Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 240 páginas
  2. Spanish
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Narrativas hispánicas

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La primera novela de Mariana Enriquez: tres adolescentes se asoman al abismo de las drogas, la destrucción y el amor.

En el Buenos Aires nocturno, sórdido y vibrante de los años noventa del siglo pasado se mueven dos personajes: Facundo, un joven de belleza inalcanzable que se prostituye para sobrevivir y tiene miedo de dormir solo por las pesadillas que sufre, y Narval, un chico perseguido por seres oscuros y macabras alucinaciones. Un tercer personaje, la inestable Carolina, completa el trío, que se asoma al abismo de las drogas, la violencia, la destrucción y el amor.

Escrita con diecinueve años y publicada en 1995, cuando la autora tenía veintiuno, esta primera novela de Mariana Enriquez estuvo largos años descatalogada y devino obra de culto.

Leer ahora Bajar es lo peor permite acceder a los orígenes de la potente escritura de Enriquez y comprobar cómo en su debut como narradora ya aparecen muchas de las obsesiones que configurarán su universo literario. Pero el rescate de la obra no obedece solo a razones arqueológicas, pues, más allá de ellas, el texto ha resistido con brío el paso del tiempo, y su lectura permite descubrir que no es en absoluto una titubeante novela primeriza. Es una novela vampírica sin vampiros y una novela gótica sin castillos embrujados, cargada de un malditismo con ecos de Baudelaire y Rimbaud, y con una banda sonora de rock underground, dark y punk. Es un cruce –como la autora confiesa en el prólogo– entre Mi Idaho privado de Gus Van Sant y Entrevista con el vampiro. Y es, por encima de todo, una tenebrosa y fascinante historia de adolescentes convertidos en ángeles caídos, en la que se entrecruzan la muerte y la belleza.

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Información

Año
2022
ISBN
9788433944085
Categoría
Literatura

Primera parte

Hustlers of the world, there is one Mark you cannot beat: The Mark Inside...
WILLIAM S. BURROUGHS
Nada es cierto ni falso, el pensamiento es el que hace que lo sea. Y, cuando te empujan más allá del límite, tus pensamientos te acompañan y no te sirven de nada.
HENRY MILLER

1

Amanecía. La humedad y el calor pegaban las sábanas a la espalda de Narval, que se desperezó y se asomó por la ventana. Los barcos inmóviles estaban iluminados fantasmagóricamente por las primeras luces del sol; la habitación también empezaba a aclararse: la cama revuelta, el lavatorio sucio en un rincón, la jeringa y la cuchara tiradas en el piso. Narval no conocía el lugar; ni siquiera podía recordar cómo había terminado ahí. Recorrió la pieza con la mirada. Nada por ningún lado, salvo una mugre colosal.
–Con quién habré estado anoche –se dijo en voz baja, aunque lo sabía y trataba de sacarse la idea de la cabeza, fingir que lo había olvidado. Se frotó los antebrazos con las manos; tenía frío y estaba mareado.
Se puso la campera y comenzó a bajar. Había dormido vestido, incluso llevaba puestas las botas.
Caminó por el puerto, las botas chasqueando contra el empedrado. Se sentó con las piernas colgando hacia el agua. El olor del Riachuelo era casi insoportable, pero Narval se acostumbró enseguida y se quedó mirando los retorcidos hierros del puente hundidos en el agua negra. En realidad, estaban bastante derechos, pero la sensación que daba mirarlos era de hierros retorcidos. El chasquido del agua sucia golpeando contra el monstruo de metal negro le ponía la piel de gallina, lo mismo que la grasa pegoteada, como si el Riachuelo fuera algo vivo, viscoso y oscuro que no quería emerger y besaba los barcos y el puente.
Los barcos. Para él, los barcos nunca zarpaban, siempre estaban inmóviles, muertos, abandonados. Fantasmas gigantes, rodeados por la niebla del amanecer, una niebla que hacía que las cosas se vieran como a través de un vidrio empañado.
Se tanteó el pecho y la camisa buscando cigarrillos. Encendió uno: la ceniza cayó en el agua aceitosa, flotó un instante y se hundió. Como no soplaba ni una brisa, podía hacer esos anillos de humo en los que era experto. Una chupada, una seguidilla de anillos perfectos, otra chupada y un anillo grande y otro chiquito que se metía dentro del primero. Asqueado, tiró el cigarrillo por la mitad. Tenía la boca pastosa de nicotina y el estómago revuelto por no comer. Casi inconscientemente comenzó a arrancarse las puntas florecidas del pelo mientras tarareaba «Mambrú se fue a la guerra, no sé cuándo vendrá».
Iba a hacer calor otra vez; el sol empezaba a quemarle los ojos, y aunque Narval odiaba eso, nunca podía conservar un par de anteojos negros, siempre los perdía. Dio vuelta los bolsillos para buscar algo de plata. Encontró unas monedas y una papela. La idea era iniciar el día con un vino y un pico.
Empezó a caminar y, aunque a la cuadra se dio cuenta de que le dolía demasiado todo el cuerpo, decidió seguir. En un kiosco abierto las veinticuatro horas compró un vino y con el vuelto se preparó para esperar el colectivo, odiando el amanecer casi tanto como la resaca que tenía encima.
Un viaje interminable y el pánico de haber perdido las llaves que, después de cuadras y cuadras de revolver los bolsillos, aparecieron en el de atrás.
El olor de su departamento se estaba volviendo insoportable y, además, tenía que cambiarse los pantalones de una buena vez.
Siempre es tan complicado picarse solo, pensó Narval, frunciendo la nariz ante el intenso olor a fritura que llegaba desde la calle y le daba arcadas. Sintió un sabor amargo en el fondo de la boca y aguantó las ganas de vomitar; siempre es tan complicado picarse borracho, pensó. La cucharita le temblaba en la mano, la impaciencia no le dejaba cargar la jeringa. Rió satisfecho cuando lo logró.
El dolor de la aguja hundiéndose en el brazo amoratado y una presión en el vientre. Las manos temblando, los labios pálidos mordidos hasta enrojecer. Una gota de sangre en los vaqueros y un martillazo en la nuca, el cerebro cargado de azul electricidad, el zumbido en los oídos.
Cerró los ojos.
Y el miedo a mandar de más y ganar. La muerte tirando de la oreja, el corazón latiendo enloquecido.
–La última vez –murmuró–. Respirar hondo y tranquilizar el corazón y dejarse llevar. Ya llegamos.
Se estiró hasta el grabador y descubrió que no andaba. Era inútil: estaba roto desde hacía tiempo y nunca se acordaba hasta que quería escuchar música. Puteando en voz baja, cerró la puerta con llave y bajó las escaleras. No podía quedarse ahí de ninguna manera.
Pasó horas caminando por cualquier lado, sin poder parar. Las luces se le aproximaban flotando misteriosamente, la calle se transformaba en un caleidoscopio rojo, amarillo y verde. No era tan terrible que la calle se convirtiera en un semáforo giratorio gigante. Había cosas peores. Era peor que aparecieran los que lo seguían, por ejemplo. Narval los había bautizado Ella y los Otros, para ponerles un nombre. No sabía de dónde habían salido ni por qué estaban detrás de él: una tarde, la ciudad se había vuelto negra, como si de golpe se hubiera hecho de noche, y Ellos habían aparecido entre la gente y lo habían perseguido y le habían mostrado cosas horrendas. Ellos tres: una mujer espantosa, un hombre sin ojos y otro con arañas recorriéndole el cuerpo. Podían salir de cualquier lado; una persona podía darse vuelta y ser uno de Ellos, podían salir de una puerta, podían hacer cualquier cosa. Nadie parecía verlos, salvo Narval. O, a lo mejor, la gente hace como que no se da cuenta de que Ellos están ahí. Nunca se sabe, pensaba Narval.
También podía pasar que la calle se convirtiera en un lodazal del que emergían manos que querían tirarlo hacia abajo. También podían aparecer hombres desnudos y malolientes que le tiraban cachos de carne desde los árboles. Y ahí te quiero ver, sonrió Narval, ahí te quiero ver, cuando hay que caminar derechito como si nada pasase, cuando hay que evitar correr y aullar para que la gente no se dé cuenta. Porque, si alguien se da cuenta, derechito al loquero.
Se apoyó en un palo de luz y vomitó. Pensó en quedarse tirado en un umbral, pero siguió caminando. Aunque era inútil tratar de mantenerse en pie con tanta gente esquivándolo y empujándolo. La gente no era más que una molestia. Pero, cuando la noche llegaba en pleno día y los traía a Ellos, la gente podía serle útil: una bocina, un roce, una risa podían hacer que Ellos se fueran y devolverlo a los semáforos, los autos, el ruido, Buenos Aires. No siempre, claro. Y, últimamente, no por demasiado tiempo.
Un empujón lo hizo tambalear tanto que tuvo que sentarse en el cordón de la vereda. La humedad era cada vez más pegajosa. Los autos pasaban con ruido a lluvia y le movían el sucio pelo rubio que le caía sobre la cara.
–Dónde carajo estaré –murmuró, y supo que, si levantaba la cabeza, iba a volver a vomitar.
Se llevó una mano al pecho porque el corazón parecía querer reventársele contra las costillas. Sintió que estaba empapado en sudor frío y se levantó.
–Adónde puta iré –dijo en voz alta.
Miró hacia atrás y vio la Torre de los Ingleses. Delante de él, los autos se aproximaban furiosamente por la avenida. Estuvo un buen rato parado en la esquina esperando el momento de cruzar. Los autos siempre parecían estar demasiado cerca o demasiado lejos y ya había tenido malas experiencias por cruzar sin mirar. Por eso enfiló hacia Florida, rogando no cruzarse con ningún mutiladito guitarrero. Hacía tanto calor... Los cuerpos sudorosos y apurados lo rozaban. Dos manos mugrientas le ofrecieron una caja de maní con chocolate.
En Corrientes decidió tomar el subte, evitando a una mendiga boliviana que le extendía la mano sentada en las escaleras. Las botas repiquetearon contra los escalones. El calor abombante, la atmósfera enrarecida por el encierro. No había nadie en el andén, cosa bastante rara. No sabía qué hora era, pero siempre había alguien en los subterráneos. En cuclillas, con la espalda contra la pared, pensó que era ridículo nunca tener plata pero siempre encontrar cospeles de subte en el fondo de algún bolsillo. Suspiró: se hacía muy difícil respirar normalmente en ese encierro. Hizo crujir su cuello contracturado y cerró los ojos.
Y entonces sintió esa sensación extraña, que empezaba en el fondo de las tripas y se iba a la cabeza como un lento latigazo. Las sienes empezaban a bullir y latir, como si algo quisiera estallar, como si algo luchara por salir, y por un momento quedó casi ciego, con infinidad de puntitos negros bailando enloquecidos ante sus ojos. Después, inconfundible, el escalofrío. Aterrado, pero no sorprendido, oyó los pasos inseguros, los pies arrastrándose.
–Ella otra vez no –dijo, en voz baja.
Unas uñas rascaron los azulejos. Exactamente el mismo ruido que una tiza al chirriar contra un pizarrón: Narval sintió que se le destrozaban los dientes. La humedad corría por el techo y goteaba.
«Acá estás. Fue fácil encontrarte.»
La voz era resquebrajada. Peor todavía: gorgoteante. Narval se negaba a mirarla y empezó a temblar con violentas sacudidas. Basta, pensó. Pero los tacos se acercaban vacilantes. Aunque tenía los ojos cerrados, Narval supo que se había detenido delante de él. Y sintió el aliento fétido en la cara, pero mantuvo los ojos cerrados.
Ella le pasó una mano por la barbilla; Narval se la aferró con fuerza para evitar que lo tocara. Entonces abrió los ojos.
Ella y sus labios exangües, su piel grisácea, el cuello y los brazos llenos de marcas y moretones, el rostro pintarrajeado y ese olor a sudor y brillantina. Narval empezó a pedir mentalmente porfavorporfavorporfavor, pero no. Nunca se iban.
Ella se acostó en el piso abierta de piernas, se levantó la pollera y empezó a masturbarse. Con la lengua se corría el rojo lápiz labial y lo reemplazaba con la sangre que brotaba de las heridas que se hacía con sus largas y descuidadas uñas entre las piernas. Narval empezó a arrastrarse por el piso para huir y Ella comenzó a reírse: una risa ululante, que terminó en un alarido.
«No te vayas», le gritó la mujer, y el eco de sus gritos resonó como campanadas en el silencio del subte.
Narval subió corriendo las escaleras. En la mitad se quedó casi sin aire y con un resto llegó arriba. Se apoyó en la baranda y sintió que se ahogaba, que ya no sentía las piernas. Respiró ávidamente un poco y siguió caminando sin mirar atrás. Otro encuentro como ese y se volvería loco, loco de atar. Se sentó en un umbral y acurrucó la cabeza entre las rodillas. No quería mirar a la gente. No quería verla de nuevo. ¿Y si, cuando finalmente decidiera levantarse, se encontraba con Ella mirándolo? Sintió un mareo y empezó a llorar y se dijo que así lo encontraría alguien alguna vez, sucio, drogado y desquiciado. Y que ese alguien se lo llevaría y que ni siquiera entonces podría dejar de llorar.

2

Lo extraño de las pesadillas era que podían ser aterradoras, pero siempre se desvanecían al rato, al punto de que uno podía contarlas después como una película de terror de la tele. Uno podía habituarse al miedo.
Narval no sabía cuánto tiempo hacía que estaba sentado en la puerta de esa casa: se le habían entumecido las piernas, pero ya tenía las mejillas secas, y se dijo que quizá sería capaz de abrir los ojos. Lo hizo, no sin un estremecimiento, con la convicción interna de que no habría nada allí, salvo la calle.
Estiró las piernas. Aún no había dejado de temblar y lentamente notó que el horror daba paso a una calma tensa y acechante, que no lo pa...

Índice

  1. Portada
  2. NOTA A LA EDICIÓN
  3. Primera parte
  4. Segunda parte
  5. Epílogo
  6. Créditos