Lolita secreta
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Lolita secreta

Las confesiones de Víctor X

  1. 184 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Lolita secreta

Las confesiones de Víctor X

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Índice
Citas

Información del libro

Memorias de un ciudadano ucraniano, Kiev, 1870, presentadas como una confesión de una desviación sexual confirmar las tesis del doctor Havelock Ellis.

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Información

Editorial
Melusina
Año
2022
ISBN
9788418403583
vii La caída
Mis once años de castidad han sido los más felices de mi vida o, mejor dicho, los menos desgraciados. Pues me faltaba algo y hubiera sido feliz (¡quizá!) si hubiera estado casado (bien casado, naturalmente). Aspiraba al matrimonio menos aún para poder satisfacer, sin peligro ni molestias, mis necesidades corporales que en vistas a la satisfacción de mis necesidades afectivas. Pero no se presentaba ocasión. Finalmente, a los treinta y un años, conocí a una señorita italiana de veintisiete años que me convino, me gustó, a la que yo también gusté. Pronto estuvimos comprometidos. Pero, por circunstancias materiales, no nos apresuramos a concluir el matrimonio y entonces sobrevinieron desgraciados incidentes que destruyeron mi esperada felicidad. Fui enviado a Nápoles por la dirección de mi empresa, junto con varios colegas, para estudiar allí la posible instalación de una central eléctrica, y la aducción, igualmente posible, de las fuerzas motoras cuya fuente se encontraba en las montañas vecinas. Me encontraba por primera vez en esa ciudad, la más voluptuosa, creo, de toda Europa, sin exceptuar Múnich, París y Berlín. Hay allí un gran tráfico de muchachitos y muchachitas, y eso se da abiertamente: compra usted algo en una tienda ¡y el comerciante, de aspecto a veces respetable, le ofrece una chiquilla de doce años, de diez años, de ocho años! Los alcahuetes abordan en la calle a los extranjeros recomendándoles esa mercancía o muchachitos. Familias que no están en la miseria, que tienen cierta posición, pequeños tenderos, empleados, sastres, zapateros, etc., trafican así con sus hijas impúberes. Por un precio moderado, veinte, treinta o cuarenta francos, se permite divertirse o jugar con ellas; si se quiere desflorarlas, eso alcanza precios más elevados, centenares o un millar de francos, según la posición social de la familia. Pagando el precio, se puede cumplir con esta satisfacción, incluso en las familias completamente «decentes», en apariencia. En el teatro, admira usted a una dama elegante, rodeada de su familia, en su palco. ¡Al notar su entusiasmo, su vecino de butaca le dice que podría tener a esa mujer por un precio no demasiado elevado y le propone servir de introductor ante ella! Es una población eminentemente práctica esta de los napolitanos: sacan dinero de todo, excepto del trabajo; ¡esta última fuente de ingresos no les inspira! El gran teatro de San Carlo tiene un gran ballet que se representa de forma independiente a las óperas. Varios centenares de niños de ambos sexos forman parte de la compañía de ese ballet; es una vasta institución de prostitución infantil.
Dos o tres días después de mi llegada a Nápoles, un individuo se pegó a mí en la plaza Carlo vanagloriándose de poder enseñarme cosas «realmente interesantes». «No le engaño», me dijo, «soy un perfecto gentleman, io sono galantuomo, le mostraré cosas que no verá en otro lugar. Podrá presumir de no haber estado en Nápoles en vano, tendrá tema de conversación con sus amigos. Le llevaré a casa de una familia muy honrada, una famiglia onestissima, gente bien, gente dabbene veramente, tienen dos crías a las que podrá ver y tocar desnudas, pero no acostarse con ellas, a menos que lleguemos a un acuerdo especial con los padres. Son crías de quince y once años, lindas como un corazón, y el precio es muy moderado, son cuarenta francos. ¿No quiere? Venga, treinta y cinco francos, ¡treinta francos y una propina para mí!».
Movido, por una parte, por la curiosidad de observador de las costumbres y, por otra, excitado por el aguijón carnal en ese ambiente de lujuria, me dejé tentar, para mi desgracia.
Subimos al apartamento de esos padres prácticos. En la placa de la puerta se leía: «Señor Tal, avvocato». A juzgar por el apartamento y los muebles, se trataba, en efecto, de gente bien, e incluso de gente de bien. Todo llevaba el sello del desahogo. La madre vino a venderme la mercancía, subió el precio afirmando que el alcahuete se había equivocado, y llamó a las niñas. La audacia de sus miradas demostraba que estaban lejos de ser novatas. Eso tranquilizó un poco mi conciencia. Para calmarla, me decía: «No corrompo a nadie. Si se me puede acusar de favorecer el tráfico de menores, es en la misma medida en que todo hombre que paga a una prostituta favorece el mal social de la prostitución. No podría cambiar el destino de estas chiquillas, a menos que provocara un gran escándalo público, y quién sabe si esto tendría para ellas consecuencias felices; quién sabe también qué giro tomaría el asunto para mí, sobre todo en una ciudad como Nápoles donde los poderes públicos son a menudo compadres de los criminales, donde la policía es claramente cómplice de los traficantes de carne humana. ¡Démonos, pues, un momento de placer que, en resumen, no daña a nadie! ¡No seré yo quien regenere la Babilonia italiana!». Me dejaron solo con las dos chiquillas. Tenían, en efecto, una quince, la otra once años, y un lindo tipo napolitano: grandes ojos negros, rasgos finos y regulares, la tez del rostro de un hermoso matiz aceitunado. El cuerpo era torneado, los órganos sexuales encantadores, «frescos como la boca de un niño». La mayor tenía vello poco abundante sobre el pubis; la pequeña tenía exactamente dos pelos, bastante largos, de hecho. Ambas eran vírgenes, pero su experiencia erótica era amplia. Me dijeron que veían sobre todo a ingleses. Observé que la prostitución infantil en Nápoles la mantenían antaño sobre todo ingleses, pues los italianos no eran bastante ricos para esa costosa perversión. Actualmente, la clientela alemana se halla en rápida progresión, sobre todo en lo que se refiere a la pederastia: los chiquillos de Nápoles gozan en Alemania de gran reputación y el asunto Krupp* les ha dado publicidad.
Las dos chiquillas eran igualmente sabias; me ofrecieron información sobre la pederastia y el amor lésbico en su ciudad, practicaban ellas mismas este último, entre ellas y con amigas, habían asistido a copulaciones refinadas (entre otras, al coito de una mujer con un perro, de un hombre con un pato, al que cortó el cuello durante el acto; también era inglés; a coitos combinados de varias personas en pirámide), habían posado para fotografías obscenas, etc. Eran muy sensuales, pero, cosa curiosa, la más joven lo era todavía más que la mayor. Tenía orgasmos violentos, con un rostro de agonizante y abundantes secreciones, adoraba las conversaciones, las fotografías y lecturas obscenas, ejercía sus talentos eróticos con pasión. Cuando iba a la casa, su rostro se encendía de felicidad y recuerdo su aspecto profundamente triste y desgraciado cuando, un día, por ahorro, dije que me limitaría a la mayor solamente. Cuando, tras la sesión con esta, salí de la habitación, vi a la más joven sentada en una silla delante de la puerta, escuchando, con el rostro amarillo de pena, toda temblorosa de deseo no saciado. Y qué alegría la siguiente vez cuando tocó que la invitara a ella; se puso a bailar. Me dijo un día: «¡Cuando oigo hablar a los hombres, no puedo más, me voy a la cocina!». «¿Por qué?» pregunté sin comprender. «¡Pues para aliviarme con el dedo! (per sfogarme col ditino!)». Confesó también que experimentaba deseos carnales más fuertes por la mañana, al despertar. Le gustaba besar mi pene, por decisión propia e independientemente de la fellatio: expresaba así su amor por ese órgano. No se cansaba de contemplar mis retozos con su hermana. Las dos muchachas me dijeron que, cuando iban a bañarse en el mar, practicaban la masturbación mutua bajo el agua con un chiquillo amigo suyo. Yo practiqué con las dos el coitus in ore vulvae (su placer favorito), la masturbación y el onanismo lingual (cunnilingus) que no era ninguna novedad para ellas; pero fueron ellas, desgraciadamente, las que me enseñaron la novedad: cuando nos quedamos solos, abrieron mi pantalón y sacaron mi miembro. Se explayaron en exclamaciones admirativas sobre su grosor y su longitud; la más joven lo besó y después me masturbaron con los dedos. Aunque yo me resistía, lo hicieron tan rápidamente que obtuvieron una eyaculación al cabo de medio minuto o un cuarto de minuto. Yo no había practicado nunca el onanismo manual conmigo mismo, ni dejado que otros lo practicaran conmigo; no sabía por qué mecanismo, qué movimiento de los dedos se obtenía en ese caso el orgasmo. La sensación fue nueva, acre y deliciosa, me pareció más agradable que la del coito. Y, sin embargo, estaba asustado al pensar que se iban a abatir sobre mí, inmediatamente, toda clase de enfermedades. En el mismo encuentro, las dos muchachas practicaron en mí la fellatio, pero me proporcionó un goce menor. La noche del mismo día, solo en mi cama, al rememorar las escenas voluptuosas en las que acababa de participar, no pude contenerme y me masturbé yo mismo. Así nació en mí un vicio que habría de serme funesto.
Mi sangre estaba encendida como durante la primera fogosidad de las pasiones precoces de mi infancia. No pude evitar regresar a casa de las pequeñas napolitanas, y regresar a menudo. El coitus in ore vulvae con el que disfrutaban tanto no me bastaba; les hacía entregarse a prácticas homosexuales, las sometía al cunnilingus y no me oponía más que muy blandamente a sus intentos de manualizarme; tras una lucha medio simulada, les otorgaba la victoria, entusiasmadas al ver mi esperma lanzado a gran distancia. Al volver a mi casa repasaba en mi mente las escenas ardientes que acababa de presenciar y no podía evitar masturbarme de nuevo.
Mi embriaguez sexual aumentaba día tras día. Pronto conocí a otras familias «honorables» donde había crías de diez, once, doce, trece años, tan vírgenes y sabias como las dos primeras y que, como ellas, desde la primera conversación me proponían que hiciéramos el «69», fare il sessanta nove, utilizando no sólo este término técnico, sino muchos otros. Me contaban sus amores homosexuales, las escenas eróticas a las que habían asistido, etc. Con ninguna de ellas practiqué el coito vaginal. Había también chicas mayores «de buena familia», de dieciséis a veinte años, vírgenes, con novio y que, sin duda para aumentar su pequeña dote, las madres mostraban desnudas a los extranjeros, sin permitir más que toqueteos superficiales, el «69» algunas veces, pero por lo general únicamente el cunnilingus o la simple masturbación manual. Con una de ellas, no permitían más que el fare fra le coscie (coitus inter femora: coito entre los muslos). Algunas de esas chicas se casaron, en efecto, más tarde y antes de mi partida de Nápoles, con funcionarios, comerciantes, jóvenes médicos. Ellos podían ignorarlo todo, pues los padres tomaban siempre muchas precauciones para que el tráfico fuese secreto. Por lo demás, en Nápoles, ciudad de la camorra, nadie se mete en los asuntos del prójimo cuando son turbios. Al contrario, en ese terreno domina la solidaridad más conmovedora, que se limita a veces a la conservación del secreto, a cuenta de reciprocidad. Me presentaron, entre otras, a una comadrona que disponía de un amplio repertorio de chiquillas impúberes. Al no tener tendencias homosexuales, no me ocupé de la prostitución masculina en Nápoles. Una virgen de dieciséis años, con la que me permitieron «jugar» (sin coito, naturalmente), tenía, en el momento del paroxismo genésico, flatulencias vaginales que hacían el mismo ruido que los «vientos» del recto; eso me recordó los versos de Marcial sobre los fatui poppysmata cunni (gorgoteos de una estúpida vagina). ¿Es acaso la contracción brusca y violenta de la vagina llena de aire lo que provoca esas flatulencias? Conocí también, pero demasiado tarde para aprovecharlo yo mismo, a una extraña familia, muy conocida en Nápoles en aquella época. Eran las señoritas Bal...i, varias hermanas de once a diecinueve años, ricas huérfanas a las que sus tutores dejaban vivir a su antojo (probablemente con un fin interesado). Todas estaban locas de sensualidad, recibían a los caballeros elegantes y se libraban con ellos a todos los refinamientos sexuales. Incluso la más joven, la de once años, era un gourmet tan fino que no se abandonaba nunca a la lujuria dos veces seguidas con el mismo hombre; necesitaba variedad y cambio continuos.
¿Y mi novia? Avergonzado por mi propia conducta y no queriendo mentir, le escribía pocas veces y fríamente. Se sintió herida por ello y me escribió también más secamente y menos a menudo. Estaba acordado, sin embargo, que nos casaríamos en cuanto volviera yo a Milán.
Después de haber sido casto tanto tiempo, me convertí o reconvertí en un depravado, por una circunstancia puramente fortuita, ese maldito viaje a Nápoles, y por el giro perverso que tomó mi vida sexual. El hábito que había adquirido de masturbarme se convertía en más y más tiránico; se veía reforzado por el encuentro con las chiquillas que sabían hacer variar este placer de mil maneras. Entre otras cosas, me enseñaron un refinamiento que yo no conocía por los libros: provocaban en mí el orgasmo y la eyaculación a través de caricias bucales sobre mi pecho. (La chiquilla de doce años que me hizo eso por primera vez con una habilidad consumada había visto, según me decía, a un hermafrodita y se excitaba mucho con la idea de ese fenómeno; me dijo que a menudo soñaba con él hasta el orgasmo). Me espantó haberme convertido en un onanista y me preguntaba si, con ese vicio, tenía el derecho moral de casarme. Por otra parte, habiendo leído en los libros de medicina popular que el coito es el antídoto soberano del onanismo, me decidí a intentar tener relaciones normales con una mujer adulta para hacer desaparecer mis nuevas inclinaciones. Me citaron con una bonita bailarina de San Carlo de unos veinte años. Tras las acres voluptuosidades en las que acababa de sumergirme, el coito normal me pareció un poco plano, casi insípido. Pero lo que resultaba más triste es que, unas horas después del coito, pensando en él, fue más voluptuoso en mi imaginación de lo que lo había sido en la realidad y no pude evitar masturbarme de nuevo repasando en mi recuerdo todos los detalles del acto consumado. Para mi gran desesperación, ocurrió así varias veces seguidas. Pero un día tuve la alegría de probar el coito normal más intensamente que de costumbre y de no recaer después en la masturbación. Lo mismo se repitió dos días después. Yo veía en eso el comienzo de mi curación psíquica y volví a soñar con delicia con mi matrimonio próximo. Pero la fatalidad me perseguía. Mi bailarina me contagió una violenta blenorragia. Los médicos napolitanos me curaron, probablemente mal, pues una blenorragia crónica fue la consecuencia de la blenorragia aguda. Todos mis sueños de felicidad se derrumbaban. En efecto, atrasaba siempre la fecha de mi boda, al haber logrado por parte de la compañía eléctrica una baja por enfermedad (con la excusa de una bronquitis), lo cual me permitía quedarme en Nápoles. Esto no dejaba de asombrar a mi novia. De atraso en atraso, acabó por escribirme para decirme que era difícil no ver en mi actitud el deseo de romper y me rogó, en caso de que esa suposición fuera un error, que contestara por fin categóricamente, fijando de forma irrevocable la fecha de la boda pues, por mi culpa, ella, mi prometida, empezaba a convertirse en el objeto de burla de sus conocidos, pues tantas veces había tenido que anunciar nuevos retrasos en su boda. ¡Ay!, al no saber cuándo desaparecería mi blenorragia crónica, no podía fijar ninguna fecha definitiva. Contesté pues con evasivas, tras lo cual mi prometida me escribió para devolverme mis cartas, rogándome que le enviara las suyas. Todo había terminado. Fue para mí un golpe terrible. Mi vida había fracasado.
Algún tiempo después abandoné Nápoles. No sin esfuerzo pude, a pesar de mi ausencia prolongada, recuperar mi puesto en la compañía. Realmente lo necesitaba, pues había gas...

Índice

  1. Introducción
  2. i Inocencia
  3. ii El despertar
  4. iii Iniciación
  5. iv Libertinaje
  6. v Las últimas aventuras
  7. vi Viaje a Italia
  8. vii La caída