Sin billete de vuelta
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Sin billete de vuelta

  1. 286 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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Sin billete de vuelta

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Información del libro

Baltasar Montaño, prestigioso periodista económico antes de embarcarse en este viaje, propone en las páginas de Sin billete de vuelta un cambio radical en la manera de estar en el mundo. Un viaje que tiene tanto de aventura como de reconocimiento interior, porque implica ampliar los horizontes, borrar los prejuicios y las grandes certezas y entender tanto que la resignación es una forma de derrota como que nunca es tarde para romper con un destino previsible. Sin ataduras, sin mirar atrás, con la única meta de rescatar la pasión por vivir sin más límites que los de la propia naturaleza.

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Información

Año
2022
ISBN
9788412349832
Categoría
Viajes

© Círculo de Tiza

© Del texto: Baltasar Montaño

© De las fotografías: Baltasar Montaño

Primera edición: noviembre 2021

Diseño de cubierta: Miguel Sánchez Lindo

Corrección: María Campos

Maquetación: María Torre Sarmiento

Impreso en España por Imprenta Kadmos

ISBN: 978-84-123498-1-8

E-ISBN: 978-84123498-3-2

Depósito legal: M-32930-2021

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún modo, ya sea electrónico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la sociedad.

A Noelia Ferreiro, Pablo Allendesalazar y Yuliana Martínez por ayudarme a plasmar mi aventura en palabras.

Plan de ataque

Desembarqué en España en plena pandemia, en el último vuelo que se despachaba en México, tras consumir los seis meses que este país te regala como turista. La vida de nómada hedonista se me aparcó súbitamente y ahora, atracado en puerto seguro, me he puesto a desempacar el fondo de armario que dormía en la despensa de mi mochila. El golpe militar en Myanmar de febrero de 2021 me ha removido unos resortes internos que andaban ador­­milados y devoro compulsivamente los diarios de viaje que empecé a garabatear, casi como un becario, cuando arrancó la fiesta de mi nueva vida.
Veo las imágenes de los manifestantes desde el sofá de mi cierre perimetral y casi me pongo a llorar cuando releo el blog. Recuerdo las veces que dejé propina en los puestos callejeros de pueblos y aldeas de la antigua Birmania (hablamos de 2018) y cómo me perseguían para devolverme los míseros kiats que depositaba sobre las mesas. No lo entendían, el turismo era algo extraterrestre y mi mano en el pecho con amable genuflexión les daba a entender, a falta de idioma que compartir, que era un gesto de puro agradecimiento. Menos divertido fue el día en el que, en la aldea de Wan Ha, la abuela Zeya, su alambicada pipa de opio y su nieto me llevaron a ver una plantación de adormidera, en un esquinazo del inmenso Triángulo de Oro que surtía, y aún surte, los desfiladeros de la heroína del hemisferio norte.
Unos militares birmanos, pertrechados en un camión patrulla, nos encontraron en medio de las amapolas, fuimos obligados a subir a la camioneta para acabar en algo parecido a un cuartelillo, donde empotraron a mis mal­­hadados guías. A mí me descargaron en el hostal, tomaron una foto de mi cara y otra de mi visado, y me conminaron a dejar el pueblo en veinticuatro horas. Algo así entendí. No sé qué fue de mis desgraciados anfitriones, me reconcomí y al día siguiente me tuve que largar, vigilado por dos hombres de verde caqui a los que perdí de vista por los ventanales del tren que me llevó de Tachileik a Mandalay.
Dolido en la distancia por el futuro de esa maravillosa gente a la que el Ejército no deja volar, pero armado con toda la energía del mundo para combatir a la apisonadora COVID, empiezo a recapitular mis aventuras para compartir con vosotros la barrabasada vital en la que me embarqué en 2016.
Tengo ahora cincuenta años, hace quince que tomé la decisión de dejar de trabajar cuando bordease el ecuador de mi vida y hace cinco que lo cumplí. He sido un currante ejemplar, de los de verdad, pero a camino desdoblado. Una primera andadura de esfuerzo y determinación que dio el impulso a la segunda, que ya fluye a paso firme, sin responsabilidades ni ataduras.
Empecé muy pequeño a ayudar a mi padre en las labores del campo, cargué pollos en camiones e hice de peón de obra para financiarme las cervezas del fin de se­­mana. Ya en Madrid, trabajé muy duro en la hostelería para pagarme la carrera. Me hice periodista, me especialicé en economía y me fue muy bien. Y cuando el camino ya estaba armado, mediados mis treinta, flotando en pura serotonina, me dije y les dije a todos que solo iba a trabajar diez años más, ni más ni menos, para dedicarme después en exclusiva a vivir, y, más en concreto, a vivir viajando.
Que nadie piense que por aquel entonces andaba yo seguro de lo que decía. Ni mucho menos. Convertí en letanía un boceto de trazo grueso en el que me animaba a mí mismo, para chanza de mis amigos, a diseñar un plan para dejar de trabajar en el medio plazo. Amante confeso del surrealismo, casi militante, me encantaba reivindicar la sabiduría vital de Pepín Bello, el lugarteniente en la sombra de Dalí, Buñuel, Lorca, Alberti y otros de la Residencia. Fue un gran vividor, una especie de ácrata burgués (perdón por el oxímoron) que pudo permitirse vivir casi sin trabajar. Los pocos negocios que montó siempre fracasaron. Murió al filo de los 104 años con un vaso de ron en la mano.
Esa gracieta para consumo interno fue inoculándose en las entrañas de un tipo sin más asideros que el de su propio trabajo. Lo que tenía claro y meridiano era que no iba a esperar a mi edad de jubilación para retirarme. Había que tramar algo, trazar un derrotero y hacerlo mirando al medio plazo, sin urgencias, pero sin despistes. Había tiempo de sobra por delante.
Corría 2004 o 2005, no recuerdo con exactitud. Mi carrera profesional iba como un tiro y la personal, mejor. Tenía a mi lado a la que ha sido el amor de mi vida y ahora es mi mejor amiga, y se lo solté en una cena en Viridiana. «Me gustaría que en algún momento nos tomemos un año sabático para recorrernos en autocaravana Australia y Nueva Zelanda». Lo cumplimos en 2012-2013.
La experiencia fue brutal, impresionante, salvaje como la naturaleza misma de las antípodas. Regresamos a España para volver al carril e incorporarnos a nuestros nuevos trabajos, pero algo había cambiado. Las dudas se habían evaporado. En las interminables horas y escalas de los tres vuelos que ensartan Melbourne con Madrid, vine rumiando un bosquejo de andamiaje económico que me permitiera financiar la que iba a ser mi nueva vida y mi viaje sin billete de vuelta por el mundo.
Estar casi un año sin trabajar al otro lado del globo devorando el down under es una droga demasiado adictiva. Una vez que la pruebas te impide mirar por el retrovisor, te exige más dosis y te encarrila hacia el bendito precipicio. Me fijé como máxima no traspasar la divisoria del 20 de noviembre de 2016, día en que cumpliría cuarenta y cinco años, para dar el salto. Mi nueva andanza empezaría por Colombia. El cordón umbilical que conectaba Australia con Macondo no dejó de cosquillear mis entrañas ni un solo día en los casi cuatro años que pasé en España, embarcado en el periódico Vozpópuli.
Finalmente, cumplí con mi compromiso. Ese cumpleaños lo celebré en Bogotá, dos días antes de que me contrataran de extra para Loving Pablo. Una ojeadora me captó en el hotel. «Tienes pinta de marine», me dijo en inglés, pero, finalmente, Producción decidió vestirme de diplomático, papel estelar que tuve que interpretar con unos zapatos que me destrozaron los pies porque no encontraron la talla 45. Rodamos durante seis horas una escena de treinta y cinco segundos: entrábamos mi chófer y yo en la Embajada de Estados Unidos en Bogotá, segundos antes de que se produjera un atentado de Pablo Escobar. Nunca supe qué pasó; murió mi personaje como lo hizo mi carrera como actor, la escena se cayó del montaje. Imagino que este imperdonable error contribuyó al fracaso de la peor película del gran León de Aranoa. Llevaba solo una semana de la nueva vida lejos de mi país y el azar y mi presencia física me trajeron la España de Penélope Cruz y Javier Bardem a las puertas de mi hotel en el distrito rolo de la Candelaria. Me pagaron 90 000 pesos (unos 20 euros) por el día de rodaje, que me fundí en frescas polas Club Colombia al día siguiente.
En Bogotá tardé bastantes días en desprenderme de la ansiedad que me traje de España, tras meses de locura logística y no sé cuántas despedidas que le metieron a mi cuerpo ocho kilos y varios episodios de hipertensión. Nada grave, pero incómodo. Habían sido muchos años trabajando en la Gran Decisión, montando todo para que el invento funcionase y lo hiciese para largo. Todo salió más o menos según lo previsto, el plan marchaba. Pero en esas últimas semanas antes de tomar el vuelo de Avianca, el desmantelamiento de toda una vida en Madrid, los nervios y los hectolitros de alcohol que trasegué desbocaron mis niveles de estrés y las taquicardias.
Se juntaban el final de un plan y el comienzo de El Plan, un momento de tormenta perfecta que te engulle para abrirte las puertas de la inasible felicidad. Es tan excitante ver cómo todo funciona, comprobar que has sabido llevar las riendas de tu destino, tú solo por la línea que tú mismo trazaste. Y a partir de ahí dejarlo fluir, hacer un be water, my friend y andar tu propio camino, siguiendo las huellas que lo marcan con la mochila a la espalda, y al volver la vista atrás mirar la senda que, quizá, nunca has de volver a pisar.
Muy atrás en esa senda se ve el primer golpe de mano que le di a mi vida profesional para responder a la gran pregunta: «¿Y este de qué vive?». Tras casi catorce años escribiendo de economía en El Mundo, la dirección me permitió apuntarme de forma voluntaria al Expediente de Regulación de Empleo (ERE) con la indemnización que me correspondía. Lo hice la misma noche en que se abrió el proceso en la propia intranet del periódico, en uno de esos cierres infernales de fin de semana que acaban con galeradas a horas prohibidas y gin-tonics a puerta y bar cerrados. Eso sí que era estar al cañón del pie y a la noticia del cabo. El compromiso de unos cuantos y el compañerismo forjaron, en muchas madrugadas, amistades de diamante que no las quiebra ni un láser.
Me había fijado un doble objetivo: dejar el periódico para cumplir el plan sabático que tramamos en Viridiana e invertir los ahorros y la indemnización en una vivienda aprovechando los precios de derribo en los estertores de la crisis económica. Nada de ingeniería financiera ni ideas brillantes. El plan es el más tradicional y conservador que se le puede ocurrir a cualquier españolito de a pie: comprar una casa para alquilar, con el objetivo de…
Cada uno tendrá el suyo. El mío consistía en buscar una forma de generar unos ingresos razonables que, acompañados de una asignación mensual con cargo a mis ahorros, me permitieran disponer de un modesto sueldo para poder dejar de trabajar. Obviamente, me estaba preparando para aprender a vivir con mucho menos de lo que mi trabajo y posición me permitían, pero a cambio de —perdón por la grandilocuencia— comprar mi libertad. No me sentía preso, ni mucho menos, pero sabía que el tren de vida que había llevado tocaba a su fin.
Juro aquí por Dios, Buda, Alá y Nietzsche que se puede vivir y viajar con mucho menos dinero del que todos pensamos. Eso sí, con unos mimbres básicos como no tener deudas ni responsabilidades a tu cargo, o lo que en román paladino vendría a decirse «que nada ni nadie te pida pan». Habla un rentista-pequeñoburgués de los que tanto odiaba Benedetti (los llamaba «pequebús») que ha viajado mucho por placer, y también bastante por trabajo, en la mayoría de estos casos en Business y hoteles cinco estrellas (es lo que tiene haber sido periodista económico en los años de bonanza). Calibrados los riesgos de mi particular salto base, este aprendiz de bon vivant lleva ya cinco años danzando con los malditos y se ha especializado en viajar en todos los formatos.
Para no despistarnos, en términos generales dispongo de unos 1500 euros mensuales y con ellos me dedico a viajar. Recorrí Vietnam entero en moto y, sin privarme de nada que no fuera desorbitado, ahorré sin proponérmelo unos 500 euros al mes. Estuve tres viajando por todo el país y sus islas con una Honda Win 120 que compré en Hanoi por 220 dólares y vendí noventa días después, en Saigon, por 210. Perdí 10 dólares más unos 30 que destiné a arreglos durante mi periplo de más de 4000 kilómetros. Parece que la inversión salió bastante rentable.
Nunca hice cuentas de lo que gasté en los tres meses que dediqué a devorar los 6000 kilómetros navegables del Amazonas más las tres expediciones en las que me enrolé en las selvas de Perú, Colombia y Brasil. Pero sirva como dato de inicio que el contramaestre del carguero Henry 8 me cobró 110 soles (unos 25 euros) por la travesía de cuatro días entre Pucallpa e Iquitos, esa evocadora mota en medio de la verde inmensidad en la que Fitzcarraldo consumó su fracaso. Por ese loro del chocolate, esta mole flotante permite que cuelgues tu hamaca en cubierta, te da una infame comida de rancho y una ducha diaria con agua barrosa bombeada desde el río. Gasté p...

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