Trascendencia
(Fiesta en el jardín)
Gracias, dice en el silencio repentino del motor apagado. Baja la vista al volante. Estamos aparcados en el camino de gravilla, frente a la casa de sus padres. Más allá, al otro lado del jardín, el resplandor anaranjado de unas cuantas ventanas se recorta en la noche.
Dice que se alegra de que haya venido. Con la biopsia y todo eso. Calla y se vuelve hacia mí. Veo, en la penumbra, sinceridad en sus rasgos. Sus ojos son dos sombras oscuras.
–Es solo que me alegro de que estés bien –dice. Y luego se acerca y me besa la mejilla.
Fuera, silencio y una quietud opresiva. La verja de hierro forjado se ha deslizado atrás hasta encajar en una mueca cerrada. Unas farolas en miniatura proyectan unos conos estrechos y amarillentos de luz, que iluminan el camino hasta la casa. Los padres nos reciben en la puerta. Helen y George –por el nombre de pila, como insistenme meten corriendo adentro. Un banco radiador sobresale de una de las paredes del amplio vestíbulo. Son todo sonrisas, cercanos y hospitalarios. La madre, Helen, acaricia el hombro de su hijo.
Me llevan hasta una salita acogedora con un fuego chisporroteante. Siéntate donde quieras, dicen, señalando con un gesto el despliegue de sillones y sofás. Y me siento en uno de dos plazas, floral y desgastado, junto a la chimenea. El padre abre un armario y busca, con dedos de araña, entre las hileras de vasos y copas. Su hijo escoge una butaca delante de mí, recuesta la espalda y cruza las piernas por los tobillos. Su cuerpo se despliega y se retuerce al tiempo que se abandona a un bostezo, con los puños cerrados tirando de los brazos arriba y a los lados, que culmina en un rugido lento y melancólico.
–Bueno –empieza a decir el padre mientras sirve las bebidas–. Cuéntame cómo es que terminaste en las finanzas. ¿Por qué no estás ahí, poniendo patas arriba el Partido Laborista? –Guiña un ojo–: Instaurando un nuevo orden mundial.
–Ella es más de Blair –dice el hijo.
–Ajá. –El padre se vuelve otra vez hacia mí, intrigado, pero la madre lo interrumpe con un deje de reproche.
–¿Política, a estas horas? –Me sonríe.
El padre sigue sirviendo las bebidas.
–Vale, vale –dice, afable–. ¡Cambio de tema!
Deja la licorera en su sitio y se sienta enfrente de mí, junto a su esposa y su hijo, que ahora está repantigado en la butaca copa en mano. Tengo demasiado calor, tan cerca del titilar impecable de las llamas.
–¡Gas natural! –exclama el padre, sonriendo–. ¿Te habías dado cuenta? Ya lo sé, ya sé que es trampa.
Me habla de la chimenea, y de la engorrosa restauración de la repisa hace unos años. Su hijo va metiendo baza. Su madre también. Ellos hablan y yo observo. Si algo se me da bien es no decir nada. Escucho, reacciono, pregunto de vez en cuando. Pasn lista a los invitados de mañana, amigos de la familia: gente metida en política, sobre todo, pero también creadores, académicos, abogados y demás. Un elenco deslumbrante sin estridencias.
¿Qué hago yo aquí?
Llevo sintiendo esta horrible inevitabilidad desde que he subido al tren. Como si no pudiera echarme atrás. Pero estoy fascinada, también. He conocido antes a otros Georges, a muchos, bajo sus variadas guisas, los papeles que adoptan. He observado y examinado y concluido otras veces, pero ahora estoy aquí, viendo a uno en su casa. Con su esposa y su hijo. Yo no quiero formar parte de esto. Quiero agarrarlo, agarrar esto por la cara y abrirle la boca, hacer palanca en su mandíbula y meter la mano, dentro, al fondo. Tocar lo que hay en su interior.
El hijo pregunta por sus hermanas, ¿no vienen?
–Ellie ya está arriba –responde la madre–. Es un poco tarde.
Pero el padre tiene más preguntas. Animado, me mira fijamente a los ojos y me consulta mi opinión sobre todo. ¿Love Island? ¿Cambridge? ¿La ola de apuñalamientos, los BRICS, las inversiones de China en África?
Las preguntas, más que preguntas, parecen tratados elaboradísimos.
–... pero ¡no podemos permitir que campe a sus anchas! –Apura la bebida y deja la copa sobre la mesa con un tintineo–. ¿Verdad que no?
El hijo se recuesta con los ojos cerrados. Yo estoy incómoda, demasiado cansada para conversaciones tan socráticas.
–Bueno, y ¿qué me dices de...? Ah, sí. Esta es buena. Os va a encantar. ¿El hijo de los príncipes? ¿Meghan Markle? Eso sí que es progreso, modernización. Muy inspirador.
A su hijo también le había hecho ilusión la boda. Había montado una barbacoa, con banderines de la Union Jack; compró licores y refrescos y reunió a sus amigos. Siguieron la cobertura de la BBC con una sinceridad embelesada y satisfecha. Para él, y para ellos, parecía significar... algo. Me mira a los ojos desde su asiento frente a la chimenea.
Muy inspirador, concuerdo.
Cuando nos damos las buenas noches por fin, el hijo insiste en ofrecerme un recorrido improvisado por la casa camino de su cuarto. Es un guía entusiasta, abre las puertas girando los pomos de latón con una floritura. Después de ti... Va desgranando, mientras avanzamos, historias inverosímiles sobre la historia de la finca, o repasa con cariño los recuerdos de su infancia. Cómo jugaba a la sardina aquí, o cómo escondió un jarrón roto en aquel baúl. Los cuartos son lo que yo había imaginado: arquitectura que quería pasar por shabby country chic. Lo que más me impresiona son los pasillos: espaciosos –infinitos, se diría–, con molduras elaboradas allí donde las paredes terminan por dar paso al techo. Las moquetas estampadas están pisoteadísimas, pero se ven coloridas y cuidadas. Dispuestas a la perfección en esquinas, escaleras y umbrales. Se detiene unos pasos por delante, esperando para mostrarme orgulloso la biblioteca. Yo me demoro, me voy parando a examinar las obras de arte aquí y allá, como si estuviese en un museo. Es una colección ecléctica: hay reproducciones en alegres marcos (carteles de exposiciones, clásicos) y fotografías colgadas entre lienzos de aspecto importante, tensados, instalados y enmarcados como es debido. Además de unos cuantos más que doy por hecho que pintaron los propios hijos.
Dice que de pequeño la biblioteca era su cuarto favorito de la casa. Aunque reconoce que es más bien un despacho grande.
–¡Solo que con un montón de libros!
Algunos, señala, los escribió su padre. Otros, más antiguos, pertenecen a personajes o aspectos relacionados con la historia meticulosamente documentada de sus ancestros. Un par, más modernos, hacen referencia a su padre, aunque solo sea de pasada. Otros son libros sin más.
–Mi padre se hizo un nombre en este cuarto –dice.
La frase tiene un tono ensayado. Su padre había comenzado en un think tank conservador, y luego había pasado a asesorar a políticos. Nombres cada vez más y más importantes, con lo que el suyo se fue transformando en un talismán de influencia política en la sombra. A saber cuánto hay de cierto. Yo no tengo manera de verificar las anécdotas rimbombantes del padre. Aun así, esas sombras se ciernen sobre el hijo. Las persigue. Pero ¿no sería mejor que se dedicase a otra cosa?
–¿Qué hay tan importante como esto? –dice.
Un destello de irritación, o tal vez de ira, le asoma a los ojos. Se apoya de espaldas en la mesa, cruza los brazos sobre el pecho. Dice: ojalá pudiera ser como yo. Coger un trabajo mecánico en la City, ganar una auténtica burrada de dinero. Pero todo esto –muestra con el gesto de rigor las estanterías mohosas– exige más de él. Hay un legado que mantener. Es una obligación, dice. ¡Tiene la obligación de dejar su huella en este mundo! Es lo que le han inculcado. Se permite una amarga risita tras esta última ocurrencia.
Es tarde. Deberíamos irnos a la cama.
Me dice que es fácil hablar conmigo. Que somos sinceros el uno con el otro. Dice que le encanta eso de mí. Bueno: quiere contarme algo. Algo sincero. Lleva un..., no, no es un diario, es una especie de autobiografía, está siempre escribiendo, trabajando en ella. Su historia, su vida; no deja de darle forma, una y otra vez, día tras día, en su mente. Todo lo que hace, antes de hacerlo, lo ensaya en las páginas de esa biografía. ¿Encaja, da el nivel? ¿Podría reposar en estas estanterías? Si la respuesta no es un sí, fuera.
Así es como vive, dice.
No puedo ver gran cosa en la leve oscuridad de su dormitorio. Es raro aventurarse en el lugar que lo moldeó años atrás. Distingo la silueta cuadrada de una librería, sobria y bien surtida de sus lecturas adolescentes. Unas estrellas tenues brillan-en-la-oscuridad en el techo.
A mi lado, dormido, es informe como el agua. Impertérrito frente a las preocupaciones cotidianas. La respiración constante. Con él, he pasado a ser más tolerable para los Lous y los Merricks de este mundo. Su aceptación promueve la del resto. Su presencia responde por la mía, les confirma que soy el tipo correcto de diversidad. Yo, a mi vez, le otorgo cierta credibilidad progresista. Compenso en parte su bagaje político de familia rica de toda la vida. Confirmo su posición a la izquierda del centro.
Pongo el móvil en silencio. Puede que no repare en el pragmatismo de nuestro emparejamiento como lo hago yo, o como lo haría Rach. Como seguro que debe de reparar su padre. Pero ahí está. En su autobiografía imaginada, en último término esta relación quedará reducida a una frase, puede que dos. Una prueba endeble de su mentalidad abierta, de su habilidad para tender puentes culturales.
Todo es un intercambio.
Lou asoma en mi pantalla. La asistente no está conectada, dice su email, y necesitamos un par de vuelos a Nueva York para el lunes por la mañana. Merrick nos quiere en Estados Unidos en persona. Cierro los ojos –exhalo– ante la insinuación. Quiero decirle que no, que se compre él su puto billete. El eco rectangular de la pantalla persiste, iluminado contra mis párpados. No es el momento de ponerse difícil, lo sé, y tengo que reservar mi billete de todos modos (inhalo). ¿Qué más da uno que dos? Me ha incluido su número de pasaporte, la fecha de validez y una carita sonriente al final.
Exhalo,
inhalo.
Reservados, le respondo después. 7.35 a. m. LHR. Adjunto tarjeta de embarque.
Estoy a punto de bajar por la pantalla, hasta donde sé que encontraré el nombre de mi hermana, con ese enlace que me mandó ayer para no sé qué espectáculo que las dos queríamos ver. Pero dejo que la pantalla se atenúe, y luego deslizo el dedo, a la nada.
Sin el resplandor del móvil, la oscuridad es perfecta. Los ojos tardan un poco en acostumbrarse. El silencio aquí es absoluto. Me siento inadvertida. Aunque sé lo que se avecina, y lo que se espera de mí, en la fiesta de mañana. Entiendo la función que he venido ...