El viejo puerto
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El viejo puerto

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El viejo puerto

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Información del libro

Con este libro pongo fin a mis "ejercicios de memoria", una trilogía que se refiere a las experiencias vividas en tres etapas de mi vida. Si las dos primeras tenían una secuencia en el tiempo, El viejo Puerto vuelve atrás, se retrotrae a la infancia y gira en torno a una ciudad: Valparaíso.Dividido en tres partes, la primera subraya la originalidad de esta ciudad, en un país cuyas ciudades suelen tender a una cierta uniformidad. La segunda relata la relación de una infancia y una adolescencia en ese espacio singular. Y la tercera parte es del reencuentro después de un largo alejamiento no buscado hasta llegar al presente, momento en el que resulta dolorosamente obligatorio señalar su decadencia y las maneras de iniciar el difícil camino de la recuperación. Los porteños estamos amarrados "como el hambre" a nuestra ciudad. Nunca en los largos años que he estado lejos de Valparaíso he dudado de que ella es mi ciudad, aunque esté hoy malherida y hasta zaparrastrosa.Este libro, a fin de cuentas, es el de un amor asimétrico entre una ciudad y un habitante, porque es absolutamente cierto que, en las tardes de invierno, esperando "la micro" en la avenida Pedro Montt en la esquina de la Scuola Italiana y frente al templo bautista para volver a casa en Playa Ancha, en medio de la vaguada costera, me embargaba el sentimiento de que el viejo Puerto vigilaba mi infancia "con rostro de fría indiferencia", como dice una vez más con acierto el "Gitano" Rodríguez.Ernesto Ottone

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Información

Año
2021
ISBN
9789563248845

Parte Segunda

Vivir en el Puerto

1. Playa Ancha en los años cincuenta

Pensándolo bien, el cerro Playa Ancha en los años cincuenta era bastante parecido al Playa Ancha actual, no sé si menos descascarado, quizás.
Al menos en lo que se refiere a Playa Ancha bajo, aquel que va desde el borde costero a las primeras cuadras de Quebrada Verde donde mi padre había hecho construir una casa, en la calle Vista Hermosa.
El nombre de la calle llamaba a error. En verdad, su vista no tenía nada de especial, se veían solo las casas del frente, aunque desde la terraza del segundo piso mirando hacia la izquierda se veía un pedazo de mar a lo lejos, en el cual pasaban cada cierto tiempo las naves que venían del sur antes de enderezar el rumbo hacia la bahía.
Más arriba estaba algo así como el Playa Ancha medio, que tenía la misma composición social: capas medias del puerto, marinos, empleados de aduana, profesores, algunos profesionales y por supuesto comerciantes que llegaban hasta Porvenir, donde se habían construido algunas viviendas corporativas.
Donde hoy existe el Playa Ancha alto, Puertas Negras, población Montedónico y otras donde la crónica policial no descansa y la cantera del Wanderers ha dado buenos futbolistas no existía nada, es decir nada construido, había bosques y una explanada donde se practicaba equitación.
Allí se hacían picnics los domingos. En uno de esos, que con mi familia pasábamos un rústico dimanche a la campagne, una joven que practicaba equitación se cayó y quedó bastante herida. Recuerdo que mi padre caballerosamente la llevó en su Fiat 1400 recién llegado de Italia al Hospital Naval, que en ese entonces estaba en Playa Ancha. Durante años se comentó ese suceso, en el que el gesto de mi padre adquiría proporciones caballerescas, con alguna razón también.
Para mi padre, cuando llegó ese auto fue un momento importante, pues como comerciante solo había tenido camionetas. Parece que su sueño de niño era tener un auto negro Fiat como los que tenían los burgueses en el Casale Monferrato de la “Belle Époque”, y que él miraba desde lejos. Después se olvidó del color negro, pero siempre tuvo autos muy cuidados, cada vez con más cilindrada y siempre patrióticamente Fiat.
Si donde viven hoy los más pobres no había nada, ¿dónde vivían los pobres en Playa Ancha en aquellos años?
Algunos vivían en las quebradas en un equilibrio precario en retazos de latas y palos, que corrían un sempiterno peligro con las lluvias y los temporales.
Otros en los mismos barrios en que vivíamos las clases medias, en conventillos con una fachada de material más o menos sólido o una puerta que se abría sobre un largo corredor, que conducía a un espacio interior donde vivía mucha gente en torno a un patio central con un grifo de agua al centro y muchísimas piezas ciegas, donde habitaban familias numerosas, que en el mejor de los casos poseían un ventanuco al patio.
Al lado podía haber casas modestas, pero de materiales sólidos, o casas amplias de dos pisos (“chalets”), como era el caso de la nuestra.
Esa casa la había diseñado mi padre y su idea central era la de una especie de fortaleza destinada a resistir terremotos, bombardeos y el ataque de los tártaros, ese que nunca se concretó en el gran libro El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati. A un lado tenía un conventillo del que nos separaba un cortafuegos inexpugnable y al otro la casa de un capitán de la marina mercante.
Ese conventillo desapareció a comienzo de los sesenta y se construyeron dos casas en el mismo sitio donde vivía hacinada muchísima gente.
La calle tenía adoquines hasta la mitad. Como las promesas de pavimento en aquellos tiempos duraba años, mi padre pavimentó el pedazo de calle que daba frente a la casa, lo hizo por su cuenta y dudo que le haya pedido permiso a alguien.
Todo ese Playa Ancha luce casi igual, aun cuando las calles se pavimentaron desde entonces y acumulan hoyos que a veces se remiendan en periodo electoral.
Las casas y los negocios están más venidos a menos, salvo en la avenida Gran Bretaña, donde buena parte de los caserones que estaban transformándose en ruinas en los ochenta han sido recuperados y han sido transformados en casas de fin de semana, en hostales o en hoteles boutique.
Las universidades han construido buenos edificios, con valor arquitectónico, y los marinos mantienen sus edificios relucientes, lo mismo el regimiento Maipo. Entre los militares funciona perfectamente el dicho que “todo lo que se mueve se saluda y lo que no se mueve se pinta”.
Hasta nuestro viejo estadio Playa Ancha, de 1932, está modernizado y renovado rodeado de sus eucaliptos y con la Escuela Naval, impecable, al frente.
Todo sería mejor si algunos estudiantes de hoy no marcaran su territorio a punta de grafitis, que tuvieron su gracia hace cincuenta años en el metro de Nueva York, pero que hoy son ya un chiste viejo, feo y fácil que usa el espacio público para fines privados o para mensajes políticos escritos con una ortografía arbitraria y vocabulario más bien limitado y procaz.
Los esfuerzos de los vecinos resultan inútiles porque, aunque pinten, los patanes vuelven a sus andadas.
La pregunta a quien escribe estas líneas es con justicia: ¿Usted nunca rayó un muro cuando joven?
Sí, lo hice, cuando niño de pelusa y para no ser menos que mis amigos del conventillo y cuando joven lo usábamos en las campañas electorales bajo la consigna de que “los muros son los libros del pueblo”, pero las Juventudes Comunistas de aquellos años nos ordenaba que después de la campaña los muros debían limpiarse y que jamás rayáramos casas particulares.
Por supuesto que no me refiero a los murales con valor artístico, que en Valparaíso tienen una hermosa tradición y adornan la ciudad.
Cuando regresé del exilio y encontré un Valparaíso en un estado lamentable, me llamaron la atención en Playa Ancha dos negocios que recordaba desde niño, un almacén y una botillería en la plaza Waddington, ambos se llamaban “El Progreso”.
Al entrar al almacén me di cuenta de que lo atendían las mismas personas de cuando era niño, el tiempo se había detenido para ellos y para el almacén; todo estaba igualito, excepto que los humanos más viejos y el almacén más descascarado. Hoy solo existe la botillería, el almacén cambió de dueños y de nombre, para peor; si el otro no progresaba pese a su nombre, el nuevo retrocedió.
Así es Playa Ancha, casi inmóvil, todavía están las dos farmacias que existían en mi niñez, que lucen tal cual. Una sigue siendo de la familia Pacheco.
El Sr. Pacheco era una persona seria, lucía siempre impecable tras sus gafas.
Mi madre me enviaba a buscar unas obleas que el Sr. Pacheco preparaba en las trastiendas midiendo distintos polvos, volvía con una especie de hostias rellenas que mi madre consideraba milagrosas. Me imagino que allí compraría también los “pulmoquines”, contra los resfriados, una inyección dolorosa de líquido aceitoso que se demoraba una vida en vaciarse.
Si bien mi vida desde hace muchos años es muy viajada y viajera y mi actividad profesional se desarrolla entre Santiago y París, ciudad esta última donde viven hijos y nietos, mi pertenencia más profunda es la de Valparaíso. La lejanía física de los nuestros no era un problema, pues afortunadamente la vida creaba alegres rutinas globales para estar lo más posible junto a ellos, pero la pandemia interrumpió bruscamente los viajes y la lejanía se ha vuelto tristeza y desazón.
También a ellos les falta venir de cuando en cuando y extrañan la presencia de un Valparaíso que adoran y visitaban a menudo. Es un lazo muy fuerte.
Debo confesar que verdaderamente me sentí de regreso del exilio cuando pude comprarme un departamento cerca de donde nací, arriba de los astilleros Asmar, con vecinos y negocios del barrio.
Afortunadamente Eliana, mi esposa, pese a ser una psicóloga santiaguina de vocación parisina y tener orígenes libanés e italiano, ama el puerto. Fue ella quien encontró el departamento. Lo curioso es que sueño mucho, y gran parte de esos sueños, los buenos y los inquietantes, se desarrollan en mi cerro.

2. La familia

La familia era pequeña, católica e italiana.
Mi padre emigró a Chile a los 24 años, en el año 1928. Nunca me quedó del todo claro qué lo impulsó a venirse. Sus padres tenían un pasar muy modesto, mi abuelo era ferroviario y mi abuela “mondina” —las campesinas que cultivan el arroz, una dura tarea que aparece reflejada en la magnífica película de Giuseppe de Santis Riso Amaro (Arroz Amargo), de 1949, con una bellísima Silvana Mangano y Vittorio Gassman, filmada en los arrozales de Vercelli donde trabajó mi abuela—. Pero ellos eran empeñosos y habían logrado darles a sus hijos con mucho esfuerzo un nivel de educación más allá de lo usual en esos años.
Mi padre se recibió de contador en un liceo comercial y su hermano menor llegó a ser ingeniero eléctrico y dirigió la planta eléctrica de Turín.
Tampoco es clara una razón política, pues la familia era de tendencia socialista, incluso algunos emigraron a Francia, pero mi padre, si alguna vez simpatizó con los socialistas, desarrolló crecientemente una simpatía por el fascismo, de manera afortunadamente inactiva.
Se refería a Mussolini como l’uomo, pero no usaba camisa negra, se vestía como un conde y mi abuelo le decía il conte scaduto (el conde arruinado). Trabajaba como vendedor de zapatos en una tienda elegante de Casale Monferrato, donde conocí al hijo de su patrón, quien se refería a mi padre con cariño y familiaridad; poseía una moto y tenía una novia que era además su prima.
Lucía un buen ver y fue durante toda su vida de una honestidad a toda prueba; no tenía buen carácter ni era divertido, pero era una buena persona, con muy malas ideas.
Quién sabe cuáles eran sus ambiciones, si tenía un fondo aventurero o si encontraba que nunca iba a progresar mucho allá, en su ciudad, pero nunca fue un hombre obsesionado con el dinero.
Lo concreto es que, cuando un lejano tío que había emigrado a Valparaíso mandó una carta diciendo que necesitaba un ayudante, vendió su moto, se despidió de todos y tomó un barco en Génova con dirección al viejo Puerto.
La zona de la cual proviene mi padre, el Monferrato en Piamonte, es una zona rica, industrializada, conocida por sus vinos, cuna del poeta Vittorio Alfieri en el siglo XVIII y de Umberto Eco natural de Alessandria, está cruzada por el río Tanaro y el gran río Po.
El Piamonte es una de las regiones más prósperas de Italia, fue el eje principal de la unificación italiana a través de la casa de los Saboya, que desde el siglo XIV gobernaron el Piamonte, convirtiéndose en 1720 en el reino de Cerdeña-Piamonte, con Turín como su capital. Tuvo una azarosa existencia de alianzas y guerras con Austria y Francia.
Cuando triunfa la Unificación del Reino de Italia, los Saboya se convierten en monarcas constitucionales del reino. Turín se transforma en la primera capital, después lo fue Florencia, hasta que liberada Roma de la tutela papal, en 1871, esta pasa a ser la capital del reino.
La historia del Monferrato se desarrolla al interior del Piamonte, del cual constituye una zona militar decisiva muy tempranamente, desde el siglo VIII. Así, quien dominaba el Monferrato dominaba el Piamonte y la Lombardía.
Del Monferrato provenía el emperador romano-germánico Ottone (Othon), que jugó un papel importante en el alto medioevo, de quien mi abuelo, hombre fantasioso, de muchas ínfulas y poco dinero, se autodenominaba descendiente. Lo más probable es que a los siervos de Ottone los llamaran Ottone por pertenencia y con el tiempo muchos de ellos se deben haber transformado por siglos en campesinos.
Casale Monferrato es considerada su capital. Es una ciudad que conozco bien; bella, rica y muy fortificada, posee una atmósfera serena y agradable.
Mi padre se libró de las dos guerras. En la primera era un niño y en la segunda estaba en Chile, y su filofascismo afortunadamente no le alcanzó para gestos heroicos y absurdos que, entre otras cosas, habrían impedido probablemente mi nacimiento.
Mi abuelo hizo las dos guerras, en casa, como ferroviario, lo que le permitió atravesarlas casi sin riesgos y jubilarse muy joven, ejerciendo un largo reposo hasta su muerte a los 92 años, encantado de la vida. Hoy continúa descansando en el cementerio de Frassineto Po.
Mi abuela era una persona de gesto serio y pocas palabras, atendía al abuelo con paciencia y una cierta indiferencia; en verdad, lo que a ella le gustaba era ver peleas de box en la televisión.
Entre el Monferrato y la Liguria existe un pueblito muy hermoso llamado Ottone, ahí nació Renzo Pecchenino (Lukas), el gran dibujante y cronista gráfico de Valparaíso que murió demasiado joven.
La llegada de mi padre a Chile debe haber sido dura, las cosas no eran como quizás él lo imaginó, el almacén del tío era muy modesto y quedaba en la punta del cerro Bellavista.
Nunca habló con cariño de ese tío. Tenía que ir de madrugada al mercado y subir el cerro caminando acompañando al burro y al burrero que llevaban la mercadería.
Los burreros fueron una institución esencial del comercio porteño hasta comienzo de los años sesenta. Creo que ningún viejo porteño pueda ser indiferente al noble burro, era parte del paisaje en la subida de los cerros, en los mercados y en las ferias; se ganaba duramente su mantención y el maltrato al burro podía provocar peleas apoteósicas entre un burrero cruel y un transeúnte; cargaba las mercaderías, los materiales de la construcción; eran aguateros, subían el agua a los cerros en una ciudad donde el agua fallaba a menudo, siempre serenos con la mirada cansada y dulce.
Su útil y apacible presencia ha acompañado por mucho tiempo la historia de Valparaíso. Lukas nos dice que ya en 1840 existía un “Reglamento para los conductores de asnos en Valparaíso”, y nos cuenta sobre un cartel de 1858 que puede ser mal interpretado, el cual rezaba: “Se autoriza al burro del Director de Obras para que ocupe las caballerizas de la Policía”. Conozco solo un cartel más confuso, lo vi una vez en México y decía: “Prohibido a los materialistas detenerse en lo absoluto”, quedé estupefacto por tan filosófica prohibición. Después me explicaron que allá l...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Índice
  4. Introducción
  5. Parte Primera VALPARAÍSO DE CHILE
  6. Parte Segunda VIVIR EN EL PUERTO
  7. Parte Tercera VEINTE AÑOS DESPUÉS
  8. Agradecimientos
  9. Apéndice fotográfico