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  1. 352 páginas
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Entre el ensayo y la narración, y escrito con un estilo ágil y claro, propone un modo de pensar a la contra de nuestros miedos.

El miedo es, según Lucrecio, el «aguijón invisible» que nos nubla la mente, nos roba el sueño, nos aparta del mundo y nos hace egoístas y crueles. No es extraño que tantos filósofos lo hayan visto como el principal obstáculo para alcanzar una buena vida buena, esto es, placentera y al mismo tiempo bondadosa.

Siguiendo los cuatro momentos de la filosofía clásica, este libro nos muestra de qué modo el miedo nos lleva a exagerar las amenazas, minusvalorar nuestras resistencias y confundir nuestra razón (cognoscitiva); de qué modo nos aparta del mundo, impidiéndonos conocerlo, recorrerlo e inscribirnos en él (ontología); de qué modo multiplica las pasiones tristes, como la ira, la vergüenza o la desesperanza, llegando a hacernos crueles, pues es natural desear destruir o apartar aquello que sentimos como una amenaza (ética); y de qué modo erosiona el lazo político, volviéndonos desconfiados y solitarios, para arrojarnos, finalmente, a los brazos de los traficantes del miedo, que prometen protegernos de las amenazas que ellos mismos exageran o provocan, a cambio de que les entreguemos nuestra libertad (política).

Este libro no se conforma con describir los efectos del miedo, sino que también recupera las principales prácticas filosóficas que se opusieron a él: el tetrapharmakon o «medicina cuádruple» de los epicúreos, la epoché o «suspensión de juicio» de los escépticos, la parresía o «franqueza» de los cínicos, el humor tierno de los humanistas, el amor a la libertad de Spinoza, el sapere aude de los ilustrados, el amor fati o «amor al destino» de Nietzsche… A los que añade numerosos escritores, pues, como dijo Roberto Bolaño, no hay nadie en el mundo más valiente que un poeta.

Ágil y claro, organizado en breves capítulos que no temen jugar con el humor, el aforismo, el ensayo y la narración, este libro propone un modo de pensar a la contra de nuestros miedos.

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Información

Año
2022
ISBN
9788433944009

1. Luz de gas

1.1. DEIMOS Y PHOBOS

... las cosas se vuelven más paradójicas a medida que nos acercamos a la verdad.
CHESTERTON, «Filosofía de las islas»
§ El archipiélago del miedo. En una de sus cartas, Newton se describe como un niño que recoge guijarros de espaldas al océano. Así me siento yo al empezar este libro. ¿Qué guijarros coger? ¿Por dónde empezar a buscar? ¿Debo dirigirme hacia el norte o hacia el sur? ¿Empezaré definiendo el miedo, cuando la realidad es justo lo que queda después de haber acabado de definirla? ¿Enumeraré todas las teorías que existen al respecto, cuando se contradicen constantemente, y son tantas que nunca lograré familiarizarme con todas? Y, aun cuando lo lograse, ¿con qué criterio exterior podría compararlas y elegir? ¡Basta! Empezaré como Homero, narrando un naufragio, y ya luego iré explorando las islas que la bruma desvele.
Tengo un mapa. Es un pergamino viejo y olvidado, como los que sirven para buscar tesoros. Pero mi objetivo no es encontrar el cofre sellado de la verdad, sino escaparme, como Robinson, de las sucias calles de Londres, para arrojarme al mundo. Es mi runaway to sea. Como en casi todo, me guío por los filósofos y los escritores clásicos (e incluyo en ese grupo a humanistas, libertinos e ilustrados). Siguiendo sus pasos, me detendré en cuatro islas. Primero exploraré las escarpadas costas del peñón de la cognoscitiva (que los antiguos llamaban «canónica»), para ver de qué modo el miedo altera con sus tinieblas nuestro conocimiento de la realidad. Después me detendré en la isla volcánica de la ontología (la «física» de los antiguos), donde estudiaré cómo el temor nos aparta del mundo, impidiéndonos acceder a las fuentes de la vida: el alimento, la reproducción, la amistad. En la isla de la ética, donde los manglares se adentran en el mar, veré cómo el temor nos impide alcanzar una buena-vida-buena, esto es, una vida feliz (ética) y benévola (moral). Para ello, tendré que enfrentarme a los caníbales de la moral religiosa, de la «happycracia» neoliberal y de la literatura de autoayuda (que no es literatura, ni jamás ayudó a nadie). Y acabaré en la más movida de las islas, la isla flotante de la política, la última Thule del pensamiento, en la que los mercaderes del miedo se han hecho fuertes, y tienen esclavizada a toda la población.
Como suele decirse, un archipiélago es un conjunto de islas unidas por aquello que las separa. Lo que separará a esas islas es mi ignorancia oceánica de la exacta topografía de estas islas; lo que las unirá, mi vocación homérica de naufragar con curiosidad y coraje, y también con el deseo de trabar nuevas amistades, en todas ellas.
§ Balística de sombras. ¿Cuántas veces nos ha sucedido? Tememos una situación (quizá escribir un ensayo), pasamos días angustiados dándole vueltas, nos la hemos imaginado del derecho y del revés, y, cuando todo pasa, lo primero que nos viene a la mente es: «¿Ya está? ¿Era esto?» ¿De qué sirvieron todos nuestros intentos por analizar, prever o prevenir lo que nos angustiaba? Para conocerlo no, ciertamente, puesto que se nos escapó lo más importante, esto es, que no era tan doloroso o peligroso como nos lo imaginábamos. El miedo es una especie de eclipse cognoscitivo que cubre nuestros sentidos con una niebla amenazadora, que solo cuando se retira nos deja volver a ver con cierta claridad. Entonces, como le sucede al insomne cuando el cielo clarea, nos sorprendemos, y aun nos avergonzamos, de habernos dejado asustar por vagas impresiones infantiles. Lo que quiero pensar ahora, justamente, es el eclipse del miedo. Ver cuándo se produce, durante cuánto tiempo y, sobre todo, de qué modo podemos orientarnos mientras dura.
En un relato de Chesterton, el detective descubre al asesino porque su sombra, que alguien vio proyectada de noche sobre un muro, no presentaba ninguna deformación. Partiendo de la consideración de que las sombras siempre deforman el cuerpo que las proyecta, el detective concluye que una sombra sin ningún tipo de deformación debe corresponder a un cuerpo deforme, como era, en efecto, el caso, ya que el asesino era un ser enano y jorobado al que los azares de la penumbra dotaron de una sombra «normal». Yo también deseo realizar una balística de sombras que nos permita traducir las deformantes siluetas del miedo en los benévolos perfiles del día.
§ Deimos y Phobos. Decía Nietzsche que el diccionario es el cementerio de las palabras. Empecemos levantando la lápida del miedo. Vaya por Dios, de una palada he partido su cuerpo en dos. Y es que el término «miedo» es un concepto ambivalente, que designa tanto un sistema de conocimiento y motivación como su desarreglo generalizado. Para distinguir ambos niveles de significación, recurriremos a los términos griegos: «deimos», para referirnos a un miedo proporcionado y racional, que permitiría una acción adecuada, y «phobos», para designar un miedo desproporcionado e irracional, que supondría un desarreglo de nuestras capacidades de acción. Dicha distinción será una constante en todo el pensamiento occidental, desde la teoría aristotélica del justo medio, que defenderá el valor ajustado frente a la cobardía y la temeridad, hasta la psicología contemporánea, que distingue entre miedo normal y miedo patológico. Intentaré pensar los dos, pues, como dice Fitzgerald, la inteligencia es la capacidad de mantener dos ideas contrarias en la cabeza sin que esta estalle. Leámoslo con una fregona cerca, por si acaso.
§ Ecce signum! El miedo es una de las sensaciones más desagradables que el ser humano puede llegar a experimentar. Por eso, cuando lo sentimos, nuestro primer impulso es desear (y solo a veces intentar) que desaparezca. Probamos, entonces, a huir de la persona que nos lo inflige, y a veces incluso de la persona que lo siente, esto es, de nosotros mismos. No nos importa que la huida pase por renunciar a nuestra libertad (cuando nos sometemos), a nuestra identidad (cuando nos autocensuramos) o incluso a nuestra propia vida (cuando adoptamos comportamientos autodestructivos o nos suicidamos). El miedo es una redundancia, pues quien teme morir ya está muerto de miedo.
Más. El miedo es una sensación tan desagradable, que no solo deseamos dejar de sentirlo «por esta vez», sino «de una vez por todas». Es el viejo deseo de no volver a sentir miedo nunca más. Puede que esta sea la razón por la que el cuento que muchos niños prefieren escuchar (y no menos adultos prefieren contar) sea el de «Juan sin miedo». Pero, como suele suceder con todos los deseos, sería una desgracia que este nos fuese concedido, por la sencilla razón de que, si desconociésemos el miedo, nuestras peores pesadillas no tardarían en hacerse realidad.
Pensemos, por ejemplo, en otra sensación desagradable, más desagradable, si cabe, que el miedo. Hablo del dolor. Nadie dudará jamás que lo más deseable es dejar de sentir dolor. Pero una cosa es desear que este dolor que sufro aquí y ahora desaparezca y otra muy diferente desear no volver a sentir jamás dolor. El cumplimiento de ese deseo es realizable, pero no bajo la forma de una bendición, sino, antes bien, bajo la forma de una desgracia: la lepra.
Porque dicha enfermedad provoca un adormecimiento de las terminaciones nerviosas que hace que aquel que la padece no pueda sentir ningún dolor, ni, por las mismas razones, ningún placer. Quizá haya alguien dispuesto a sacrificar el placer a cambio de no sentir dolor. Entiendo ese deseo en el caso de aquellas personas que sufren mucho. Pero, en el resto de los casos, que es la infinita mayoría, me parece un precio demasiado elevado.
Dejando a un lado la cuestión del placer (al que más adelante le daré, con Epicuro, un papel fundamental), no poder sentir dolor es, en sí mismo, un problema grave. Al fin y al cabo, el dolor nos dice cuándo debemos dejar de presionar una llave encallada o cuándo una herida se ha infectado. Y cuando no nos puede avisar de ello, la llave rasga la piel de nuestros dedos y la herida se infecta. De ahí, las gangrenas, las amputaciones, las septicemias, y la muerte.
La lepra es, pues, el deseo concedido de no sentir dolor. Y eso es un peligro, porque el dolor, como el miedo, es un sistema de conocimiento y de motivación. De conocimiento porque nos informa de un peligro (seguir apretando la llave) o de un problema (el inicio de una infección); de motivación porque nos mueve a solucionar (dejando de apretar antes de hacernos una herida) o a remediar (limpiando la herida y tomando antibióticos) aquello que nos perjudica.
La tristeza funciona de un modo semejante. Primero nos informa de que estamos llevando una vida contraria a nuestros deseos, a nuestro sentimiento moral o a nuestro proyecto existencial, para luego incitarnos a actuar con el objetivo de disminuir esa dolorosa incongruencia. Y, aunque la filosofía estoica y la teología cristiana conciban al sabio como un ser permanentemente sereno o feliz, el improbable cumplimiento de sus deseos daría lugar a una especie de lepra espiritual. ¿Por qué? Porque sin la tristeza no sabríamos ubicar nuestras heridas espirituales (la inautenticidad, la maldad, la impotencia, el abandono), ni podríamos, por lo tanto, ponerles remedio no ya con antibióticos, sino cambiando de algún modo nuestra vida, o nuestra sociedad, pues buena parte de nuestras tristezas tienen un origen político.
Afortunadamente, no solo las sensaciones dolorosas o aversivas nos informan y motivan, sino también las placenteras. En La energía espiritual Henri Bergson dijo, con felicidad, que la alegría es «un signo preciso» con el que la naturaleza nos avisa «de que hemos alcanzado nuestro destino». Ecce signum! ¡Ese es el signo! También el placer o la serenidad o el orgullo, entre muchas otras sensaciones deseables (algunas de las cuales ni siquiera tienen nombre), nos informan de que estamos en el camino adecuado, y nos exhortan a permanecer o a persistir en él. Por eso para Montaigne el hedonismo no consiste tanto en buscar directamente los placeres como en disponer la propia existencia de tal modo que estos la sigan, igual que la vegetación sigue en la superficie el curso de los ríos subterráneos.
§ Cortocircuitos. Pero a veces el sistema se sobrecalienta y las emociones que lo componen se vuelven demasiado intensas. Entonces, en vez de informarnos y motivarnos, lo que hacen es distorsionar nuestra percepción, confundir nuestro razonamiento o bloquear nuestra voluntad. En otras ocasiones nos olvidamos de que son solo un medio y las erigimos en un fin en sí mismo, o en un estado permanente del cual no logramos (ni queremos) salir. Cuando las emociones desagradables se alargan en exceso, corremos el riesgo de instalarnos en un estado de excepción permanente que acabará desgastándonos física y psicológicamente, lo cual disminuirá, a su vez, nuestra libertad. Pero el miedo, la tristeza o el dolor no son una habitación en la que podemos instalarnos cómodamente, sino un pasillo (de emergencia) que debemos recorrer.
Son muchas las ocasiones en las que la tristeza se vuelve tan intensa que no nos permite actuar para ponerle remedio. Caemos, entonces, en la depresión o en la melancolía, que Victor Hugo definió como la alegría de estar triste, y Freud como la incapacidad de hacer el duelo. También el miedo se desboca, impidiéndonos evaluar correctamente la situación en la que nos hallamos y tomar las decisiones adecuadas; o se resiste a transformarse en acción, una vez que ha cumplido su función informativa, llenándonos de ansiedad, frustración o vergüenza.
Aunque parezca mentira, también las emociones agradables pueden desaforarse. Una vida de placer o de euforia intensos y permanentes, aparte de ser imposible, resultaría agotadora y, quizás, mortal. Y no solo porque nuestra psique no lo resistiría, sino también porque acabaría sumiéndonos en la desorientación cognoscitiva y existencial más profunda. ¿Qué podríamos desear si todos nuestros deseos estuviesen colmados de antemano? Y, sin deseos, ¿no caeríamos en la abulia y en la depresión? Como decía Oscar Wilde, hasta la virtud tiene sus vicios.
§ Matar al mensajero. Pero ¿cuál es el mensaje que el miedo nos entrega? Es importante detenerse a pensarlo. ¿Cuáles son los derrumbes, los ataques o los incendios de los que nos habla? Antes de nada, debemos tener en cuenta que este no solo nos avisa de los peligros físicos, sino también de las amenazas existenciales. Le tenemos tanto miedo a no ser amados o a no culminar nuestros proyectos como a enfermar o a morir. Podemos llegar, incluso, a suicidarnos cuando lo primero sucede. Este miedo existencial funciona, pues, como un aviso de que nuestra vida ha adoptado una dirección equivocada que deberíamos abandonar. Más directo que el «eterno retorno», de Nietzsche, el miedo nos indica que no solo no queremos repetir una y otra vez aquello que estamos viviendo, sino que deseamos dejar de vivirlo inmediatamente.
El miedo también puede informarnos acerca de quiénes somos. Según dice Lucrecio, en su De rerum natura, «los peligros descubren a los individuos, les hacen conocerse en los infortunios, ya que entonces por fin del hondo pecho son proferidas voces verdaderas: la máscara se quita y queda la realidad». Por su parte, Borges le hizo decir a uno de los personajes de «La otra muerte» que, «antes de entrar en batalla, nadie sabía quién es», pues «alguien podía pensarse cobarde y ser un valiente, y asimismo al revés». Mas no debemos caer en la tentación de concebir la identidad como una esencia oculta y estable que el peligro haría emerger. La identidad no es un tesoro (o un cadáver) enterrado. Sería mejor entender el miedo, siguiendo a Jaspers, como una situación límite que no revela sino que produce una identidad. El matiz es importante. En el primer caso no habría libertad, y los valientes y los cobardes lo serían de forma fatal. En el segundo, en cambio, sí la habría, y nadie sabría quién es realmente hasta la hora de la verdad, para la cual uno podría o debería prepararse. Así es como entendía Montaigne el dictum clásico de que «la filosofía es aprender a morir».
En otras ocasiones, el miedo nos da a conocer a las personas que nos rodean. En una fábula de Esopo, un oso ataca a dos amigos que cruzan un bosque. Uno de ellos sube precipitadamente a un árbol sin detenerse a ayudar a su compañero. Este se hace el muerto, y el oso, tras husmearlo, abandona el lugar sin hacerle daño. Convencido de que la fiera le había hablado al oído, el hombre del árbol le preguntó a su amigo qué le había dicho. Y este le respondió que el oso le había aconsejado que no debería viajar con personas que abandonan a sus amigos al primer peligro que se presenta.
El miedo también puede informarnos sobre la calidad humana de las personas que nos rodean. Si sentimos miedo de ser rechazados o burlados, quizá es que no estamos rodeados de la gente adecuada. A lo mejor son invasivos y dominantes, o a lo mejor es un rebaño que magnifica con sus temblores nuestros temores. En cambio, cuando tememos por la vida de otra persona (un padre enfermo, un hijo perdido o un desconocido desesperado), ese miedo altruista nos los descubre bajo una luz especial. Puede que nos recuerde nuestro amor, quizá olvidado o aturdido por las prisas. O puede revelarnos la maravilla ...

Índice

  1. Portada
  2. PRÓLOGO
  3. 1. Luz de gas
  4. 2. Vivir me mata
  5. 3. Odiseo antitheos
  6. 4. Ampliación del campo de batalla
  7. BIBLIOGRAFÍA
  8. AGRADECIMIENTOS
  9. Créditos