MARK TWAIN
UN CUENTO DE DETECTIVES
EN DOS PARTES
(1902)
Traducción
Miguel Temprano García
Mark Twain (1835-1910), cuyo verdadero nombre era Samuel Langhorne Clemens, nació en Florida, en el estado de Misuri, sexto de los siete hijos de un abogado y empresario de muy irregular fortuna. Después de haber trabajado como tipógrafo, piloto de barco, buscador de oro, soldado y periodista, publicó su primer relato en 1865, año en el que apareció también su primer libro, Jumping Frog. En 1870 se casó con Olivia Langdon y al año siguiente, ya como escritor de éxito, fijó su residencia en Hartford (Connecticut), donde escribiría sus obras más famosas: Las aventuras de Tom Sawyer (1876), Vida en el Misisipí (1883), Las aventuras de Huckleberry Finn (1884-1885) y Un yanqui en la corte del rey Arturo (1889). Combinó la literatura con la especulación financiera, que le llevaría a la ruina en más de una ocasión. A partir de la muerte de su hija Susy, poco después de la publicación de Wilson el Chiflado (1894), su obra se volvió más pesimista y escéptica, como bien reflejan El hombre que corrompió Hadleyburg (1900) y El forastero misterioso (publicada póstumamente en 1916). En 1907 fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Oxford. Murió en Redding (Connecticut).
«Un cuento de detectives en dos partes» (A Double-Barrelled Detective Story) se publicó en 1902 (Harper & Brothers, Nueva York) y no solo destaca por su burla, a veces realmente hilarante, de la lógica inductiva de Holmes. Es casi más llamativa la complacencia casi sádica en arrastrar al circunspecto y flemático detective a un poblado californiano de los tiempos de la fiebre del oro, en medio de una naturaleza brutal, y enfrentarlo no solo al «maravilloso talento animal» de un joven nativo, sino hasta a un linchamiento. Honra a Mark Twain, dado su locuaz revanchismo antibritánico, que el detective soporte todo el alud de humillaciones «sonriendo con superioridad con sus finos labios».
PRIMERA PARTE
NUNCA HAY QUE HACER EL MAL CUANDO HAY GENTE MIRANDO
I
La primera escena transcurre en el campo, en Virginia; el año, 1880. Se ha celebrado una boda, entre un hombre joven de escasos medios y una joven rica: un caso de flechazo y boda precipitada; una boda a la que el padre viudo de la joven se ha opuesto con todas sus fuerzas.
Jacob Fuller, el novio, tiene veintiséis años, pertenece una antigua pero poco importante familia que emigró a la fuerza de Sedgemoor, por el bien de las arcas del rey Jacobo (eso decían todos, algunos de mala fe y los demás porque lo creían de verdad). La novia tiene diecinueve años y es muy guapa. Es efusiva, nerviosa, novelesca, está orgullosísima de su sangre partidaria del rey en la Guerra Civil inglesa y enamoradísima de su joven marido. Por él se ha enfrentado a la oposición de su padre, ha soportado sus reproches, ha escuchado con lealtad inconmovible sus predicciones admonitorias y ha abandonado su casa sin su bendición, orgullosa y feliz de demostrar así la magnitud del afecto que ha anidado en su corazón.
A la mañana siguiente de celebrarse la boda la esperaba una triste sorpresa. Su marido dejó de lado las caricias prometidas y dijo:
–Siéntate. Tengo algo que decirte. Te quise. Antes de que pidiese tu mano a tu padre. Su negativa no es lo que me ofendió: eso podría haberlo soportado. Pero las cosas que te dijo de mí... son otra cosa. Vamos, no hace falta que digas nada; sé muy bien lo que fue; lo he sabido por fuentes fiables. Entre otras cosas, dijo que mi personalidad estaba escrita en mi semblante; que era traicionero, simulador, cobarde y un zafio que desconoce la misericordia o la compasión: la «marca de Sedgemoor», lo llamó él, y «la insignia del esclavo». Cualquier otro en mi lugar habría ido a su casa y lo habría matado de un tiro como a un perro. Quise hacerlo, y pensé hacerlo, pero se me ocurrió algo mejor: avergonzarlo, partirle el corazón, matarlo poco a poco. ¿Cómo? ¡Por la forma en que te trataré a ti, a quien tanto idolatra! Me casaría contigo; y luego... Ten paciencia. Ya lo verás.
A partir de este momento, y a lo largo de tres meses, la joven casada sufrió todas las humillaciones, todos los insultos, todas las miserias que la imaginación diligente e inventiva del marido pudo concebir, a excepción de las heridas físicas. Ella conservó el orgullo y guardó su situación en secreto. De vez en cuando el marido decía: «¿Por qué no vas a contárselo a tu padre?». Luego inventaba nuevos tormentos, los aplicaba y volvía a preguntar. Ella siempre respondía: «Nunca lo sabrá por mi boca» y se burlaba de sus orígenes; decía ser la esclava legítima del vástago de unos esclavos y que debía obedecer, y lo haría hasta cierto punto, pero no más; podía matarla, si quería; pero no la quebrantaría; la raza de Sedgemoor no podía conseguirlo. Transcurridos los tres meses, él dijo con tono siniestro:
–Lo he intentado todo menos una cosa.
Y esperó a que ella respondiera.
–Inténtala –dijo y torció el gesto para burlarse.
Él se levantó a medianoche, se vistió y le dijo:
–Levántate y vístete.
Ella obedeció, como siempre, sin decir palabra. La llevó a un kilómetro de la casa y procedió a atarla a un árbol al lado del camino; y la ató por más que ella gritara y se resistiera. Luego la amordazó, la golpeó en la cara con su fusta y le azuzó sus sabuesos. Los animales le arrancaron la ropa y la dejaron desnuda. Llamó a los perros y dijo:
–Los caminantes te encontrarán. Empezarán a pasar dentro de tres horas y correrán la voz... ¿me oyes? Adiós. Nunca volverás a verme.
Entonces se marchó. Ella se quejó para sus adentros.
–Le daré un hijo... ¡a él! Dios quiera que sea un niño.
Unos granjeros la soltaron al cabo de un tiempo, y como es natural hicieron correr la voz. Alertaron a todo el mundo con la intención de linchar al marido, pero el pájaro había volado. La joven casada se encerró en casa de su padre; él se encerró con ella y en adelante no volvió a ver a nadie. Su orgullo estaba deshecho, y su corazón partido; así se fue consumiendo, día tras día, y hasta su hija se alegró cuando la muerte lo alivió.
Luego ella vendió sus tierras y desapareció.
II
En 1886 una joven vivía en una casa modesta cerca de un apartado pueblecito de Nueva Inglaterra, sin otra compañía que la de un niño de unos cinco años. Hacía su trabajo, evitaba relacionarse y no tenía amigos. El carnicero, el panadero y todos los que le vendían solo podían decir a los lugareños que se llamaba Stillman, y que llamaba a su hijo Archy. No habían podido averiguar de dónde venía, aunque decían que hablaba como si fuese sureña. El niño no tenía amigos ni compañeros de juegos, ni otro maestro que su madre. Ella le enseñaba con aplicación e inteligencia, y estaba contenta, incluso un poco orgullosa, del resultado. Un día Archy dijo:
–Mamá, ¿soy distinto de los demás niños?
–Supongo que no. ¿Por qué?
–Ha venido una niña y me ha preguntado si había pasado el cartero y le he dicho que sí, y me ha preguntado que cuánto hacía que lo había visto y yo le he contestado que no lo había visto y ella ha preguntado que cómo sabía entonces que había pasado y yo le he respondido que porque había husmeado su rastro en la acera y ella ha dicho que yo era un idiota y me ha hecho una mueca. ¿Por qué ha hecho esto?
La joven se quedó lívida y se dijo: «¡Es una marca de nacimiento! Tiene el don del sabueso». Apretó al niño contra su pecho y lo abrazó con pasión, diciendo: «¡Dios ha señalado el camino!». Los ojos le ardían con una intensa luz y el aliento se le entrecortó de la emoción. Se dijo: «El enigma está resuelto; muchas veces han sido un misterio para mí, las cosas imposibles que el niño hacía en la oscuridad, pero ahora lo entiendo».
Lo instaló en su sillita y dijo:
–Espera a que vuelva, cariño; después hablaremos.
Fue a su cuarto y cogió de su tocador varios objetos y los escondió: una lima de uñas debajo de la cama en el suelo; un par de tijeras para uñas debajo del escritorio, un abrecartas de marfil debajo del armario. Luego volvió y dijo:
–¡Listo! Me he dejado unas cosas que tenía que haber traído. –Las nombró y dijo–: Sube a por ellas, cariño.
El niño corrió a hacer el recado y enseguida volvió con ellas.
–¿Te ha costado mucho esfuerzo, cariño?
–No, mamá; solo fui donde habías ido tú.
En su ausencia ella había ido a la estantería y sacado varios libros del estante de abajo, los abrió, pasó la mano por una página, memorizó el número y volvió a dejarlos en su sitio. Ahora dijo:
–He estado haciendo una cosa mientras estabas arriba, Archy. ¿Crees que podrías averiguar qué ha sido?
El chico fue a la estantería y sacó los mismos libros que ella y los abrió por las páginas que había rozado ella.
La madre lo sentó en su regazo y dijo:
–Contestaré ahora a tu pregunta, cariño. He descubierto que en cierto sentido eres muy distinto de los demás. Puedes ver en la oscuridad, puedes oler lo que otras personas no pueden, tienes el talento de un sabueso. Son cosas buenas y valiosas, pero tienes que guardar el secreto. Si la gente lo descubriese, diría que eres un niño raro, un crío extraño, y se burlaría de ti y te pondría motes. En este mundo hay que ser como los demás si no se quiere atraer el desdén, la envidia o los celos. Es un don excelente, y me alegro; pero tienes que guardar el secreto por mamá, ¿lo harás?
El niño se lo prometió, sin entender.
Todo el día estuvo ocupado el cerebro de la madre con ideas emocionantes, con planes, proyectos, deseos, todos ellos inquietantes, lúgubres y oscuros. Pero le iluminaron el rostro con una luz propia; con la vaga luz del infierno. Estaba febril y agitada; no podía sentarse, estar de pie, leer ni coser; solo encontraba alivio en el movimiento. Comprobó el don de su hijo de veinte maneras distintas, y no paró de repetirse, con la imaginación anclada en el pasado: «Le partió el alma a mi padre, y todos estos años los he pasado pensando, noche y día, en el modo de partírsela a él y ahora lo he encontrado... Lo he encontrado».
Cuando cayó la noche, el demonio de semejante inquietud siguió dominándola. Prosiguió con sus comprobaciones: con una vela, recorrió la casa desde la buhardilla hasta el sótano, escondió imperdibles, agujas, dedales y bobinas de hilo debajo de las almohadas, las alfombras y del carbón de la carbonera; luego mandó al niño a encontrarlos en la oscuridad; así lo hizo, y se puso muy contento y orgulloso cuando ella lo alabó y lo cubrió de caricias.
A partir de entonces la vida adquirió un tono distinto para ella. Se dijo: «El futuro está asegurado... Puedo esperar y disfrutar con la espera». Retomó la mayoría de sus antiguas aficiones. Volvió a dedicarse a la música, a los idiomas, a dibujar, a pintar y a todos los placeres olvidados de cuando era soltera. Volvió a ser feliz y a notar la emoción de vivir. A medida que fueron pasando los años vio crecer a su hijo y quedó contenta. No del todo, pero casi. La parte blanda del corazón del niño era mayor que la otra. A juicio de la madre, era su único defecto. Pero pensaba que el amor y la adoración que le profesaba lo compensaban. Sabía odiar, y eso estaba bien, pero la cuestión era si sus odios eran tan intensos y duraderos como los de sus amistades, y eso no estaba tan bien.
Pasaron los años. Archy se convirtió en un joven atlético, apuesto y bien formado, cortés, digno, buen compañero y agradable a su manera, que tal vez aparentase unos años más de los dieciséis que tenía. Una tarde, su madre le dijo que tenía algo de gran importancia que contarle, y añadió que ya era lo bastante mayor para oírlo, y tenía suficiente personalidad y estabilidad para cumplir un plan que llevaba años pensando y madurando. Luego le contó su amarga historia, con toda su cruda atrocidad. Por un momento el chico se quedó paralizado; luego dijo:
–Entiendo. Somos sureños; y por nuestra naturaleza y nuestras costumbres solo hay una expiación posible. Lo buscaré y lo mataré.
–¿Matarlo? ¡No! La muerte es una liberación, una emancipación; la muerte es un favor. ¿Acaso le debo favores? No le toques ni un pelo.
El chico meditó un momento; luego dijo:
–Tú lo eres todo para mí, y tus deseos son órdenes. Dime qué quieres que haga y lo haré.
Los ojos de la madre brillaron de alegría y dijo:
–Irás a buscarlo. Hace once años que sé dónde se esconde; me costó cinco años y mucho dinero y averiguaciones encontrarlo. Tiene unas minas de cuarzo en Colorado y le va bastante bien. Vive en Denver. Se llama Jacob Fuller. Ya ves... Es la primera vez que digo su nombre desde aquella noche interminable. ¡Imagínate! Ese nombre podría haber sido el tuyo, si yo no te hubiese librado de semejante vergüenza y te hubiese dado uno más limpio. Lo expulsarás de allí; lo perseguirás y volverás a expulsarlo; una y otra y otra vez, sin piedad, envenenarás su vida, la llenarás de terrores misteriosos, y de fatigas y miserias, harás que desee morir y tener el valor...