Madres e hijas
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Madres e hijas

  1. 240 páginas
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Madres e hijas

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Una antología de extraordinarios relatos que reflexionan sobre la maternidad y sus formas.

Madres e hijas: una realidad universal, una relación crucial y, sin embargo, un tema casi ausente de la historia de la literatura. Es solo en el siglo XX cuando el dúo madre-hija comienza a tener protagonismo: las primeras obras en dárselo, como Sido, de Colette, o Una muerte muy dulce, de Simone de Beauvoir, fundan un género –la evocación de la madre muerta– que luego se multiplicará hasta convertirse en un lugar común de la narrativa e inspirar a escritores que empiezan a su vez a escribir sobre sus padres. La figura de la madre, de la hija o la maternidad en sí suscitan en cada uno de los relatos de esta antología (los de Chacel, Laforet, Martín Gaite y Ana María Matute, publicados con anterioridad; el resto, escritos expresamente para este libro) visiones muy dispares: declaraciones de amor, luchas a muerte, fantasías entre angelicales y terroríficas, críticas radicales a los valores de la sociedad en que vivimos, diferenciaciones entre madres y mamás o análisis de sentimientos ambiguos en torno a una madre cuya muerte parte en dos la vida de su hija.

Relatos de Rosa Chacel, Carmen Laforet, Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Josefina R. Aldecoa, Esther Tusquets, Cristina Peri Rossi, Ana María Moix, Soledad Puértolas, Clara Sánchez, Paloma Díaz-Mas, Mercedes Soriano. Almudena Grandes y Luisa Castro

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Información

Año
2022
ISBN
9788433932143
Categoría
Literature

Almudena Grandes

La buena hija

Almudena Grandes (Madrid, 1960) ganó el premio de narrativa erótica La Sonrisa Vertical con la novela Las edades de Lulú (1989). Posteriormente ha publicado Te llamaré Viernes (1991) y Malena es un nombre de tango (1994).
A Luis García Montero, que me ha
regalado mucho más que una rima
I
A las nueve en punto de la noche, cuando consideré que el agua había alcanzado ya el nivel preciso para desafiar a Arquímedes sin llegar a poner sus cálculos en entredicho, cerré el grifo y me dirigí al armarito que, en días horribles –como había sido aquel, sin ir más lejos–, se burlaba de mí por llevar todo el camino de convertirme en una vieja solterona clásica, más penosa aún, mucho más prescindible para el género humano que esas funcionarias cuarentonas, separadas ya de antiguo, que salen por parejas los viernes por la noche para precipitarse sobre el primer conocido que encuentran y preguntarle si está bebiendo solo o ha traído a su mujer. Allí, sobre tres pequeñas baldas de plástico blanco, me esperaban diecinueve tarros de cristal transparente, todos de tamaños y formas diferentes, con distintos tapones y contenidos: discos de algodón blanco, bolas de algodón de colores, sales de baño de fresa, y de frambuesa, y de frutos del bosque, polvos de talco con aroma a zarzamora, diminutos jabones perfumados con aspecto de conchas marinas, y de frutas, y de flores, manzanitas de madera con olor a manzanas de verdad, limoncitos de madera con olor a limones de verdad, virutas de madera con olor a madera de verdad, corazones de parafina soluble rellenos de aceite estimulante de color rojo, medias lunas rellenas de aceite tranquilizante de color azul, estrellas rellenas de aceite tonificante de color amarillo, tréboles rellenos de aceite relajante de color verde, todo cien por cien natural, tan pequeño, tan limpio, tan mono, sobre todo tan mono, y las etiquetas lo advierten, no experimentamos en animales, yo tampoco experimento, no tengo marido, no tengo hijos, no tengo amigos, no tengo trabajo, no tengo nada que sea mío excepto este armario, y la manía de coleccionar gilipolleces olorosas en tarros de cristal para colocarlos en su interior una y otra vez, como si me fuera la vida en que ninguno de ellos se mueva un milímetro del lugar que yo misma le he asignado, o como si simplemente necesitara creer, de vez en cuando, que me va la vida en algo...
Entonces sonó el timbre. Escogí un trébol relajante, era inevitable, y lo dejé caer en la bañera. Antes de salir al pasillo me miré en el espejo, de pasada, y contemplé una sonrisa de la que no era consciente. Tengo madre, recordé, y seguí sonriendo, pero a conciencia.
Me la encontré en posición de alerta, el cuello tenso, la barbilla alta, la espalda erguida con desprecio de las almohadas, y la yema del pulgar acariciando nerviosamente el pulsador de la pera de baquelita blanca que sostenía en la mano derecha, pero ya ni siquiera podía recordar cuántos años habían pasado desde que alguno de estos gestos logró inquietarme por última vez, así que me dirigí a ella sin atravesar siquiera el umbral de la puerta.
–¿Qué quieres, mamá?
–Berta, hija... –En ese momento me miró e hizo una pausa dramática, como una escala intermedia en el viaje que estaba a punto de transportar a su voz desde una premeditada autocompasión hasta una no menos premeditada perplejidad–, ¿por qué llevas puesto el albornoz?
–Porque estaba a punto de meterme en la bañera, mamá.
–Lo siento, hija, no lo sabía.
–Sí lo sabías –pronuncié las palabras despacio, sin alterarme, con el acento que animaría los labios de una estatua. Tampoco podía acordarme ya de los años que habían pasado desde que renuncié, no ya a exhibir cualquier dosis de dureza, sino simplemente a expresarme ante ella, una inversión perpetuamente inútil–. Te lo he dicho hace un momento, cuando he subido a llevarme la bandeja de la cena.
Entonces, súbitamente, se desmayó sobre las almohadas, resbalando por la pendiente de su blandura hasta quedarse tumbada, y dar paso así a una secuencia de movimientos que yo había contemplado miles de veces. Primero cerró los ojos. Luego, apretó la mano izquierda contra su frente como si sospechara tener fiebre. Por último, suspiró.
–¡Ay!
No le pregunté de qué se quejaba, porque sabía de sobra que no le dolía nada. Quejarse era su manera de demostrarme que se daba cuenta de que la había pillado en falta y que le daba exactamente lo mismo.
–¿Qué es lo que quieres, mamá? –insistieron mis labios de mármol–. Se me va a enfriar el agua.
–Abre la ventana, por favor, ¿quieres, Berta? Tengo mucho calor, me estoy ahogando, no puedo respirar...
–¡Pero si estamos en marzo! Fuera hace frío, no puedo... –Sus chillidos me impidieron terminar la frase.
–¡Quiero que abras la ventana! ¿Me oyes? ¡Abre la ventana, abre la ventana, abre la ventana!
–Mamá, te vas a poner...
–¡Nada! –seguía chillando con la voluntariosa terquedad de una niña pequeña, malcriada–. ¡Nada! No me puedo poner peor, porque me estoy ahogando. Me muero, me muero, ¡me muero! ¿Es que no lo entiendes?
–Mamá...
Renuncié a terminar la frase y me resigné a dar la noche por perdida, como había perdido aquel día, tantos días, años enteros a su lado. Abrí la ventana y salí de la habitación sin decir nada.
A las nueve y once minutos, me metí por fin en una bañera llena de agua muy caliente, pero incapaz ya de humear. A las nueve y dieciocho sonó el timbre. A las nueve y veintiuno sonó el timbre. A las nueve y veintitrés sonó el timbre. Salí del agua, me puse el albornoz, mi madre tenía frío, cerré la ventana y bajé las escaleras corriendo, como si el baño interrumpido se hubiera convertido en una prioridad esencial. Debía de serlo, porque no se me consintió permanecer en él más de diez minutos. Mientras el timbre volvía a sonar, tiré del tapón y abrí otra vez el grifo del agua caliente para restablecer la temperatura. Los timbrazos se habían convertido en un concierto de ruido histérico cuando coloqué de nuevo el tapón en su sitio y, dejando el grifo abierto, acudí a descubrir que mi madre se ahogaba, se moría, no podía respirar. Abrí la ventana y, en contra de mis propias previsiones, descubrí que aquella noche –será la regla, pensé– me costaba trabajo conservar la calma. A mi vuelta, encontré indicios de humo, pero no me felicité por ello, ni siquiera me acordé de Arquímedes. Llorando de rabia, me quité el albornoz, lo tiré contra el armario, y me desplomé en el agua con un solo gesto, cayendo sobre ella como si fuera sólida, como si acabaran de fusilarme al borde de la bañera.
Las matemáticas no son una opinión. Con esa frase, solía contrarrestar las argumentaciones de esos alumnos desaforadamente imaginativos, los más brillantes, que se empeñaban en disentir de axiomas y teoremas partiendo de su propio método. Pero las matemáticas no son opinión, y todo cuerpo sumergido en un líquido pierde una parte de su peso, o sufre un empuje de abajo arriba, igual al volumen del líquido que desaloja, así que el suelo del cuarto de baño se inundó con el exacto volumen del agua que mi cuerpo había desalojado al sumergirse. Me quedé mirándolo sin hacer nada, sumida en la desolación más absoluta, hasta que una nueva tanda de timbrazos puso el punto final a aquella dilatada secuencia de desastres. Ahora, con la ventana cerrada, mi madre se dormiría, y yo podría disponer de mí misma durante un par de horas, las justas para ver una película en la televisión después de haber exterminado el charco que brillaba sobre las baldosas.
Entonces, gracias a Arquímedes y a la formulación más aproximativa y grosera de su principio, esa gota que desborda el vaso del dicho popular, recordé un detalle que había permanecido enterrado en el último rincón del olvido más profundo durante todos los largos y estériles años de mi vida de mujer adulta, y me estremecí de nostalgia, y de desconcierto.
–¿Qué hago yo aquí –me pregunté a mí misma en voz baja mientras, absorta en mi memoria y completamente sorda al estruendo que me reclamaba, ganaba muy despacio cada escalón–, qué hago yo aquí, si yo, hace treinta años, decidí cambiar de madre?
Piedad era de estatura mediana, más baja que alta, y robusta sin llegar a ser gorda, un cuerpo redondo de carne dura, tan dura que mis dedos jamás acertaron a darle un buen pellizco de esos retorcidos, pellizquitos malagueños los llamábamos entonces. Ella sí me pellizcaba, jugando, para hacerme rabiar, pero luego me besaba, me daba cientos, miles de besos, en el pelo, en la frente, en las mejillas, besos rotundos, su boca clavándose en mi cara hasta hacerme casi daño, y besos sonoros, los labios fruncidos para emitir un pitido agudo y crujiente, besos sueltos o series de seis, siete besos breves y ligeros, cálidos y dulces, nadie, nunca, me ha besado tanto como Piedad.
Sé que cuando yo nací todavía no había empezado a trabajar para mis padres, y sin embargo, apenas conservo recuerdos de mi infancia que no le pertenezcan también a ella. Piedad me despertaba por las mañanas, Piedad me vestía y me peinaba, me daba de desayunar y me hacía el bocadillo para el recreo antes de llevarme al colegio. A la salida, por la tarde, me estaba esperando con la merienda al lado de la verja, y, si tenía tiempo, me llevaba al parque, y luego me quitaba el uniforme, y me ponía un babi, y me daba lápices y un cuaderno para que dibujara en la mesa de la cocina mientras ella terminaba de planchar, repartiendo su atención entre el trabajo y los consultorios sentimentales de la radio, el transistor siempre encendido, siempre a mano. Piedad me bañaba y cenaba conmigo, me obligaba a lavarme los dientes y me arrastraba hasta la cama, y se sentaba en el borde a contarme unos cuentos muy raros de pastores y de ovejas, en los que no había princesas, ni siquiera niños y niñas, solo mozos y mozas que comían pan con tocino, y las brujas no tenían poderes pero eran unas mujeres muy malísimas y muy avaras, que en vez de echar maldiciones subían las rentas todo el tiempo, y no había hadas, y por eso los buenos perdían casi siempre, pero, a pesar de todo, a mí me encantaban los cuentos que se sabía Piedad, quizás porque nadie, nunca, me contó otros.
En aquella época, mis amigas y yo dedicábamos el recreo de todas las mañanas a perseguirnos por el patio para cogernos las unas a las otras. No recuerdo el nombre de aquel juego, pero sí una de sus reglas principales, que establecía ciertos lugares seguros para cada jugadora, refugios imaginarios que bastaba alcanzar para ponerse a salvo. Al llegar a cualquiera de esos puntos –un alcorque, un poste, un tramo de la pared o un barrote de la verja–, siempre gritábamos ¡casa!, no tanto para avisar a la perseguidora de turno como para desalentarla, y entonces, al gritar ¡casa!, yo siempre pensaba en Piedad, porque eso, exactamente, era Piedad para mí, un lugar en el que ningún enemigo me capturaría jamás, un castillo blando y caliente como una cama recién hecha, unos labios que siempre me besarían, unos brazos que nunca dejarían de abrazarme, una máquina de querer que funcionaba a tope, siempre igual, cuando me portaba bien y cuando me portaba mal. Piedad era ¡casa!, era mi casa, y era el mundo.
Aparte, al otro lado del pasillo, vivía mi familia.
El último regalo de la Naturaleza que mi madre estaba dispuesta a recibir con alegría a los cuarenta y un años bien cumplidos era un embarazo, y, sin embargo, con esa edad me concibió a mí, la cuarta de sus hijos, justo cuando el primero, mi hermano Alfonso –que en mi memoria nunca ha dejado de ser un señor con traje azul y corbata que venía a comer en casa un domingo sí y otro no– terminaba la carrera de Derecho con la intención de casarse inmediatamente después. De mis hermanas conservo más recuerdos, más precisos, aunque nunca llegamos a jugar juntas, ni siquiera a coincidir en el colegio. Cristina es catorce años mayor que yo, Cecilia dieciséis. Las dos se casaron a la vez, con apenas unos meses de diferencia, cuando yo estaba a punto de cumplir diez, y las dos se empeñaron en que llevara sus arras hasta el altar en una bandeja de plata. Lo hice muy bien las dos veces, sin tropezar y sin dejar caer ni una sola moneda, pero me aburrí mucho en los ensayos.
Bodas, bautizos, comuniones, cumpleaños, entierros, funerales, y fiestas en general, eran para mí días doblemente excepcionales, porque descosían la rutina de mi vida por dos costuras distintas. Por un lado, me ponía un vestido nuevo, me dejaba peinar con raya al lado y más esmero de lo habitual, asistía con gestos devotos a la ceremonia, cualquiera que fuese, y comía después en un restaurante. Por otro lado, imitando cuidadosamente a mi padre, a mi madre, a mis hermanos, me comportaba como si fuera un miembro más de la familia, ese conjunto de extraños amables y bienintencionados en general, con el que me tropezaba a lo sumo un par de veces –un beso a la vuelta del colegio, otros por la noche, antes de irme a la cama– todos los demás días, mientras vivía con Piedad en sus dominios de la cocina, sin echar nada de menos.
En ese pequeño país –un vestíbulo de servicio, una cocina, un office, una despensa, un dormitorio y un aseo diminuto, con una bañera cuyo tamaño alcanzaba a duras penas la cuarta parte de la superficie de las restantes bañeras de la casa– transcurrió una infancia tan feliz como pueda llegar a serlo cualquier otra, los años más plácidos y emocionantes de mi vida. Piedad me quería, me cuidaba, se ocupaba de mí, y siempre –tal vez porque era muy joven, solo un año mayor que mi hermana Cecilia– se las arreglaba para divertirse mientras lo hacía, por eso yo me divertía tanto con ella. También sabía ser severa, hasta estricta si lo consideraba necesario, pero ningún reproche, ni siquiera la más ácida de las regañinas, logró hacer nunca mella en la infinita confianza que me inspiraba, esa seguridad que me impulsaba a gritar su nombre, y no el de mi madre, cuando tenía pesadillas por la noche, hasta que los adultos decidieron que la mejor solución para el sueño de todos consistía en que me trasladara inmediatamente al dormitorio de Piedad, la única habitante de la casa que creía en mi miedo, y en mi angustia, la única dispuesta a levantarse de madrugada y ocupar un hueco en mi cama para combatir con palabras y caricias a los monstruos que me torturaban y que nunca más volverían a visitarme.
No dejaba de ser consciente de mi extraña posición en aquella casa, pero antes de alcanzar la edad suficiente para sentirme rebajada por frecuentar casi exclusivamente la puerta de servicio, ya había elaborado una fórmula satisfactoria, capaz de resumir el mundo sin obligarme a renunciar a nada. Todos los niños que yo conocía –mis primos, mis amigos del parque, las compañeras del colegio– tenían una sola madre, que, sin dejar de ser ella misma, y según las funciones que desempeñara en cada momento, podía desdoblarse en dos seres distintos, con nombres distintos, mi madre y mamá. Mi madre era la autoridad, la señora que tomaba las decisiones importantes. Ella pagaba la matrícula en septiembre y firmaba las notas en junio, compraba el uniforme y los libros de texto, llevaba a sus hijos de visita los domingos, y se encargaba de que las camas estuvieran hechas y la comida caliente todos los días. Después, cuando un niño tenía fiebre, cuando se caía del columpio y se hacía sangre en una rodilla, cuando lloraba porque los amigos habían dejado de ajuntarle, cuando le asaltaba la célebre hambre selectiva de chocolate al pasar junto al escaparate de una pastelería, cuando se rompía su juguete favorito, o cuando, simplemente, le apetecía declarar una guerra de cosquillas, mi madre se disolvía en un instante, sin quejarse, sin llamar la atención, sin hacer ruido, para ceder su cuerpo y su rostro, sus manos y su voz, a mamá, una especie de hada doméstica con poderes suficientes para resolver la mitad de los problemas y hacer mucho más soportable la otra mitad. En la vida de todos los niños que yo conocía, una sola mujer bastaba para representar ambos papeles, pero en la mía había dos. Doña Carmen era mi madre. Piedad era mamá.
El detalle de que mamá cobrara un sueldo de mi madre los últimos días de cada mes no tenía ninguna importancia, porque la presencia de Piedad no se limitaba a los días laborables. Mis tías, algunas amigas de la familia, y sobre todo mi abuela paterna, expresaron un profundo escándalo –que, en el caso de esta última, rayaba abiertamente en el desprecio hacia su hijo– el primer año que Piedad, después de pasar con nosotros en la playa el mes de julio, fue autorizada a llevarme consigo de vacaciones a su pueblo, una pequeña aldea de Segovia donde, por lo visto, me divertí muchísimo arreando ovejas cuando todavía no había cumplido los cinco años.
–¿Lo ves? –le dijo mi madre a su suegra cuando regresé a Madrid, más gorda, muy morena, y con un aspecto sanísimo–. ¡Si a los críos les sienta estupendamente el campo! Y a ver cómo me las habría arreglado yo en Jávea con Berta y sin servicio, si las niñas no perdonan una noche sin salir, y tu hijo anda todo el santo día liado con el velero... Todas las vacaciones metida en casa, ¡ya me contarás, menudo plan!
Mientras Piedad fue una chica decente, con novio en el pueblo, sus jueves y sus domingos me incluían a mí tanto como ella estaba incluida en mis lunes y mis martes. Si había quedado con sus amigas en una cafetería, me invitaba a tortitas para que me portara bien, si iba de visita a casa de su hermana, que vivía en Vicálvaro, me dejaba jugando en el patio con sus sobrinos, si decidía ir de compras, me encargaba que vigilara la cortina del probador para que no le viera nadie, y después me dejaba entrar para que opinara qué vestido le sentaba mejor. Roque estaba siempre trabajando y nunca podía venir a verla –que es lo que tiene, el ganado, que es muy esclavo, le disculpaba su novia–, pero, de vez en cuando, mi madre entraba en la cocina con gesto distraído, a media tarde, y le comu...

Índice

  1. Portada
  2. Laura Freixas. Prólogo
  3. Rosa Chacel. Chinina Migone
  4. Carmen Laforet. Al colegio
  5. Carmen Martín Gaite. De su ventana a la mía
  6. Ana María Matute. Cuaderno para cuentas
  7. Josefina R. Aldecoa. Espejismos
  8. Esther Tusquets. Carta a la madre
  9. Cristina Peri Rossi. Primer amor
  10. Ana María Moix. Ronda de noche
  11. Soledad Puértolas. La hija predilecta
  12. Clara Sánchez. Cari junto a una motocicleta roja
  13. Paloma Díaz-Mas. La niña sin alas
  14. Mercedes Soriano. Ella se fue
  15. Almudena Grandes. La buena hija
  16. Luisa Castro. Mi madre en la ventana
  17. Notas
  18. Créditos