En la carretera
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En la carretera

El rollo mecanografiado original

  1. 448 páginas
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En la carretera

El rollo mecanografiado original

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El Sal Paradise de todas las ediciones conocidas de esta novela mítica es aquí, al fin, Kerouac. Y también Cassady, Ginsberg y Burroughs aparecen con sus verdaderos nombres. Con la publicación del rollo original, la gesta viajera y existencial de En la carretera se vuelve autobiográfica de pleno derecho y a plena luz del día, sin censura alguna. Y el relato adquiere toda su potencia narrativa. El lector tiene en sus manos una suerte de manifiesto de la beat generation. Seguimos a Kerouac y a toda la cáfila que desfila por estas páginas en toda su desnudez y penuria. Precursores del movimiento hippy y la contracultura de finales de los años sesenta, los personajes de esta novela pululan sin rumbo por Norteamérica. La sed vital insatisfecha, la búsqueda de horizontes de sentido, de dicha y de conocimiento y los atisbos místicos se estrellan contra una realidad inhóspita y desesperanzada. Un vívido compendio de los grandes temas, y al tiempo una apasionante aventura humana y una metáfora de la existencia. «El rollo original de On the Road es una de las más veneradas y enigmáticas reliquias de la literatura moderna... Un texto fascinante» (James Campbell, The Times Literary Supplement).

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Información

Año
2009
ISBN
9788433944399
Categoría
Literature

En la carretera

El rollo mecanografiado original

Dedicado a la memoria de Neal Cassady y Allen Ginsberg
¡Camerado, te doy mi mano!,
te doy mi amor, más precioso que el dinero,
me doy a ti antes de la prédica o la ley;
¿te me darás tú a mí?, ¿vendrás a viajar conmigo?,
¿seguiremos juntos mientras la vida nos dure?
WALT WHITMAN
Conocí conocí a Neal no mucho después de la muerte de mi padre... Acababa de recuperarme de una enfermedad de la que ahora no me molestaré en decir nada salvo que tenía que ver con el hecho de que mi padre hubiera muerto y de mi espantosa sensación de que todo había muerto. Con la aparición de Neal empezó de veras para mí esa parte de mi vida que podría llamarse mi vida en la carretera. Antes de eso yo siempre había soñado con irme al Oeste, con ver el país, aunque nunca había pasado de planearlo de forma vaga y no había llegado nunca a partir realmente. Neal era el tipo perfecto para la carretera, porque incluso había nacido en ella, cuando sus padres pasaban por Salt Lake City en 1926, en un cacharro con ruedas, camino de Los Ángeles. Las primeras noticias de Neal me llegaron a través de Hal Chase, que me enseñó unas cartas que Neal le había escrito desde un reformatorio de Colorado. Me interesaron enormemente estas cartas, porque en ellas le pedía de forma ingenua y encantadora a Hal que le enseñara todo lo referente a Nietzsche y demás cosas intelectuales y maravillosas por las que Hal era tan merecidamente famoso. En cierta ocasión Allen Ginsberg y yo hablamos de esas cartas y nos preguntamos si algún día llegaríamos a conocer a aquel extraño Neal Cassady. Fue hace muchísimo tiempo, cuando Neal no era en absoluto como es hoy, cuando no era sino un jovencito a punto de salir del reformatorio y envuelto por completo en el misterio. Luego llegaron noticias de que a Neal lo habían puesto ya en libertad e iba a venir a Nueva York por primera vez en su vida; y también se decía que acababa de casarse con una chica de dieciséis años llamada Louanne. Un día andaba yo por el campus de Columbia y Hal y Ed White me dijeron que Neal acababa de llegar a Nueva York y estaba en una casa de mala muerte del este de Harlem, el Harlem Hispano. Había llegado la noche anterior, y era la primera vez que estaba en Nueva York. Venía con Louanne, su chica, que era menuda y guapa y lista. Se habían bajado del autobús Greyhound en la calle Cincuenta, y a la vuelta de la esquina, en busca de un sitio para comer, habían entrado en Hector’s, y desde entonces el restaurante Hector’s siempre había sido para Neal un gran símbolo de Nueva York. Se gastaron dinero en bonitos pasteles, grandes y glaseados, y en bollos de nata. Y durante todo el rato Neal le estuvo diciendo a Louanne cosas como ésta: «Bien, querida, ya estamos en Nueva York, y aunque nunca llegué a decirte todo lo que estaba pensando cuando cruzábamos Missouri, y sobre todo cuando pasamos por el reformatorio de Booneville y recordé mi problema con la justicia, es absolutamente necesario que ahora pospongamos todos esos flecos que tienen que ver con nuestros asuntos amorosos y de inmediato nos pongamos a pensar en planes concretos de trabajo...» Y así sucesivamente, tal como solía en los primeros tiempos. Fui a su cuchitril (un pequeño apartamento sin agua caliente) con los amigos y Neal salió a la puerta en calzoncillos. Louanne brincó de la cama como un resorte; al parecer estaban follando. Neal siempre estaba follando. El dueño del apartamento, Bob Malkin, estaba en la cocina, adonde al parecer lo había mandado Neal a hacer café mientras él se dedicaba a sus manejos amorosos... Para él el sexo era la única cosa sagrada e importante en la vida, aunque tuviera que sudar y maldecir para ganarse la vida y demás. Mi primera impresión de Neal fue que se trataba de un joven Gene Autry: esbelto, de caderas estrechas y ojos azules, con acento genuino de Oklahoma. De hecho acababa de trabajar en un rancho, el de Ed Uhl, en Sterling, Colorado, antes de casarse con Louanne y venirse al Este. Louanne era una chiquilla pequeña y bonita, un encanto, pero tremendamente mema y capaz de hacer cosas horribles, como demostraría un poco más tarde. Menciono este primer encuentro con Neal sólo por cómo se comportó en él. Aquella noche todos bebimos cerveza y yo me emborraché y parloteé un tanto, y me dormí en el otro sofá, y a la mañana siguiente, mientras fumábamos tontamente las colillas de los ceniceros, sentados a la luz grisácea de aquel día sombrío, Neal se levantó nervioso, se puso a dar vueltas, pensativo, y decidió que lo que había que hacer era poner a Louanne a preparar el desayuno y a barrer el suelo. Entonces me marché. Y eso fue todo lo que supe de Neal al principio. Pero a la semana siguiente le confió a Hal Chase la necesidad imperiosa que tenía de que le enseñara a escribir. Hal le dijo que el escritor era yo, y que era a mí a quien tenía que acudir en busca de ayuda. Entretanto, Neal había conseguido trabajo en un aparcamiento, se había peleado con Louanne en su apartamento de Hoboken –sólo Dios sabe por qué se habían mudado allí–, y ella se había puesto tan fuera de sí que en venganza le había denunciado a la policía, acusándole de algo absolutamente falso fruto de su histerismo enloquecido, y Neal tuvo que largarse de Hoboken. Así que, como no tenía adónde ir, se vino directamente a Ozone Park, donde yo vivía con mi madre, y una noche en que yo estaba trabajando en mi libro o mi fresco o como quieran ustedes llamarlo, oí unos golpes en la puerta y allí estaba Neal, haciendo reverencias, arrastrando los pies de forma obsequiosa en la oscuridad del vestíbulo, y diciendo:
–Hola, ¿te acuerdas de mí? ¿Neal Cassady? Vengo para pedirte que me enseñes a escribir.
–¿Y dónde está Louanne? –le pregunté, y Neal dijo que creía que había juntado unos dólares haciendo la calle (o algo parecido) y se había vuelto a Denver.
–¡La muy puta!
Así que nos fuimos a tomar unas cervezas porque no podíamos hablar cómodamente delante de mi madre, que estaba en la sala leyendo el periódico. Echó una mirada a Neal, y desde el primer momento decidió que estaba loco. Jamás se le pasó por la cabeza que más de una vez ella habría de atravesar con él en coche la loca noche de Norteamérica. En el bar le dije a Neal:
–Por Dios, tío, sé perfectamente que no has venido a verme sólo porque quieras ser escritor, porque después de todo qué sé yo de eso más que tienes que dedicarte a ello con la energía de un adicto a las anfetas.
Y él dijo:
–Sí, por supuesto. Sé perfectamente lo que quieres decir, y de hecho ya he tenido en cuenta esas cosas, pero lo que yo persigo es la comprensión de los factores en los que uno debe apoyarse según la dicotomía de Schopenhauer para cualquier conciencia interiorizada...
Y siguió un buen rato de esta guisa, diciendo cosas de las que yo no entendía ni una palabra y él tampoco, y a lo que me refiero es a que en aquellos días Neal nunca sabía de lo que estaba hablando, o sea, que era un joven recién salido del reformatorio y convencido de sus maravillosas posibilidades de llegar a convertirse en un verdadero intelectual, y que le gustaba hablar en tal tono y utilizando el vocabulario –aunque de un modo embarullado– que había oído en boca de los «intelectuales de verdad». No ha de olvidarse, sin embargo, que no era tan ingenuo en las demás cosas, y apenas necesitó unos meses con Leon Levinsky para familiarizarse por completo con la jerga y los modos de la intelectualidad. De todas formas, me encantó su locura y nos emborrachamos en el bar de Linden, detrás de mi casa, y accedí a que se quedara en ella hasta encontrar trabajo, y estuve de acuerdo también en que alguna vez viajaríamos juntos al Oeste. Era el invierno de 1947. Poco después de conocer a Neal empecé a escribir o pintar mi extensa El pueblo y la ciudad, y llevaba ya unos cuatro capítulos cuando una noche en que Neal había cenado en casa y ya había conseguido un nuevo empleo en un aparcamiento de Nueva York, el aparcamiento del hotel NYorker, en la calle Treinta y cuatro, se inclinó sobre mi hombro mientras tecleaba a toda velocidad en mi máquina de escribir y dijo:
–Venga, hombre, que esas chicas no esperan. Date prisa.
Y yo dije:
–Espera un momento. Estoy contigo en cuanto acabe este capítulo.
Así lo hice, y resultó uno de los mejores capítulos del libro. Luego me vestí y salimos como exhalaciones para Nueva York a encontrarnos con aquellas chicas. Como saben, de Ozone Park a Nueva York se tarda una hora en el tren elevado y el metro, y cuando íbamos en el elevado sobre los tejados de Brooklyn nos inclinábamos el uno sobre el otro moviendo los dedos y gritando y hablando con excitación, y a mí me empezaba a entrar el gusanillo que sentía por dentro Neal. Dicho en pocas palabras, lo que le pasaba a Neal era sencillamente que la vida lo excitaba de una manera desmedida, y aunque era un buscón, lo era únicamente porque deseaba con enorme avidez vivir e implicarse en las vidas de gentes que normalmente jamás le harían el menor caso. Se estaba aprovechando también de mí, y él sabía que yo lo sabía (ésta ha sido la base de nuestra relación), pero no me importaba, y nos llevábamos de maravilla. Empecé a aprender de él tanto como él aprendía de mí. En relación con mi trabajo, decía: «Sigue así, todo lo que haces es fantástico.» Fuimos a Nueva York, no me acuerdo cómo era la cosa, un par de chicas..., pero no había tales chicas: se suponía que habían quedado con nosotros y no estaban. Fuimos al aparcamiento donde trabajaba, porque aún tenía un par de cosas por hacer: cambiarse de ropa en el cobertizo trasero, y acicalarse un poco frente a un viejo espejo roto y demás..., y al rato nos largamos. Y ésa fue la noche en que Neal conoció a Leon Levinsky. Y algo tremendo sucedió cuando Neal conoció a Leon Levinsky... –me refiero, cómo no, a Allen Ginsberg–. Dos mentes agudas como las suyas... Se enredaron una con otra en un abrir y cerrar de ojos. Dos ojos penetrantes se fijaron en dos ojos penetrantes: el timador santo y el gran timador triste y poético que es Allen Ginsberg. A partir de entonces vi poco a Neal, y eso me dolió un tanto... Sus energías se encontraron frente a frente. Comparado con ellos, yo era un patán; no podía seguirles. La espiral loca de todo lo que habría de pasar a partir de entonces empezó en aquel momento, y llegó a envolver a todos mis amigos y a todo lo que quedaba de mi familia en una gran nube de polvo sobre la noche norteamericana... Hablaron de Burroughs, Hunkey, Vicki... Burroughs, en Texas; Hunkey, en Riker’s Island; Vicki, liada con Norman Schnall en aquella época..., y Neal le habló a Allen de gentes del Oeste como Jim Holmes, el tahúr de los billares, un marica giboso y angelical... Le habló de Bill Tomson, de Al Hinkle, de sus amigos de la niñez, de sus compinches de la calle... Iban a toda prisa por la calle, sacando a colación las cosas de la forma en que lo hacían en los primeros tiempos, forma que andando el tiempo se volvería harto más triste y perspicaz... Pero entonces bailaban por las calles como girándulas, y yo arrastraba los pies tras ellos como he venido haciendo toda mi vida con la gente que me interesa, porque la única gente que me interesa es la que está loca, la que está loca por vivir, por hablar, ávida de todas las cosas a un tiempo, la gente que jamás bosteza o dice un lugar común..., sino que arde, arde, arde como candelas romanas en medio de la noche. Allen era homosexual en aquel tiempo –experimentaba consigo mismo hasta el límite–, y Neal se dio cuenta enseguida, y habiendo sido puto él mismo de jovencito, en la noche de Denver, y ávido de aprender a escribir poesía como Allen, en un abrir y cerrar de ojos estuvo encima de él con esa alma enorme y amorosa que sólo un buscón es capaz de poseer. Yo estaba en la misma habitación, y les oí en la oscuridad, y cavilé sobre ello y me dije para mis adentros: «Mmm... Ha empezado algo, pero yo no quiero tener nada que ver con ello.» Así que no les vi durante unas dos semanas, en el curso de las cuales cimentaron su amistad hasta extremos de locura. Y llegó el gran momento de los viajes, la primavera, y todo el mundo en el grupo de amigos disperso se aprestaba a emprender este o aquel viaje. Yo estaba dedicado por entero a la redacción de mi novela, y cuando hube llegado a la mitad, y tras un viaje al Sur con mi madre para visitar a mi hermana, me dispuse a emprender viaje hacia el Oeste por primera vez en mi vida. Neal ya se había marchado. Allen y yo lo habíamos acompañado a la estación Greyhound de la calle Treinta y cuatro. En el piso de arriba había un sitio donde uno se puede hacer fotografías por un cuarto de dólar. Allen se quitó las gafas, y tenía un aspecto siniestro. Neal se hizo una foto de perfil, y miró tímidamente a su alrededor. Yo me hice una de frente en la que –según Lucien– parecía un italiano de treinta años dispuesto a matar a cualquiera que hubiera dicho algo en contra de su madre. Neal y Allen cortaron esta foto limpiamente en dos con una cuchilla y se guardaron cada uno una mitad en la cartera. Tiempo después volvería a ver esa fotografía. Neal llevaba un genuino traje de hombre de negocios del Oeste para su gran viaje de vuelta a Denver. Su primera parranda neoyorquina había terminado. Digo «parranda», pero había trabajado como una mula en aparcamientos, y había sido el empleado de aparcamiento más divino del planeta: era capaz de conducir un coche marcha atrás a sesenta kilómetros por hora para meterlo en un hueco angosto y pararse a cinco centímetros del muro de ladrillo, brincar fuera, pasar entre guardabarros casi juntos y saltar al interior de otro coche, girar con él a ochenta kilómetros por hora en un espacio reducido, enfilarlo y llevarlo marcha atrás hasta aparcarlo en otro hueco muy estrecho –con apenas varios centímetros de separación de los otros coches a ambos flancos– y parar en seco al tirar bruscamente del freno de mano. Luego corría como un velocista hasta la taquilla de los tiques, le tendía uno al recién llegado, saltaba al interior del coche antes casi de que se apeara el propietario –colándose literalmente debajo de él mientras se estaba bajando– y salía a toda velocidad con la portezuela abierta aleteando y un ruido atronador rumbo al siguiente hueco de aparcamiento libre. Y así toda la noche, sin pausa alguna, durante ocho horas: las horas punta, de la salida de los teatros, con pantalones grasientos de borrachín y una chaqueta con forro de piel raída y unos zapatos viejos con holguras. Ahora se había comprado un traje nuevo para volver a casa; azul de rayas, con chaleco y demás, y un reloj con leontina; y una máquina de escribir portátil con la que iba a empezar a escribir en una pensión de Denver en cuanto encontrase trabajo. Hicimos una comida de despedida con salchichas y judías en un Riker de la Séptima Avenida, y luego Neal montó en el autobús con el cartel de Chicago y se perdió con estruendo en la noche. Me prometí hacer lo mismo en cuanto floreciese la primavera y se abrieran los caminos de la tierra. Afloraría el cowboy que llevamos dentro. Y fue así como realmente empezó mi experiencia en la carretera, y las cosas que habrían de pasar son demasiado fantásticas para no contarlas. No he hablado de Neal más que de una forma preliminar porque a la sazón no sabía de él más que lo que he contado. De su relación con Allen no estoy al corriente, y, como se haría patente más tarde, Neal se cansó de ella, sobre todo de la homosexualidad, y volvió a sus tendencias naturales, pero eso no era lo más importante. En el mes de julio de 1947, una vez terminada con creces la mitad de la novela, y tras ahorrar unos cincuenta dólares de la pensión de veterano de guerra, estaba listo para emprender viaje a la Costa Oeste. Mi amigo Henri Cru me había escrito desde San Francisco diciéndome que tenía que ir a reunirme con él para embarcarnos en un transatlántico que diera la vuelta al mundo. Me juraba que podría conseguir que me admitieran en la sala de máquinas. Le contesté que me conformaría con un viejo carguero con tal de hacer unos cuantos viajes largos por el Pacífico y volver con el dinero suficiente para mantenerme en casa de mi madre mientras acababa el libro. Me respondió diciéndome que tenía una cabaña en Marin City donde yo tendría todo el tiempo del mundo para escribir mientras él se dedicaba al engorro de encontrar un barco. Vivía con una chica que se llamaba Diane, que era –según él– una estupenda cocinera, y nos lo íbamos a pasar de maravilla. Henri era un viejo compañero del instituto, un francés que se había criado en París y otros lugares de Francia y un tipo loco de remate –aún no sabía bien lo loco que estaba–. Así que me esperaba dentro de unos diez días. Le escribí confirmándoselo..., ignorante de todo aquello en lo que me vería envuelto en la carretera. Mi madre estuvo completamente de acuerdo en que me fuera al Oeste; dijo que me haría bien, que había trabajado muy duro durante todo el invierno y que apenas había salido de casa. Ni siquiera puso grandes peros cuando le dije que tendría que hacer parte del viaje en autostop (normalmente le daba miedo que lo h...

Índice

  1. Portada
  2. NOTA SOBRE EL TEXTO
  3. NOTA DEL TRADUCTOR
  4. En la carretera. El rollo mecanografiado original
  5. APÉNDICE
  6. Notas
  7. Créditos