocurrir que en su líquida y cotidiana ordenación la vida nos lleve a rozarnos con ellos, por casualidad, suspendiendo por breves instantes las distinciones que surgen naturales. Los que se mezclan son los padres, por regla general –alguno de nosotros de tanto en tanto, una amistad pasajera, una chica. De manera que podemos mirarlos de cerca. Cuando, más tarde, reculamos hasta nuestras posiciones –no verdaderamente echados hacia atrás, sino más bien liberados de la tarea–, permanecen en la memoria algunas páginas abiertas, escritas en su lengua. El sonido pleno, rotundo, que tañen las cuerdas de sus padres en el juego del tenis, cuando las raquetas golpean la pelota. Las casas, sobre todo las del mar o la montaña, de las que a menudo parecen olvidarse ellos –sin problemas les dejan las llaves a sus hijos, en las mesitas todavía hay vasos polvorientos de alcohol, y en los rincones esculturas antiguas, como en un museo, pero por los armarios asoman zapatos de charol. Las sábanas, negras. Las fotografías, bronceadas. Cuando uno estudia con ellos –en casa de ellos– el teléfono suena sin parar y allí vemos a las madres, que a menudo piden disculpas por algo, pero siempre riendo, y con un tono de voz que no conocemos. Luego se acercan y nos pasan una mano por el pelo, diciendo algo igual que chiquillas, y presionando su pecho contra nuestro brazo. Luego está el servicio, y horarios imprudentes, como improvisados –no parecen creer en el poder salvífico de las costumbres. No parecen creer en nada.
Es un mundo, y Andre viene de allí. Distante, aparece de vez en cuando, siempre en historias que no nos conciernen. A pesar de que tenga nuestra edad, por regla general suele estar con los mayores, y esto la hace todavía más extraña, y eventual. Nosotros la vemos –resulta difícil decir si ella nos ve alguna vez. Probablemente ni siquiera conoce nuestros nombres. El suyo es Andrea, que en nuestras familias en un nombre de varón, pero no en la suya, donde incluso a la hora de poner nombre tienen, instintivamente, cierta inclinación al privilegio. Y además no se han quedado ahí, porque es que luego la llaman Andre, con acento en la A, y es un nombre que existe sólo para ella. De manera que siempre ha sido, para todos, Andre. Es, naturalmente, muy bella, casi toda esa gente lo es, pero es necesario decir que ella lo es de una forma particular, y sin quererlo. Tiene algo de masculino. Cierta dureza. Eso nos facilita las cosas –nosotros somos católicos: la belleza es una virtud moral y no tiene nada que ver con el cuerpo, de manera que la curva de un trasero no significa nada, ni el ángulo perfecto de un tobillo tiene por qué representar nada de nada: el cuerpo femenino es objeto de un sistemático aplazamiento. En definitiva: todo lo que sabemos de nuestra inevitable heterosexualidad lo hemos aprendido de los ojos oscuros de un amigo del alma, o de los labios de un compañero del que hemos sentido celos. La piel, de vez en cuando, con gestos que esbozamos sin comprender, bajo las camisetas de fútbol. Al final, es lógico que las muchachas un poco masculinas nos resulten más gratas. Andre, para esto, es perfecta. Lleva el pelo largo, pero con el furor de un indio americano –nunca se la ha visto arreglándoselo o peinándoselo, lo lleva y basta. Toda su maravilla está en el rostro –el color de los ojos, el ángulo de los pómulos, la boca. No parece necesario mirar nada más –su cuerpo es únicamente una forma de estar, de apoyar el peso, de marcharse –es una consecuencia. Ninguno de nosotros se ha preguntado nunca cómo será debajo del jersey, no es urgente saberlo, y el asunto nos resulta agradable. Nos basta, a todos, con su forma de moverse, a cada instante –una elegancia heredada de gestos y de medias voces, prolongación de su belleza. A nuestra edad nadie controla realmente el cuerpo, caminamos con la indecisión del potrillo, tenemos voces que no son nuestras: pero ella parece antigua, hasta tal punto conoce, de todas las formas de estar, los matices, por instinto. Está claro que las demás chicas tantean las mismas posturas, y entonaciones, pero rara vez lo consiguen, porque es una construcción lo que en ella es un don, una gracia. En el vestirse, lo mismo que en el estar, a cada instante.
Así, desde lejos, nos sentimos hechizados, como hechizados se sienten, todo hay que decirlo, también los demás, todos. Los chicos mayores conocen su belleza, y hasta incluso los viejos, que tienen cuarenta años. La conocen sus amigas, y todas las madres –y la suya, igual que una herida en el costado. Todos saben que es así y que nada puede hacerse al respecto.
Que nosotros sepamos, no hay nadie que pueda decir que ha sido el novio de Andre. Nunca la hemos visto ir de la mano con nadie. O un beso –ni siquiera un leve gesto sobre la piel de un chico. No es propio de ella. No le interesa gustar a nadie –parece empeñada en algo diferente –más complicado. Hay chicos por los que debería sentirse atraída, muy diferentes a nosotros, obviamente, como los amigos de su hermano, bien vestidos, hablan con un acento extraño, como si se empeñaran en abrir poco los labios. Si se pusieran, incluso habría también varones adultos que a nosotros nos parecen aborrecibles y que revolotean a su alrededor. Gente que tiene coche. Y de hecho puede ocurrir que veamos marcharse a Andre con ellos –en los aborrecibles coches o en las motos. Sobre todo, de noche –como si la oscuridad se la llevara hacia un cono de sombra que no queremos comprender. Pero todo esto no tiene nada que ver con la marcha natural de las cosas –de chicos y chicas que salen. Es como una secuencia a la que le han arrebatado determinados pasajes. De ella no se infiere eso que nosotros llamamos amor.
De manera que Andre no es de nadie –pero nosotros sabemos que, al mismo tiempo, es de todos. Puede que haya una parte de leyenda, indudablemente, pero lo que se dice y se cuenta por ahí resulta rico en detalles, como de quien de verdad hubiera visto, y sabe. Y nosotros la reconocemos en esos relatos –nos resulta dificultoso visualizar todo lo demás, pero ella, allí en medio, es justamente ella. Su manera de actuar. Espera en los aseos del cine, apoyada en la pared, y ellos van uno tras otro, a tirársela, sin que ella se dé siquiera la vuelta. Se marcha de allí, luego, sin regresar a la sala para recoger su abrigo. Se van de putas con ella, y ella se ríe mucho mientras permanece en un rincón, mirando –si se trata de travestis, los mira y los toca. No bebe nunca, no fuma, folla lúcidamente, sabiendo que lo está haciendo y, se dice, siempre en silencio. Circulan por ahí unas polaroid, que nosotros nunca hemos visto, en las que ella es la única mujer. No le importa que le hagan fotos, no le importa que a veces sean los padres, luego los hijos; no parece importarle nada de nada. Cada mañana, vuelve a no ser de nadie.
Para nosotros resulta difícil de entender. Por las tardes vamos al hospital, el de los pobres. A la sección masculina, urología. Debajo de las mantas los enfermos no llevan pantalones de pijama, sino un tubito de goma metido en la uretra. El tubito está conectado a otro tubito, un poco más grande, que acaba en una bolsa de plástico transparente, que está sujeta en el lateral de la cama: así es como mean los enfermos, sin darse cuenta, o sin tener que levantarse. Todo termina en la bolsa transparente –la orina es acuosa, o más oscura, hasta el rojo de la sangre. Lo que nosotros hacemos es vaciar esas benditas bolsas. Hay que desconectar los dos tubitos, descolgar la bolsa, ir al lavabo llevando en la mano ese odre lleno y vaciarlo todo en la taza del váter. Luego volvemos a la crujía y recolocamos cada cosa en su sitio. Lo difícil es el asunto ese de desconectar –aprietas con los dedos el tubito que está metido en la uretra y tienes que dar un tirón, porque si no lo haces así el tubito no se sale de dentro del otro tubito, el de la bolsa. De manera que uno intenta hacerlo con cuidado. Lo hacemos mientras hablamos –les decimos algo a los enfermos, algo alegre, mientras, inclinados sobre ellos, intentamos no hacerles demasiado daño. A ellos, en ese momento, no les importan un carajo nuestras preguntas, porque están pensando únicamente en esa sacudida en el rabo, pero responden, entre dientes, porque saben que lo de hablar lo hacemos por ellos. Las bolsas se vacían sacando un taponcito rojo que está en la punta de abajo. A menudo queda en el fondo arenilla, como los posos de una botella. Entonces hay que enjuagarlo bien. Hacemos esto porque creemos en el Dios de los Evangelios.
En cuanto a Andre, hay que decir que una vez la vimos con nuestros propios ojos, en un bar –a esa hora de la noche, sofás de piel y luces tenues, y mucha de esa gente –nosotros estábamos allí por error, porque nos apetecía un bocadillo a esa hora de la noche. Andre estaba sentada, otros estaban sentados, todos eran de esa gente. Ella se levantó y salió pasando cerca de nosotros –fue a apoyarse en el capó de un coche deportivo, en doble fila, las luces de posición encendidas. Llegó uno de ésos, abrió el coche y se subieron los dos. Nosotros estábamos comiendo el bocadillo, de pie. No se movieron de allí –no debía de suponerles ningún problema que los coches pasaran por el lado –e incluso algún transeúnte, raro. Ella se agachó, metiendo la cabeza entre el volante y el pecho del chico: éste se reía, mientras tanto, y miraba al frente. Estaba la portezuela ocultándolo todo, como es obvio, pero de vez en cuando por la ventanilla se veía la cabeza de ella levantándose –echaba un vistazo afuera, según un ritmo muy suyo. Una de esas veces él le puso la mano en la cabeza para empujársela hacia abajo nuevamente, pero Andre se la sacó de encima con un gesto rabioso y gritó algo. Nosotros seguíamos comiéndonos el bocadillo, pero estábamos como hechizados. Durante una rato siguieron en esa ridícula posición, sin hablar –Andre parecía una tortuga con la cabeza fuera. Pero luego la bajó de nuevo, por detrás de la portezuela. El chico dobló el cuello hacia atrás. Nosotros nos acabamos el bocadillo, y al final el chico se bajó del coche: reía y se colocaba la chaqueta para que le sentara bien. Entraron de nuevo en el bar. Andre nos pasó por delante y miró a uno de nosotros como si intentara recordar algo. Luego fue a sentarse de nuevo en el sofá de piel.
Eso era una mamada de las de verdad, dijo luego Bobby, que sabía lo que era eso –el único de nosotros que sabía, bien, qué era una mamada. Había tenido una novia que se las hacía. Confirmó por tanto que era una mamada, no cabía ninguna duda. Seguimos caminando en silencio, y estaba claro que cada uno de nosotros estaba intentando colocar las cosas en su sitio, para imaginarse de cerca lo que había pasado por detrás de la portezuela del coche. Nos estábamos formando una imagen en la cabeza y observábamos el primer plano. Trabajábamos con lo poco que teníamos: yo tenía guardado exactamente el escorzo de mi novia, en cierta ocasión, con la punta de mi polla en la boca, pero muy poquito, la sujetaba así, sin moverse, y con los ojos extrañamente abiertos, un poco demasiado abiertos. De ahí a imaginarse a Andre, no resultaba nada fácil, indudablemente. Pero mejor le habrá ido a Bobby, seguro, y tal...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo
  3. Emaús
  4. Créditos