La paz del alma
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La paz del alma

  1. 739 páginas
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La paz del alma

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Índice
Citas

Información del libro

En una noche de tempestad, con el mar embravecido, Juan el pescador y su mujer, Mercedes, presencian el naufragio del buque La gaviota. Dispuestos a socorrerlos, Juan se lanza a la playa para ayudar y ofrecer, así, su casa. La casualidad quiere que la mujer que socorren es amiga de la infancia de Mercedes y así, las dos familias quedan unidas por el destino. Amores, amistades y errores del pasado se juntan en esta novela clásica de Teodoro Baró. -

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726686852
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

CAPÍTULO XXIX.

DONDE SE ESPLICA Á DÓNDE PUEDE LLEVAR EL DESEO DE DAR CON DIEZ REALES.
Ambrosio recobró su buen humor al ver á sus amigos, y llevándoles á un estremo del calabozo, les dijo:
—Sentémonos aquí, y podiais hacerlo sin cumplidos, porque no hay sillas y el suelo es común. En este rincon no molestaremos á nadie y podréis esplicarme, ¡oh jóvenes incautos! vuestras aventuras, que grandes deben de haber sido cuando habéis venido á dar fondo en este sitio donde de tal manera, abundan las ratas, que no hay medio de pegar el ojo antes de habernos familiarizado con su compañía. Á mas de ratas hay en el sitio otros inquilinos, de los cuales no quiero hablaros porque empezaríais á rascaros la cabeza, y como el comer y el rascar, todo es empezar, temo que acabaríais por despellejaros.
—¡Pues estamos aviados! esclamó Miguel.
—No asustarse, que la cosa no vale la pena, amigos mios. Sabia que lo erais, pero nunca hubiera creido, debo confesarlo en voz muy alta, que vuestra amistad llegara al estremo de haceros arrestar para abriros la puerta de este calabozo y tenderme los brazos, dándome así una prueba heroica de amistad.
—¡Buen bromazo nos habeis dado!
—Ten en cuenta, añadió Luis, que el bromazo continua y que ignoramos cuál será su término.
—Ponernos en la calle.
—¡Hablad, esclamó Ambrosio, que ardo en deseos de conocer vuestras aventuras!
—Son muy sencillas: hemos pasado una noche toledana cruzando calles y plazas é interrogando serenos y vigilantes en busca tuya y de José.
—¡Debia ser muy poco agradable con ese frio! dijo Ambrosio.
—Solo falta que te chancees.
—No, no; nada de chanzas ante héroes como vosotros. Adelante. No disteis conmigo ni con José, eso me consta, porque desde ayer tarde estamos aquí, gracias á la paternal solicitud de un alcalde que nos ha proporcionado cuarto gratis, sin mostrarse tan exigente como la Sra. Micaela, que amenaza cerrarnos la puerta de su casa porque no le pagamos.
—¡Ambrosio! ¿quieres callarte?
—Silencio sepulcral. Adelante, Miguel.
—El padre de José...
—Chico, interrumpió Ambrosio, ¿sabes qué me parece que es fuerte de genio tu padre?
—¡Algo! murmuró José.
—El Sr. Pablo se habia empeñado en no cejar hasta haber dado con su hijo. Nos ocurre la idea, ¡idea desgraciada! de que podíais haberos quedado á dormir en casa de Fernando, y allí nos dirigimos. Pero Fernando ha debido mudarse.
—¿Por qué?
—Porque nos hemos encontrado con un caballero bajito...
—¿Rechoncho, interrogó Ambrosio, de ojos saltones, edad cincuenta años?
—Sí. ¿Le conoces?
Ambrosio se echó á reir con gran sorpresa de todos.
—¿Por qué te ries? le preguntó Luis.
—Continuad. ¿Habeis entrado en el piso?
—Sí, y nos han recibido á los gritos de «¡ladrones!» disparándonos un pistoletazo. Luego han acudido los serenos y nos han detenido.
—¡Bárbaros! esclamó Ambrosio, ¿qué habéis hecho?
—¿Cómo?
—¿No sabeis que Fernando vive en el tercero?
—Al tercer piso hemos subido.
—¡No! Os habeis metido en el segundo, tomando, en medio de la oscuridad, el entresuelo por el primero; y sin pensarlo habéis allanado la casa é interrumpido el sueño de un pacífico ciudadano á quien conozco de vista, pues hace tiempo que vive allí.
—¡Es verdad! esclamó Miguel dándose una palmada en la frente. Ahora me esplico el enigma.
—Pues hay que esplicarlo al señor alcalde, dijo el vigilante tomando parte en la conversacion, porque á mí me hace muy poca gracia lo sucedido y deseo verme fuera de este sitio.
—¡Cómo! ¿Tambien han preso al señor? preguntó Ambrosio.
—Sí, porque nos ha abierto la puerta de la calle.
—¡Ánimo, valor y miedo! esclamó Ambrosio. Nada tema V., que somos gente honrada. Ahora, prosiguió dirigiéndose á sus amigos, ¿deseareis saber cómo es que yo y esa buena pieza, y esos señores, añadió bajando la voz y señalando con la mirada á los que estaban en el estremo opuesto del calabozo, nos hallamos aquí?
—Sí. Tenemos grandes deseos de saberlo.
—Pues voy á satisfacer en el acto vuestra curiosidad. Que hubiesen arrestado á José, pase, porque suya es la culpa; ¡pero á mí que no tocaba pito ni flauta en la cuestion...!
—Al grano...
—No hagais ascos á la paja, que todo os hace falta. Permitid que me siente y sentaos vosotros. De este modo hablaré con mayor aplomo y como si estuviera en cátedra. Á propósito: me parece que lo que es hoy no vamos á clase.
—¡Ambrosio...!
—Atencion.
Sentóse Ambrosio en el suelo, imitándole sus amigos, y dió principio á su relato de esta manera:
—Pues señor: mi situacion en el café se hacia apurada, y temiendo una partida serrana de nuestro amigo y compañero José, y asustándome la taza vacía y mis bolsillos vacíos, dije á Francisco:
—Voy por José. Espérame aquí y vuelvo al instante con él y con el tabaco.
¡Vuelvo, dijiste! Rara volver me era preciso dar con ese caballerito, y por mas que recorrí estancos no me fué posible hallarle. Se habia olvidado de comprar tabaco, pero no de los diez reales que él guardaba en calidad de depósito, y ¡el muy tuno...! pero no anticipemos los acontecimientos, como dirian ciertos novelistas.
Ya que de novelistas hablo, voy á imitar el estilo de algunos. La situacion lo requiere porque es altamente dramática. Oid:
Era de dia y sin embargo no llovia.
El sol quemaba.
Mejor dicho: el frio era intenso.
Habia olvidado que estábamos en Febrero.
¡Qué frio!
¡Ah!
De pronto me ocurre una idea.
Sale de mis labios una esclamacion en la cual habia duda, recelo, y me digo:
¿Eh?
Á pesar de la gravedad de las circunstancias la risa vaga por mis labios al pensar en Francisco, solo en el café con las dos tazas y sin dinero. Reí é hice:
¡I!!!
Luego la gravedad de la situacion trajo otras ideas á mi mente é involuntariamente esclamé:
¡Oh!
Esta esclamacion no espresa con bastante fuerza lo que sentí.
¡Horror!
¡Terror!
¡Furor!
¡Uh!
—¡Basta de vocales! esclamó Miguel, y á ver si acabas de una vez.
—Así se han escrito y se escriben muchas novelas y parece que el estilo cortado produce grande efecto. Yo me dije: «¿Aquel bárbaro habrá sido muy capaz de irse á la timba á probar fortuna con los diez reales, olvidando que no le pertenecen?
Pensé en Francisco. Me habia acudido la desgraciada idea de ir á buscarle al garito.
No me preguntéis ¿á cuál? No podria decíroslo por temor de que lo oyera la autoridad; pues si bien es cierto que en Barcelona hay una casa de juego en cada esquina y dos en cada piso, es tambien muy positivo que todo el mundo sabe dónde están, escepcion hecha de ciertas autoridades, por mas que no parezca sino que sus agentes las vigilan solícitos para que nadie turbe la tranquilidad de los caballeros particulares que se reunen en ellas para tirar la oreja al gato, arruinarse y dejar en la miseria á sus hijos.
Sabia á qué timba debia dirigirme para dar con José, y mas me valiera no haberlo sabido. Llego á ella, llamo, asoma la nariz á la portezuela un portero ó vigilante, pues su mision es doble, y me pregunta:
—¿Qué se le ofrece á V.?
—Entrar, contesto.
—¿Qué desea V.?
—Ver á un amigo.
—¿Cómo se llama?
—José.
—¿Es sócio de este casino?
Debo advertiros, por si lo ignorabais, que todas las casas de juego, ó la mayor parte, son, en apariencia, casinos, y tienen su reglamento aprobado por el gobernador civil de la provincia. Despues de esta esplicacion no os sorprenderá la pregunta del portero.
—Sí, le contesté, es sócio de este casino y yo tambien tengo tarjeta.
La que tenia era la de José, que vino á mi poder hace unos dias y me habia propuesto rasgarla, no llevando á cabo mi propósito por olvido.
Presenté la tarjeta, tomóla el portero, dióle varias vueltas, y despues de haberme examinado de piés á cabeza y de haberse cerciorado de que nadie me acompañaba, abrió la puerta.
—¡Por fin! dije entrando.
Pero lejos de hallarme al fin, no habia hecho mas que franquear la primera puerta. Me hallé en un corredor ó antesala con dos bancos arrimados á la pared, á cuyo estremo habia una puerta enverjada y una especie de lacayo detrás de ella, quien abria tanto los ojos que casi no se veia otra cosa de su rostro. El portero de la puerta de madera se acercó al portero de la puerta enverjada, entrególe la tarjeta y le dijo:
—Este caballero desea entrar. Llama al vocal de turno.
El segundo portero examinó la tarjeta y desapareció. Poco despues presentóse un caballero bien portado, quien me miró fijamente.
—¿Esta tarjeta no es de V.? me dijo.
—No, señor: es de un amigo mio, José Visayas, quien debe hallarse en el casino. Me conviene mucho verle y por eso he hecho uso de su tarjeta.
—Espere V. un momento, añadió el fulano á quien le habian repartido el papel de vocal de turno en el garito.
No podia negarme á su súplica, porque los barrotes de hierro me interceptaban el paso. Dos minutos despues volvió á presentarse el sugeto en cuestion acompañado de esta buena pieza, añadió Ambrosio señalando á José.
Al verle me dieron tentaciones de arrimarle un bofeton á través de la reja y de decirle las verdades del barquero, pero me contuve é hice mal, porque á haber promovido allí un escándalo, nos tiran á los dos por la escalera y hubiéramos ido á parar á la calle, que es sitio mas aceptable que este calabozo, en el cual me veo metido por culpa de ese tuno.
Salió José garante de mi personalidad y de que no pertenecia á la clase de las que pueden tender un baston sobre una mesa de juego y decir: «¡Copo!» Abrióse la puerta, atravesé un saloncito muy bien decorado, con otomanas, butacas, chimenea, piano, mesas para tomar café, etc. Puedo asegurarte, Francisco, que al ver las mesas me acordé de la situacion poco airosa en que te habias quedado en el café, con dos tazas consumidas y sin dinero para pagar; y deteniendo á José, le dije:
—¿Y el medio duro?
¡Qué sonrisa tan soberanamente humillante la suya! Me miró desde una altura olímpica á la cual no suponia yo pudiese llegar, y metiéndose la mano en el bolsillo del pantalon, produjo el delicioso, el armonioso, el inesplicable y sin rival sonido del oro.
Quedéme asombrado, y mi asombro aumentó el orgullo de nuestro amigo. Sacó la mano del bolsillo, la abrió. ¡Quedé deslumbrado! Muestra la mano, prosiguió Ambrosio cogiendo la de José y obligándole á tenderla. ¿Quién diria que esta epidermis ha estado en contacto con el oro...

Índice

  1. La paz del alma
  2. Copyright
  3. CAPÍTULO PRIMERO.
  4. CAPÍTULO II.
  5. CAPÍTULO III.
  6. CAPÍTULO IV.
  7. CAPÍTULO V.
  8. CAPÍTULO VI.
  9. CAPÍTULO VII.
  10. CAPÍTULO VIII.
  11. CAPÍTULO IX.
  12. CAPÍTULO X.
  13. CAPÍTULO XI.
  14. CAPÍTULO XII.
  15. CAPÍTULO XIII.
  16. CAPÍTULO XIV.
  17. CAPÍTULO XV.
  18. CAPÍTULO XVI.
  19. CAPÍTULO XVII.
  20. CAPÍTULO XVIII.
  21. CAPÍTULO XIX.
  22. CAPÍTULO XX.
  23. CAPÍTULO XXI.
  24. CAPÍTULO XXII.
  25. CAPÍTULO XXIII.
  26. CAPÍTULO XXIV.
  27. CAPÍTULO XXV.
  28. CAPÍTULO XXVI.
  29. CAPÍTULO XXVII.
  30. CAPÍTULO XXVIII.
  31. CAPÍTULO XXIX.
  32. CAPÍTULO XXX.
  33. CAPÍTULO XXXI.
  34. CAPÍTULO XXXII.
  35. CAPÍTULO XXXIII.
  36. CAPÍTULO XXXIV.
  37. CAPÍTULO XXXV.
  38. CAPÍTULO XXXVI.
  39. CAPÍTULO XXXVII.
  40. CAPÍTULO XXXVIII.
  41. CAPITULO XXXIX.
  42. CAPITULO XL.
  43. CAPÍTULO XLI.
  44. CAPÍTULO XLII.
  45. CAPITULO XLIII.
  46. CAPÍTULO XLIV.
  47. CAPÍTULO XLV.
  48. CAPÍTULO XLVI.
  49. CAPÍTULO XLVII.
  50. CAPÍTULO XLVIII.
  51. CAPÍTULO XLIX.
  52. CAPÍTULO L.
  53. CAPÍTULO Ll.
  54. CAPÍTULO LII.
  55. CAPÍTULO LIII.
  56. CAPÍTULO LIV.
  57. CAPÍTULO LV.
  58. CAPÍTULO LVI.
  59. CAPÍTULO LVII.
  60. CAPÍTULO LVIII.
  61. CAPÍTULO LIX.
  62. CAPÍTULO LX.
  63. CAPITULO LXI.
  64. Sobre La paz del alma