Capítulo 1
De ariete democrático a héroe de la retirada:
el sindicato en el cambio político
“CC OO es la arboladura que permite navegar a este barco.”
Fernando Abril Martorell (1977)
Como se ha insistido, si bien el régimen sobrevivió a la muerte del dictador el 20 de noviembre de 1975, no lo hizo a la intensa movilización que se desató en los meses siguientes. No obstante, previo al deceso de Franco, ya había tenido lugar un proceso de erosión de la legitimidad de la dictadura. Proceso en el que el movimiento obrero-sindical, en buena medida representado por las Comisiones Obreras, desarrolló un papel fundamental. Este movimiento sociopolítico, diverso y plural, pero sostenido fundamentalmente por militantes y activistas de adscripción comunista y católica, pronto devino en la masa crítica que precipitó el cambio político. Sus siglas no solo fueron sinónimo de democracia y libertad, sino la encarnación misma, como también lo resultaron sus dirigentes, en especial Marcelino Camacho, de la clase trabajadora española. Las fuerzas vivas de una cosmovisión democrática, en fin, que, cuando llegó el momento, no faltaron a la cita con la Historia, granjeándose así una inmensa legitimidad. Con todo, la presión de la movilización —en la que la ocupación de las estructuras sindicales fue un proceso fundamental, convertidas en carcasas vacías en los comicios de junio de 1975— no resultó suficiente, como es sabido, para imponer el proyecto de ruptura con el régimen que la oposición democrática había anhelado.
CC OO, pronto hegemonizada por militantes comunistas, compartía la estrategia gradualista de transición al socialismo articulada bajo el significante proteico y en absoluto unívoco de “eurocomunismo”. Sin embargo, la vía de avance hacia una “democracia económica y social”, primera etapa en esta transición, cuyo motor principal eran las mayorías democráticas y una sociedad civil articulada, en la que los sindicatos jugaban un rol central, pronto mutaría de propuesta ofensiva a otra de tintes eminentemente defensivos. En efecto, por un lado el efímero marco colaborativo dejó paso a la competición entre las diferentes opciones políticas y sindicales. Asimismo, lo que los Gobiernos de la monarquía conceptualizaron como el “problema sindical”, es decir, la hegemonía comunista en el movimiento obrero, pronto se tradujo en un claro favoritismo hacia su competidora socialista, ávidos por remover el suelo bajo los pies del partido otrora hegemónico en el antifranquismo, en un mundo marcado, además, por las lógicas de Guerra Fría. Finalmente, los efectos de la crisis económica de 1973 llegaron a España, impulsando el paro y la inflación, lo que obligó a la central, ante el desvanecimiento de las posibilidades de ruptura, a articular una propuesta propia, basada en la solidaridad, para dar respuesta a lo que entendían como una de las principales amenazas de la misma: la proliferación de un importante ejército de reserva de parados.
El proceso de fragmentación de la “nueva” clase obrera surgida a la sombra del desarrollismo de la década de los sesenta, relativamente homogénea en sus cohortes más combativas, fue efectivamente identificado como una de las mayores amenazas para el joven movimiento sindical. En el caso de CC OO, esta decidió, una vez abandonadas las esperanzas de constituir una gran central unitaria, avanzar hacia su construcción como sindicato en septiembre de 1976. El pluralismo sindical fue sancionado con la legalización de los sindicatos en abril de 1977, aunque CC OO no abandonara el horizonte utópico de la unidad orgánica como producto de un proceso bottom-up refrendado por los trabajadores. Asimismo, la joven confederación, fiel a sus planteamientos históricos, no dudó en apostar por la unidad de los trabajadores, abogando por la representación unitaria de estos en los comités de empresas, una de las señas de identidad del sindicato.
El efímero impulso unitario, cuya cristalización sindical fue la Coordinadora de Organizaciones Sindicales (COS), contrastó con la reorganización de importantes sectores empresariales, a mediados de 1977, en torno a la CEOE. No obstante, no correspondió a la sociedad civil o a los movimientos sociales surgidos bajo o contra el franquismo la determinación del rumbo del proceso de cambio político. Una vez concluida la breve pero intensa fase que podríamos caracterizar de guerra de movimientos, alcanzado el punto de bifurcación con la muerte del dictador y la apuesta movilizadora de la oposición, pronto, una vez evidenciados los límites de las fuerzas en liza (la “correlación de debilidades”), el proceso derivó hacia una fase de consenso en la que el movimiento sindical, vector fundamental del antifranquismo y de la crisis del régimen, quedaría subsumido a la interlocución de los actores que monopolizarían el proceso: los partidos políticos. CC OO desarrolló pronto una conciencia sobre esta nueva situación, percepción que quedó sintetizada por la célebre sentencia adoptada por su secretario general: los sindicatos fueron los “parientes pobres” del proceso de transición.
En ningún caso la movilización social desapareció, sino que, superado el intenso ciclo de los inicios del cambio político, varió su naturaleza. La legalización de los partidos de la oposición permitió, como decía, el encauzamiento del conflicto colectivo, inclinándose este hacia la segunda parte de la dupla transgresión-consenso. La presión social mutó en este lapso, abandonando el carácter disruptivo y destituyente de la primera fase, para acompañar el proceso de construcción democrática, en manos fundamentalmente de los actores legitimados por los comicios del 15 de junio y en el marco del inesperado proceso constituyente que inauguraron. CC OO asumió el nuevo rol que parecía configurarse para las organizaciones sociales y que, más tarde, fue constitucionalizado.
La cultura política y sindical de la dirección de la organización había pivotado históricamente sobre otro binomio: la movilización y la negociación. Una suerte de punto medio virtuoso entre dos concepciones de la acción sindical: la que calificaban como “derechista”, reducida al ámbito socioeconómico, y la “izquierdista”, cuya brújula señalaba hacia la exacerbación de las contradicciones sociales y el colapso sistémico. En efecto, la concepción sindical de CC OO trataba de sintetizar la presión reivindicativa y la conquista de avances tangibles que satisficieran los anhelos de los trabajadores para, de esta manera, promover su papel dirigente y movilizarlos hacia un horizonte político caracterizado por “la supresión de toda opresión nacional y de la explotación del hombre por el hombre”; aquel equilibrio necesario para “tratar de situar el hoy en el mañana”, por citar a Camacho. Sin rehuir, por lo tanto, el compromiso y el acuerdo, la lucha debía inscribirse en la perspectiva socialista, lo que suponía caminar entre el precipicio de la conciliación de clase y el del radicalismo testimonial.
La condición y militancia comunista de buena parte de la dirección de la confederación generó líneas de tensión en un espacio de constitución plural. Sin embargo, CC OO mantuvo también una compleja y cambiante relación con el PCE-PSUC. Lejos de relatos maniqueos en torno a “correas de transmisión” en uno u otro sentido, ambas organizaciones, celosas de su autonomía, bascularon desde la casi plena coincidencia táctico-estratégica a la confrontación más o menos abierta, pasando por el compromiso puntual. Si durante la dictadura, por clarificación del adversario, la relación estuvo caracterizada por una mayor sintonía, los derroteros que fue tomando el proceso de cambio político, en un contexto de crisis, añadieron elementos de tensión entre ambas organizaciones. La autonomía e independencia de estas resultaba a veces difícil de conjugar con la existencia de un proyecto político compartido y los respectivos roles que las dos componentes debían jugar en el mismo.
La relación partido-sindicato, en fin, contemplaba una notable elasticidad que, por ejemplo, se encontraba ausente para el caso de sus homólogos socialistas. Ya en las primeras elecciones, en aras de preservar su carácter unitario, CC OO se limitaba a orientar el voto hacia las candidaturas “obreras y democráticas”, aunque destacados dirigentes de la misma concurrieran e incluso resultaran elegidos en las listas del PCE-PSUC. Sin embargo, los magros resultados, decepcionantes para muchos cuadros y militantes, así como las dificultades para mejorarlos, con un estancamiento de facto, supusieron una fuente de conflictos. Asimismo, este reparto notablemente desequilibrado de representatividad y poder sociopolítico entre la que era la primera central sindical del país y el tercer grupo parlamentario del Congreso, tuvo un importante efecto colateral: el aumento de la presión sobre la confederación por parte de una variopinta constelación de adversarios que comprendían desde la UGT y el PSOE al Gobierno y la patronal, pasando por la socialdemocracia alemana o los intereses estadounidenses. En este sentido, Redondo había sido diáfano cuando, en vísperas de la firma de los Pactos de la Moncloa, advertía la presión que CC OO ejercía sobre la UGT y de cómo los comicios sindicales previstos para 1978 iban a revestir mayor importancia para el espacio socialista de lo que habían supuesto las generales del 15 de junio de 1977.
Comisiones resultaba un elefante en la habitación. Su presencia y poder inquietaba a propios y ajenos. Ciertamente, a pesar de cómo transcurrió el cambio político, nos encontramos en una especie de belle époque del sindicalismo español, y de CC OO en concreto. La elevada afiliación, la avidez de los trabajadores por constituir sus candidaturas, la efervescencia generalizada en definitiva, catapultaba a la opción sindical que más pugnaz se había mostrado contra la dictadura, la mejor organizada y con cuadros y militantes líderes natos en sus tajos y fábricas. Asimismo, la central proyectó una potente imagen de responsabilidad, imbuida por un discurso que casi la convertía en portadora de los intereses nacionales, con su apoyo explícito a los Pactos de la Moncloa, aunque estos rompieran con una dinámica reivindicativa y una economía moral de los salarios, ahora caracterizada como desestabilizadora según los análisis centrados en la espiral salarios-precios. Esta proyección hegemónica, primero como sinécdoque de la clase trabajadora española, de sus intereses inmediatos, para trascender hasta los generales, guiada su praxis por la idea de “salvar la democracia” in nuce, proporcionó a la central una legitimidad de ejercicio que crecía de forma directamente proporcional al desasosiego de sus adversarios.
Los Pactos de la Moncloa supusieron la antesala de lo que terminaría por configurar la estrategia de superación de la crisis, cristalizada en la propuesta de solidaridad: es decir, la distribución entre las clases, en función de su capacidad respectiva, del esfuerzo para superar la adversa situación y promover la recuperación. Ni “socialismo en una sola clase”, ni superación de la crisis sobre las espaldas de los trabajadores, sino a través de un esfuerzo nacional compartido. Bien es cierto que no todos los trabajadores comulgaron con esta perspectiva, por cuanto rompía el paradigma de aumentos salariales por encima de la productividad que terminamos de señalar. Asimismo, también existió un interés de parte en el apoyo a la operación: evitar que un creciente protagonismo del PSOE redundara en una mayor visibilidad de la UGT. Aunque con los acuerdos los salarios pactados en los convenios siguieron siendo mayores que la inflación registrada gracias al cambio de método en su indexación, la distancia se redujo dramáticamente. Tampoco supusieron una merma apreciable de la conflictividad laboral, lo que los hubiera convertido en el “pacto social” que la propia central había demonizado. Sea como fuere, la confederación sindical cosechó una importante victoria en los comicios de 1978, que caracterizó como de ruptura definitiva, lo que se interpretó como un importante espaldarazo a su estrategia sindical. Asimismo, las elecciones...